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SLR – Capítulo 435

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 435: Sobrevalorado 

Lo primero que sintió Ippólito fue que le faltaba parte de la oreja. Luego sintió el furioso silbido de otra flecha que volaba por los aires.

—¡No!

Le ardía la oreja. Ippólito cayó rodando de la roca, retorciéndose de dolor. Tuvo muy poco tiempo para reaccionar. La segunda flecha partió el aire donde había estado su cabeza hacía dos segundos, enterrándose en el tronco de un árbol. Ippólito empezó a correr por el bosque.

‘¡Persistente hijo de p*ta! ¡Sigue pisándome los talones!’

El asesino que le había seguido la pista desde la diócesis de Chiriani no había renunciado a la persecución ni siquiera después de atravesar las montañas Prinoyak y adentrarse en territorio de Salamanta. Los asesinos a sueldo no solían empeñarse tanto en hacer su trabajo. Ippólito empezó a preguntarse de quién se trataba.

‘¿Es... alguien que disfruta con la violencia y ese tipo de cosas?’

Al principio, había supuesto que sólo había un asesino, pero la persecución durante todo un mes le había dicho que eran al menos 2, 5 ó 6 como mucho.

‘Si me hubieran acorralado usando su ventaja numérica, me habrían atrapado hace tiempo…’

Pero sólo uno de ellos le estaba atacando realmente. Esta persona parecía cada día más hábil.

‘Era más torpe al principio. Estoy seguro de ello.’

Los asesinos eran cada vez más ágiles y afilados. Había estado corriendo desesperadamente durante todo un mes, pero ganaban destreza más rápido de lo que él podía cubrir terreno, lo que dio como resultado el día de hoy. Ippólito se había quedado finalmente sin oreja.

—¡Maldita sea! —rabió. Le frustraba que le hubieran disparado teniendo la fortaleza del marqués tan cerca. 

‘Si hubiera aguantado un poco más... ¡Mi oreja! ¡Mi preciosa oreja!’

La suerte estaba del lado de Ippólito, ya que el marqués Variati tenía su fortaleza al borde de una cadena montañosa, a diferencia de la mayoría de los nobles, que preferían las ciudades situadas en el corazón de una llanura. Si se hubiera visto obligado a bajar a la llanura desde aquí, habría acabado festoneado de flechas.

Jadeaba, corriendo por el bosque con más fuerza que en toda su vida. Ni siquiera su incansable determinación era rival para las flechas que lo perseguían.

‘Padre... Oh, Padre…’

El poderoso padre que imaginaba le salvaría. Sin duda, Variati de Hierro era un hombre fuerte y apuesto. Ippólito era guapo gracias a su padre. 

‘¡Mi maldita oreja! ¡Qué desperdicio!’ Después de correr un rato, se dio cuenta de que ya no venían más flechas. Sin embargo, sabía que los asesinos no se habían rendido: querían matarlo a espadazos.

‘¡Sálvame!’

Para cuando Ippólito llegó a la entrada de la fortaleza, hecha con muchos troncos enormes, se encontró soltando sus pensamientos.

—¡Padre! ¡Sálvame!

Un mercenario de aspecto rudo, uno de los muchos que custodiaban la entrada, miró a Ippólito como si estuviera loco. En circunstancias normales, a Ippólito le habría molestado enfrentarse a tal desdén, pero ahora mismo, su vida estaba en juego. Se precipitó detrás del que parecía el líder y le suplicó—: ¡Por favor, sálvame! Soy Ippólito, de San Carlo —sabía que eso no era garantía de nada. Soltó las palabras antes de que el mercenario pudiera ahuyentarlo—. ¡Soy el hijo de Variati de Hierro! ¡Mi madre es Lucrecia de Harenae!

La mirada de los mercenarios cambió ligeramente. Algunos empezaron a cuchichear entre ellos. Fue entonces cuando los asesinos también llegaron a la fortaleza de troncos de Variati. Los perseguidores sin rostro que habían atormentado a Ippólito durante todo un mes por fin se habían dejado ver.

Como era de esperar, eran muchos. Había un hombre corpulento con una capucha negra tapándole la cara, así como otros hombres que le seguían. Formaban un grupo de unas cinco o seis personas. Tenían un aspecto amenazador, lo que hizo que los mercenarios e Ippólito se pusieran tensos.

El hombre de la capucha negra, su líder, dijo a los mercenarios—: Esto no es asunto vuestro. Háganse a un lado.

La voz era más tranquila y silenciosa de lo esperado, y más grave para dar efecto. Esto la hacía aún más amenazadora. El hombre no era un novato en su oficio. El líder de los mercenarios gritó—: ¡¿Quién te crees que eres?!

Un joven alto respondió sombríamente, colocándose detrás del hombre de la capucha negra como si lo protegiera.

—No es asunto tuyo. Se dirigió al líder mercenario en lugar de al hombre de la capucha negra, que parecía reticente—. Ese hombre tiene una deuda con nosotros. Si se hace a un lado, no le haremos daño.

El líder mercenario miró a su alrededor, intentando comprender la situación. En primer lugar, había un hombre que decía ser hijo de su señor, y ahora un grupo de hombres que parecían bastante amenazadores.

Inspeccionó detenidamente a los asesinos. Había adornos en las correas de cuero que rodeaban sus carcajs y dibujos en la espada larga que llevaba el hombre de la capucha negra. Las botas eran de la mejor calidad, aunque estuvieran gastadas tras la caminata por la montaña, y estaban adornadas con botones. Todos ellos indicaban que aquellos hombres no eran chusma. El mercenario se fijó en los botones, que parecían llevar un escudo de armas.

—Por favor, esperen aquí un momento —dijo el líder mercenario, con un tono repentinamente deferente. Hizo un gesto a uno de sus hombres, que echó a correr hacia el interior.

SLR – Capítulo 435-1

—¡Es-espera! —gritó Ippólito—. ¡Muéstrale esto a mi padre!

Sacó un botón plateado del bolsillo con manos temblorosas. Era un botón con el escudo del ejército mercenario: un dragón rugiente.

—¡Mi padre se acordará de mí si ve esto!

Era el botón que Lucrecia había guardado cerca toda su vida y que sin duda pertenecía al marqués.

* * *

El guardia que había detenido el carruaje del príncipe enumeró las razones por las que se había prohibido a la condesa de Mare entrar en palacio.

—¡Ippólito de Mare, su hermano, es ahora un hombre buscado en el reino desde hace dos días! Tentó a los fuertes jóvenes de San Carlo con el humo del diablo y los llevó a la muerte, distribuyó un producto de los malvados herejes, introdujo de contrabando productos del otro lado del mar sin el consentimiento del Rey, y perturbó el orden social y las finas costumbres de San Carlo. Todos estos son graves crímenes por los que debe pagar con su vida.

Ariadne escuchó en silencio. Era obvio que el hombre había memorizado los cargos de antemano. Tenía muchas cosas que decir; por ejemplo, que no era realmente su hermano, o que ya había sido apartado de la familia. Sin embargo, tenía la sensación de que sería inútil.

Profundamente agradecido en su interior por el silencio de la condesa, el guardia continuó durante algún tiempo, exponiendo aún más cargos contra Ippólito de Mare que pintaban principalmente lo terrible criminal que era. Y al final, llegó al argumento principal.

—En consecuencia, la duquesa Rubina ha ordenado que se prohíba la entrada en palacio a la condesa Ariadne de Mare, a Isabella de Mare y a todos los miembros de la familia de Mare.

Ariadne se recostó en su asiento. Estaba algo resignada y guardaba fuerzas para el futuro. Sentía como si una pesada piedra la aplastara. La duquesa no estaba aquí en ese momento, y pelearse con un vasallo que había recibido su orden sólo la haría parecer tonta.

Sintió una momentánea frustración al recordar la ropa que había preparado para el baile, la promesa que había hecho con Boutique Canali, etc., pero eran problemas que podían resolverse con el tiempo.

Ariadne decidió aceptar que, de momento, tenía que irse a casa. Manteniendo una actitud mansa, agachó la cabeza, tratando de pensar en una buena manera de vengarse de Rubina. La paciencia era una necesidad para los débiles. Habiendo empezado como una de las más débiles y sobrevivido hasta este punto, Ariadne estaba equipada con una mayor reserva de paciencia que la mayoría. Fue Alfonso quien estalló de ira.

—¡Cómo te atreves! —un príncipe que nunca levantaba la voz gritaba furioso al guardia—. ¿Cómo se atreve alguien como la duquesa Rubina a interferir en mi acompañante?

Estaba realmente enfadado. Podía soportarlo si alguien decidía atacarle. Siempre eran los perros más pequeños los que ladraban más fuerte. Al haber nacido como un príncipe al que nunca le faltaba de nada, no era vulnerable a la ansiedad de los demás. La suya era una posición que no se podía dañar. No necesitaba mostrar ira ni tomar represalias. Pero Ariadne era diferente. Un ataque contra ella no era algo que pudiera pasar por alto.

—Soy el único hijo legítimo del Rey. Tengo derecho a ir a donde me plazca, salvo a los aposentos del Rey y de la Reina. ¡Por la ley real, mi pareja tiene derecho a ir donde yo pueda!

El guardia no pudo hacer otra cosa que agachar la cabeza, ante la ira abrumadora de un príncipe conocido por su dulzura.

—Perdóneme, Su Alteza. Por favor, perdóneme —se inclinó una y otra vez—. Simplemente estoy transmitiendo lo que me ordenaron.

Era difícil esperar que un simple guardia desobedeciera a Rubina y dejara entrar a la condesa. No era una libertad que alguien de su posición pudiera tomarse.

—¿Cómo me atrevería a desobedecer órdenes?

Pero su bajo rango significaba que tenía una escapatoria. Un individuo de bajo rango necesitaba obedecer a varios superiores. Alfonso le miró a los ojos, hablando por instinto más que por un plan calculado. El hombre tampoco podía desobedecer al príncipe Alfonso.

—Ve a decírselo a esa mujer —dijo, con los ojos brillantes. No tenía intención de montar una escena, y mucho menos de irse a casa con el rabo entre las piernas. Al fin y al cabo, ésta era su casa. Rubina era la invitada no deseada que había echado a su madre y se había instalado en su casa, no él, que era el único príncipe del reino—. Dile que me abrí paso y que no pudiste detenerme.

El hombre levantó la cabeza sorprendido. Debería haberse enfadado, ya que le acababan de decir que el príncipe iba a ignorarle, pero en lugar de eso se mostró agradecido. Básicamente, el príncipe le había dicho que se haría responsable de lo que ocurriera a continuación.

—¡Su Alteza! ¡No tengo palabras para agradecérselo!

El príncipe Alfonso era la única persona que se preocupaba por los humildes en el Palacio Carlo. Esto era diferente de poseer un sentido de igualdad. Como superior en rango, había asumido el riesgo en lugar de relegárselo a otros. Era el tipo de liderazgo que se había extinguido en el Palacio Carlo. 

‘No te metas en esto. Yo mismo me encargaré de los asuntos difíciles’, decía.

Sin embargo, Alfonso no lo había hecho desde ningún proceso de pensamiento concreto. Llevaba toda la vida en una posición de influencia y su instinto le guiaba a actuar así.

—Basta. Hazte a un lado —dijo el príncipe.

—¡S-sí, Su Alteza!

No sólo este guardia estaba conmovido. Incluso Ariadne lo miraba, impresionada.

‘Alfonso…’

En el incidente con la duquesa Mireiyu, Alfonso no había hecho más que retorcerse, ya que no había podía salvar ni a Elco ni a Ariadne. La elección la hizo por él Elco, que se ofreció voluntario.

Ariadne tampoco había querido atormentar al débil Alfonso. Había querido proteger al Alfonso de buen corazón y hermoso, pero débil, el hombre contra el que había pecado y al que había prestado juramento de fidelidad.

Ahora era un hombre completamente distinto, y su juicio parecía impecable. Si León III hubiera hecho esto, ella aún le habría pedido volver a casa. Pero si la duquesa Rubina lo había hecho por su cuenta, la decisión de Alfonso era correcta.

—¡Gracias! ¡Gracias!

El guardia se hizo a un lado, sin dejar de inclinarse profundamente y con cierta torpeza. Cualquier persona corriente con algún status del palacio se habría sentido ofendida al ser detenida y se habría preguntado cómo vengarse de aquel guardia. El hecho de que Alfonso hubiera dado salida al hombre sin echárselo en cara era casi un milagro de generosidad en el Palacio Carlo.

‘¿Por qué no pensé en esto?’

Cuanto más lo pensaba, más correcto le parecía. Nadie había resultado herido, habían conseguido lo que querían e incluso el guardia estaba contento. Rubina sin duda había pretendido humillarla, nada más. Realmente no habría esperado que un simple guardia fuera capaz de interponerse en el camino del príncipe Alfonso.

‘¿Así que la sumisión tranquila no siempre es la mejor solución?’

Sintió como si acabara de comprender un uso del poder que no había conocido antes. El guardia estaba a punto de ordenar a los demás que se apartaran cuando la aguda voz de una mujer de mediana edad sonó en la puerta.

—¿Te ordené que los dejaras pasar?

Era una furiosa duquesa Rubina, que había venido a ver un espectáculo entretenido sólo para presenciar con todo lujo de detalles cómo un humilde guardia desobedecía sus órdenes.

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