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SLR – Capítulo 395

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 395: Una boda secreta

La muerte de Lariessa de Valois se mantuvo en absoluto secreto. El Papa, sintiéndose muy incómodo por el hecho de que ella había muerto en el momento en que entró bajo su custodia, se aseguró de que permaneciera así. El Papa Ludovico ni siquiera le dijo al Cardenal de Mare de su muerte, sabiendo exactamente lo que pasaría si lo hacía.

—Su Santidad, tendremos que declarar su muerte en algún momento.

—Declara cuando me haya ido que un día la encontraste muerta.

—Pensarán que lo hice yo, entonces.

—¿Y a mí qué me importa?

El pequeño y disgustado de Mare se escabulliría como una rata y le diría a todo el mundo que Lariessa de Valois ya estaba muerta. Probablemente tampoco quería una carta de queja de Filippo IV.

—Ugh. Odio la idea.

El Papa frunció el ceño al pensar en Filippo IV esbozando su desagradable sonrisa y preguntándose cuál sería la mejor manera de aprovecharse de la situación. Su cuerpo se debilitaba a medida que se acercaba a la muerte, y el pensamiento le llenaba de estrés.

‘Pero espera. Si no viene a mí, irá a de Mare. Si le debe mucho a los galos, ¿no dificultará otra guerra santa?’

El Papa se frotó la barba, pensativo. Lo correcto, en realidad, sería que asumiera la culpa antes de morir. Después de todo, no iba a vivir mucho tiempo. Y la gente no podría quejarse de él después de muerto. Siempre era mejor culpar a una persona muerta que a una viva, pero el Papa Ludovico no era alguien que perdonara los errores del pasado tan fácilmente.

‘¿Qué demonios, ha dicho de que soy impotente?’

Expulsó aire por la nariz.

‘¡Resuelve esto por tu cuenta, de Mare!

Te lo dejo a ti porque sé que eres capaz, no porque me moleste. Puedo jurarlo.’

* * *

Tras el incidente, Manfredi empezó a mirar el calendario todos los días. Esperaba con impaciencia el día en que partirían hacia San Carlo.

—¿Por qué estamos alargando las cosas? ¡Ya hemos terminado aquí! ¡Volvamos a casa inmediatamente!

Pero el príncipe Alfonso tenía algo muy importante que hacer antes de regresar al reino etrusco: una boda secreta con Ariadne. Planeaba llevar a cabo tanto la boda como el acuerdo matrimonial antes de regresar a casa. Era obvio que León III no le dejaría en paz a su regreso.

Cuando se enterase de la sugerencia del Gran Duque Eudes había hecho respecto al trono de Gallico, seguro que se quejaría y diría que Alfonso era un idiota por negarse. El Rey que había estado a punto de vender a un sucesor por pólvora, nada menos, era más que capaz de ello.

De hecho, sería un alivio que se detuviera ahí. León III sólo era creativo cuando perdía una buena oportunidad de compensar sus pérdidas, si es que éstas podían considerarse pérdidas, ya que nunca había tenido nada a su alcance. Alfonso tenía que asegurarse de que el rey no pudiera anular su relación con Ariadne por mucho que lo intentara.

—Ari, celebremos una boda aquí antes de irnos —susurró al oído de Ariadne, que estaba tumbada en diagonal sobre la cama—. Entraremos en San Carlo como una pareja casada ante el Padre Celestial.

Su pesado cuerpo la oprimía suavemente. Ariadne había estado en un sueño ligero, una fina sábana era la única protección alrededor de su cuerpo. Se giró sobre la cama.

—Mmm.

Al ver que ella no hablaba, Alfonso cambió de táctica y empezó a besarla de los pies para arriba.

—Contéstame. Sé que no estás durmiendo.

El sonido de un fuerte beso llenó la habitación. Ella no reaccionó, así que él volvió a hacerlo. Durante mucho tiempo, los únicos sonidos audibles fueron sus besos y el crujido de las sábanas. Ella no dijo nada, ni siquiera cuando él se acercó a sus espinillas. Ariadne se contuvo cuando él besó sus redondas rodillas con sumo cuidado. Pero cuando él subió más allá de las rodillas y se dirigió hacia sus muslos, ella ya no pudo más.

—¡Muy bien! ¡Me rindo! Me rindo! —dijo, sentándose con la sábana cubriéndola—. ¡Ay!

Luego se desplomó, agarrándose el vientre. Era el efecto secundario de las apasionadas actividades de la noche anterior. Le dolía toda la parte inferior del cuerpo. No podía mover ni un dedo del pie. No había manera de que pudieran ir a por otra ronda.

—Bueno, te dije que estuvieras quieta —dijo Alfonso con una sonrisa refrescante. Ariadne le dirigió una mirada profundamente agraviada, y él le devolvió la mirada con unos ojos azul grisáceos llenos de alegría—. Has oído lo que te he dicho, ¿verdad?

Su mano empezó a deslizarse bajo las sábanas, obviamente dispuesto a hacerlo de nuevo. Ella se apresuró a detenerlo.

—He escuchado todos después de entrar en San Carlo como pareja.

Alfonso le besó los labios, la barbilla y las mejillas con cariño mientras ella se incorporaba, con la cara ligeramente hinchada. Ella gimió en voz baja.

—Mmm.

El cansancio y el placer formaban una extraña especie de equilibrio en su interior. Le gustaba demasiado como para apartarlo con activamente, pero era demasiado embarazoso para ella como para disfrutarlo sin reparos. Mientras Ariadne estaba aturdida por el sueño matutino y la lluvia de besos, él la estrechó entre sus brazos y le susurró—: Casémonos aquí antes de volver —su voz era tranquila. Sus labios jugaron alrededor de su oreja y la besó suavemente entre palabras—. Debería darte una boda más grande, más oficial, con todos nuestros amigos y familiares invitados. Siento que tenga que ser así.

Aunque no era algo exigido por la Santa Sede para autorizar un matrimonio, las costumbres sociales exigían cierto requisito para que un matrimonio fuera válido: el permiso de los padres de ambas partes, o más bien el del cabeza de cada familia.

Sin esto, la mayoría de los clérigos se negaban a seguir adelante con una boda. Incluso si de algún modo se firmaba un acuerdo matrimonial, los padres solían anular la boda, agarrando a sus respectivos hijos por el pelo. La Iglesia tendía a ajustarse moderadamente a las costumbres sociales, pero Alfonso no tenía intención de mantener esas cosas. Alguna vez había sido el Príncipe modelo, pero ya había experimentado lo conveniente que podía ser actuar primero y preocuparse después.

Todo había salido como él quería cuando afirmó que estaba casado, sin tener en cuenta el permiso del Rey. Ningún anciano se acercó a él tratando de empujar a sus hijas sobre él, y ninguna joven se aferró a él en un intento de seducirlo. Es más, León III no le había tocado.

Su caprichosa declaración de matrimonio no había sido del todo dulce, por supuesto. Había costado bastante trabajo -de hecho, mucho- arreglar las cosas después. Pero eso sólo había sido porque Alfonso no quería ese matrimonio. Si se trataba de un matrimonio de verdad del que no necesitaba echarse atrás, no había razón para que no lo hiciera.

—Cásate conmigo, Ari —repitió Alfonso.

Ella se rió. 

—Está bien —una vez había soñado con una gran boda en el Palacio Carlo, además de una coronación. Pero eso había sido poco más que una fantasía—. No hay razón para lamentarse.

También en esta vida había estado a punto de casarse en el Salón del Sol. Habría sido el matrimonio más grandioso que podría haber deseado, pero no tenía sentido hacer alarde del título sobre los nobles de alto rango y las figuras de la alta sociedad de San Carlo.

—Si puedo ser tu orgullosa esposa frente al Padre Celestial, eso es suficiente para mí.

Le gustaba mucho más jurar un futuro con Alfonso en alguna capilla sin nombre de Trevero que convertirse en la esposa de León III en el Salón del Sol o en la reina de Césare I en el Palacio Carlo, todo el edificio revestido de mármol blanco puro. Ella le miró con sus claros ojos verde oscuro.

En ese momento, Alfonso resolvió darle la ceremonia de investidura como esposa de príncipe más grandiosa de la historia, pero no lo dijo en voz alta. Se sentiría como si estuviera haciendo una promesa vacía. En lugar de eso, le agarró la mano con fuerza. Era muy cálida y le llenó de emociones que duraron mucho tiempo.

* * *

Y así, Alfonso de Carlo y Ariadne de Mare se encontraban ahora en una pequeña y anodina capilla de Trevero.

La voz de un joven sacerdote resonó en el aire.

—Estamos hoy aquí para informar al Padre Celestial del nacimiento de una nueva pareja y recibir su bendición.

Rafael de Baltazar, que había sido ordenado sacerdote, casaba ahora a la mujer que una vez había amado con su mejor amigo. Miró a la tímida novia y al novio. La boda no fue lujosa, como correspondería al sucesor de un rey y su esposa. Simplemente se habían puesto las ropas más bonitas y limpias que habían traído para sus viajes.

Alfonso llevaba jubón y un montón de blanco puro, con una capa marrón sobre los hombros. Ariadne vestía un pulcro traje crema y sólo llevaba unos adornos de topacio transparente. Sin embargo, las sonrisas en sus rostros eran bastante reales, y la emoción y el amor goteaban de sus ojos mientras se miraban.

—¿Estás aquí por tu propia voluntad? —dijo Rafael, haciendo su primera pregunta. Era una vieja costumbre de la Santa Sede. Había una razón por la que las tradiciones antiguas se mantenían. Era una pregunta que evitaba cualquier discusión desagradable acerca de que este no era un matrimonio real desde el principio.

—Sí —dijo Alfonso con tono grave. Su voz transmitía seguridad.

—¿Y la novia?

Ariadne respondió con voz clara.

—Sí.

Rafael dio un leve suspiro de decepción. Se sorprendió a sí mismo. ¿Había esperado que alguien se colara, gritando que la boda no podía continuar? ¿O esperaba que uno de ellos se negara y se marchara? Eran esperanzas absurdas. La boda tenía que continuar. Rafael se aclaró la garganta y habló en tono sonoro.

—Estamos hoy aquí ante el Padre Celestial para jurar a esta pareja en matrimonio eterno.

Por las ventanas abiertas de la capilla, decorada con flores silvestres y plantas verdes, entraba un sol deslumbrante. La novia bajó ligeramente la cabeza, quizá porque la luz le resultaba demasiado intensa. El resultado fue un moño abundante y un cuello largo y blanco. Sólo llevaba bouvardias en el pelo.

N/T bouvardias: Bouvardia longiflora, comúnmente conocida como flor de San Juan, es una especie de planta de la familia de las rubiáceas, nativa de Norteamérica. Las he encontrado en muchos colores, pero estoy segura de que Ariadne usó esta variante blanca. Al fin la imagen del capítulo confirmó lo que ya notaba. 

Rafael trató de mantener la vista en el papel que tenía entre las manos. Ella no era alguien a quien le permitiera mantener en su punto de mira por más tiempo. Tenía que dejarla marchar. Había más de diez razones para hacerlo, y él era más que capaz de hacerlo. Rafael alzó la voz.

—Al convertiros en uno, prometeréis no ceder ante ninguna dificultad o desafío, ayudándoos y animándoos mutuamente.

El Alfonso de siempre se habría burlado de Rafael, preguntándole qué sabía un clérigo sobre la convivencia. Pero hoy no. Hoy Rafael no era un amigo, sino el abad Baltazar, y Alfonso inclinó la cabeza respetuosamente.

—Compartiréis todas las cosas de la vida, sin secretos, sean felices o tristes.

Rodeada por el intenso aroma de las bouvardias, se preguntó por un momento si su pasado estaba incluido en esta categoría, cosas como viajar en el tiempo, por ejemplo. Rafael no le dio a Ariadne mucho tiempo para perder en pensamientos ociosos. Inmediatamente le preguntó a Alfonso—: ¿Tomarás a esta mujer como esposa, para amarla y respetarla siempre?

—¡Sí! —respondió Alfonso en voz alta, con alegría y júbilo evidentes en su tono. Automáticamente una sonrisa se dibujó también en su rostro. Esta vez Rafael le habló a Ariadne en un tono más suave.

—¿Y la novia?

Ariadne levantó la vista hacia él, agitando el ramo de bouvardias que llevaba en la mano. Las flores eran sencillas y sin artificio, pero desprendían un aroma increíble. Eran como Ariadne.

Habló en tono firme—: Sí.

El acuerdo entre ellos era inquebrantable. Se amaban. Rafael rió en voz baja y miró a Alfonso. Era el momento de la declaración.

—El novio puede ahora dar su voto matrimonial.

Un silencio tenso llenó la silenciosa capilla.

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