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SLR – Capítulo 442

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 442: La pelea de gatas

El destino al que Clemente condujo su carruaje a una velocidad vertiginosa era la mansión Bartolini, su propia casa. Una vez allí, irrumpió directamente en la parte menos hogareña de toda la casa: el anexo donde vivía Isabella. Allí se encontró con la situación que más temía.

—...sabella, mi pobre Isabella —decía una voz familiar en un susurro cariñoso.

‘¡DiPascale...!’

Clemente aguantó la respiración y se escondió detrás de una puerta mal cerrada. Su preocupación de que las viejas bisagras crujieran y delataran su posición se evaporó con el golpe de oír sus susurros.

—Tu marido... tan desalmado... ¿cómo pudo huir solo y dejar atrás a su bella esposa?

El conde DiPascale, el hombre de los sueños de Clemente, estaba en su casa alabando a Isabella e insultando a su hermano menor. La voz del conde fue subiendo de tono y la ira de Clemente aumentó en paralelo.

—¡No puedo creer que te haya hecho eso, mi pobre ángel! ¡Mi amada Isabella!

Si él la hubiera llamado “mi amada Clemente” ella no habría deseado nada nunca más. Su enfado con el anciano que la poseía injustamente habría sonado como un canto del cielo. Sin embargo, allí estaba él, susurrándole a su cuñada, el ser humano más repulsivo del mundo, las mismas cosas que ella había deseado que le dijera.

—Oh, Andreas —respondió la voz de Isabella, parecida a la de un ruiseñor. Era el tono cadencioso que solo empleaba con los hombres.

Un sentimiento nauseabundo surgió de algún lugar profundo dentro de Clemente, y entonces DiPascale la acuchilló donde más le dolía. 

—Huye conmigo, Isabella.

 ‘¡Uf!’ 

Se agarró el abdomen. Esa había sido la oferta que ella le había hecho. Él había sido lo suficientemente despiadado como para rechazarla, pero ahora le suplicaba lo mismo a Isabella. Se sintió físicamente enferma y las lágrimas brotaron de sus ojos.

Pero... Isabella no respondió. Clemente detectó un extraño tipo de burla en su silencio, y sus instintos eran tremendamente acertados.

‘¿Lo dice en serio? ¿Quiere que nos muramos de hambre juntos?’

Isabella no tenía ningún deseo de huir con DiPascale. En su opinión, Andreas DiPascale se había salvado casándose con la persona adecuada. La condesa DiPascale pertenecía a una familia muy rica, y sólo gracias a su cuantiosa dote su marido podía mantener un estilo de vida envidiable en la capital. ¿Cómo pensaba valerse por sí mismo una vez que abandonara aquella gallina de los huevos de oro para huir con Isabella?

No obstante, ella lloró bonita y delicadamente por él. 

—No podemos, Andreas. Sería un pecado.

No es que nunca hubiera perdido la compostura con el conde DiPascale. Pero él se había mantenido alejado durante mucho tiempo después de eso y sólo se apresuró a venir hoy cuando escuchó la historia de su humillación. Sus instintos le decían que con este hombre, tenía que hacerse la tímida durante un tiempo para mantenerlo aferrado.

—No tengo valor —dijo en un susurro tembloroso hecho a medida para él.

Cayó en la trampa de su simpatía. No supo qué hacer cuando vio lágrimas en sus ojos; sintió ganas de llorar con ella. 

—Oh, Isabella, Isabella. Mientras estábamos separados, me di cuenta de que no podía vivir sin ti —se aferró a ella y le suplicó—: No necesito nada más. Voy a escaparme contigo. Tómame de la mano. Todo lo que tengo es tuyo.

‘¿Qué tienes?’ pensó Isabella. ‘La dote de tu esposa es lo único que te has asegurado.’

Clemente tenía el mejor asiento de la casa para ver esta escena de amor desquiciado entre el antiguo amante por el que aún sentía algo y su cuñada, la persona que menos le gustaba de todos los tiempos. La tensión le subió tanto que amenazó con romperle el cráneo.

Y justo en ese momento, Isabella lanzó una declaración que nunca olvidaría. 

—Andreas, eres demasiado bueno para mí. Perteneces a una mejor mujer.

‘¡Uf! Eso es exactamente lo que me dijo DiPascale.’

—Vuelve con la Condesa DiPascale. Te lo mereces.

La mente de Clemente, que había estado con bastantes hombres, tradujo esto así en su mente: ‘No eres nada, un insignificante hombrecillo que no afecta a mi amor propio. Yo también puedo adular a tu mujer sin pensármelo dos veces, así que, por favor, toma mis dulces palabras y vete.’

En algún momento, había empezado a temblar con los puños fuertemente apretados. Andreas DiPascale, con quien había querido arriesgarlo todo para estar con él, se estaba esclavizando por Isabella de Mare, a quien odiaba con pasión. E Isabella desechaba la devoción que brotaba de su alma como si fuera la suela de un zapato viejo. La diferencia de poder era demasiado clara.

Clemente no podía aceptarlo en absoluto; ella misma había descubierto el sentido de la vida a través de una apasionada relación amorosa. Al principio no se dio cuenta de que había tensado todo el cuerpo; cuando lo hizo, ya había perdido el equilibrio y estaba cayendo contra la puerta en la que se había apoyado.

Clemente no podía aceptarlo en absoluto; ella misma había descubierto el sentido de la vida a través de una apasionada relación amorosa. Al principio no se dio cuenta de que había tensado todo el cuerpo; cuando lo hizo, ya había perdido el equilibrio y estaba cayendo contra la puerta en la que se había apoyado.

¡Clunk! Las viejas puertas de roble se abrieron de par en par a ambos lados.

¡Crash! La condesa Clemente de Bartolini cayó de espaldas sobre el estrecho suelo de su anexo de la forma más indecorosa.

SLR – Capítulo 442-1

Por suerte, la mayor humillación de su vida no fue presenciada de inmediato. El apuesto Andreas DiPascale y la bella Isabella de Contarini estaban demasiado ocupados peleándose como para mirar al suelo. Sólo después del fuerte ruido se percataron de la presencia de Clemente y de su caída.

Isabella fue la primera en darse cuenta porque sus ojos se habían desviado incluso mientras ella y Andreas se besaban.

—¿Qué...?

Mientras tanto, el conde DiPascale había estado absorto en el beso, entregándose a él con todas sus fuerzas. Tardó un poco más en darse cuenta.

—¡¿Qué?!

Una vez que lo hizo, sin embargo, fue tan rápido como un rayo. Su rostro se tornó blanco; soltó a Isabella, retrocedió furtivamente unos pasos y luego giró y echó a correr como si estuviera ardiendo.

—¿Andreas? —gritó Isabella, nerviosa—. ¿Andreas? ¡Eh, tú!

Pero no se volvió, y las dos mujeres le dejaron huir. Isabella no tenía ninguna motivación para perseguirlo; de todos modos, había tenido la intención de apaciguarlo y sacarlo de allí. Clemente tampoco insistió en perseguirle, no cuando tenía delante a una presa tan jugosa como Isabella.

Abrió la boca y dijo con voz temblorosa—: Tú... tu matrimonio ha llegado a un punto sin retorno donde las únicas personas en las que puedes confiar son tu familia de origen… —tenía los ojos inyectados en sangre y los nudillos blancos—. Tu padre está arruinado, y la vida de tu hermano ha terminado. En otras palabras, no pueden darte dinero ni ayudarte. ¿Entiendes, o no, que tienes que hacer todo lo posible por tratarme bien?

Las personas que habían compartido sus secretos más sucios también podían ser más sinceras entre sí que con cualquier otra persona. Clemente, cuyas palabras eran siempre bellas y refinadas, hizo el equivalente verbal de abofetear a Isabella con un pescado crudo. 

—¡Puedo oír a la gente hablando de tu mala fama! Mueves tu trasero por todas partes y vas por ahí deshonrando a la familia.

Pero Isabella no era un blanco fácil. Podía ser igual de franca a cambio. 

—¡Oh, Clemente! ¿Por eso me has echado hoy del baile, porque he deshonrado a la familia? Gracias a ti, nadie de la familia Contarini puede entrar en palacio. Vaya, ¿quién deshonra a la familia ahora?

Más o menos había deducido que lo que le había ocurrido antes había sido obra de Clemente. También sabía por qué su cuñada se comportaba de forma tan infantil.

—Ohh, ya veo, todo esto es por Andreas —sus labios se curvaron en una sonrisa triunfal—. No sabía que era tu amante. Quiero decir, no tenías exactamente un derecho legítimo sobre él. Además, ¿cómo iba a saber que sentías algo tan sincero por él? —empezó a enfadarse poco a poco a medida que iba clavando sus indirectas—. ¿Y tú hablas de deshonra? ¿Quién te crees que eres para darme lecciones? ¿Eh?

No era la única que estaba enfadada. Clemente había montado en cólera tras el horrible espectáculo que había visto y la vergüenza que había pasado delante de su hombre. Su rugido resonó en el salón. 

—¡Hace unos minutos estabas enredada con Andreas como un pulpo! ¡Sucia p*ta!

Eso hizo que Isabella se girara para mirar como si estuviera contemplando algo absurdo. 

—¿P*ta sucia? —se agachó para mirar de cerca a Clemente, que seguía en el suelo—. ¿De verdad me estás insultando por un beso? Dios mío, no tienes conciencia, ¿verdad? Escucha, mi querida cuñada...

Una sonrisa hermosa pero cruel, como la de un demonio, apareció en su semblante. 

—Con una cara así, no me extraña que aprecies y recuerdes a todos los hombres con los que has hecho algo. Yo, en cambio, tengo tantos hombres intentando cortejarme que, sinceramente, ni siquiera recuerdo todos sus nombres.

Las palabras que brotaban de los bonitos labios de Isabella estaban llenas de burla, todo lo contrario de la suavidad con la que había hablado al conde DiPascale. 

—Pero esto... como pensaba, debes estar llena de añoranza por los hombres de tu pasado porque no tienes el afecto de nadie. Sigues temblando por él porque no puedes olvidarlo.

—¡Eh! —Clemente estaba abrumado por la furia—. Te comes mi comida y mendigas migajas de mi mesa. ¡¿Cómo te atreves?!

Isabella no se echó atrás. 

—Discúlpame, pero sólo tienes esa comida porque mantuve la boca cerrada —dijo, sacando a relucir un incidente muy antiguo: el pecado original de Clemente—. Imagínate si no lo hubiera hecho. No estarías en la mansión del conde Bartolini, sino en un convento en medio de la nada. ¡Ya lo sabes! ¿Quién está en deuda con quién?

El incidente con el marqués Campa en el baile de máscaras del palacio Carlo había desencadenado el desmoronamiento del prometedor futuro de Isabella. No pudo reprimir su ira; aunque Clemente y ella casi se gritaban, nadie había acudido al rescate. Eso hablaba de la posición que ocupaba en esta casa.

Su indignación fue en aumento. 

—Seamos sinceras. El duque Césare rompió nuestro compromiso porque yo asumí la culpa por el asunto del marqués Campa. Sólo gracias a mi sacrificio no te falta de nada.

El resentimiento le hacía confundir imaginación y realidad. Nunca había estado comprometida con el duque Césare, pero en su cabeza, tanto su compromiso como el final de él con su hermana le pertenecían. Y en este mundo de fantasía, esa relación había terminado porque ella había encubierto el comportamiento inmoral de Clemente “por lealtad”.

Clemente, sin embargo, sonrió burlonamente. 

—¿Comes y duermes bien en mi casa?

Había tantas cosas que quería decir. La familia del conde Contarini apenas tenía dinero para llevar un estilo de vida lujoso en la capital; por eso habían dado a su hija mayor al anciano conde Bartolini como segunda esposa. Habían dicho que lo hacían porque los Bartolini eran una familia prestigiosa y el conde era una persona de gran carácter, pero la verdadera razón había sido que habían conseguido un precio por la novia en lugar de pagar una dote, a pesar de que su hija se casaba en una casa noble.

El conde Contarini había invertido en Ottavio todo el dinero que había adquirido con la venta de Clemente. Ottavio había recibido todas las oportunidades posibles, tanto en términos de educación como de contactos. La obra maestra creada por el conde estaba a punto de fructificar con el matrimonio con la hija del acaudalado barón Castiglione, pero Isabella se coló en su vida y lo arruinó todo.

—¡Todo te sale gratis!

Clemente había sacrificado toda su vida para poder seguir viviendo en la alta sociedad, mientras que Isabella había conseguido lo mismo sin ningún esfuerzo a pesar de no ser lo suficientemente buena para ello. Invitaciones a palacio, el título de condesa... ella no se merecía nada de eso. Era injusto.

—En serio, piénsalo. Vivo con un marido viejo que tiene disfunción eréctil. Ni siquiera puedo tener hijos porque él no puede cumplir con sus obligaciones. ¿No es de extrañar que busque en otra parte, cierto? 

DiPascale solía tratar a todo el mundo igual de mal y, sin embargo, era tan devoto de Isabella. ¡Eso también era completamente injusto! 

—¡Pero tú tienes un marido joven! ¡Tienes un hijo! ¡No deberías buscar en otra parte! ¡No deberías tratarme así!

Isabella resopló ante los gritos de Clemente. 

—Eso es porque... —dijo con pertinacia, sus ojos púrpura desprovistos de calidez— cariño, el mejor partido para una cara como la tuya era un viejo con disfunción eréctil. Vivía en un mundo escalonado que se dividía meticulosamente por clases, y el hecho de que ella no estuviera en el escalón más alto la hizo estallar de ira. 

—Es lo mismo para mí y Ottavio, ¿de acuerdo? No es suficiente. Estoy muy muy insatisfecha —de repente soltó un grito explosivo—: ¡Para mí, no hay diferencia entre el Conde Bartolini y el Conde Contarini! Si Bartolini es un 3 sobre 100, el oh-tan-gran Contarini es sólo un 7. ¡Lo que yo quiero es un 98 sobre 100!

—Pedazo de basura. Ni siquiera eres humana —espetó Clemente, conmocionada.

Isabella se rió del epíteto. 

—Oh, así que puedes decir eso sin vacilar. Creía que no eras capaz de hacerlo —mostró los dientes blancos en una sonrisa más amplia—. Deberías haber mostrado esta faceta tuya desde el principio; entonces quizá DiPascale te habría dado un beso.

Ella continuó mofándose, una y otra vez.

—Dijo que no quería juntar los labios contigo por si tu tartamudez y estupidez eran contagiosas. 

Muach.

El rostro de Clemente se arrugó en una expresión horrible sobre la escena de los labios fruncidos de Isabella fingiendo un beso, pero se calmó en un instante para dar paso a la tranquilidad total. Fue en ese momento cuando Isabella se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.

Clemente se dio la vuelta bruscamente.

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