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SLR – Capítulo 376


 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 376: Cada parte de ti es mía 

Un gigantesco caballo blanco surgió entre la maleza. El jinete miraba a Ariadne con los ojos inyectados en sangre. Era Alfonso, que había cabalgado por el bosque.

—¿Quién dice que es el final?

Sorprendida por su repentina aparición, tiró de las riendas, haciendo que su caballo diera un paso atrás.

—¿Cómo... cómo me encontraste?

—Sabes, conozco el interior de tu mente… —dijo pasándose una mano por el pelo rubio y sudoroso— como la palma de mi mano.

Se trataba de un estrecho camino que conducía hacia la muralla de Trevero. Allí, una pequeña puerta lateral daba al coto de caza del Papa y era la única puerta de Trevero que se abría por la noche. El coto de caza del Papa era un hermoso y espeso bosque artificial salpicado de cabañas de cazadores.

Alfonso suspiró aliviado al encontrarla. Decidiendo que no podía ir a la frontera con las manos vacías, había enviado a sus hombres en todas direcciones y había venido él mismo a este lugar. Por un momento se había preguntado si habría ido al Palacio Delice, donde estaba el cardenal, pero ésta había resultado ser la respuesta.

Alfonso se acercó un paso y le tendió la mano.

—Por favor, no pienses estupideces. Vuelve conmigo. No dejaré que te conviertas en una amante.

Ariadne retrocedió aún más, en lugar de escucharle.

—Ese es precisamente el problema.

—¿Qué quieres decir con eso?

Ariadne repitió—: El problema es que no me harás tu amante y rechazarás esa oferta —le temblaba la voz—. ¿Cómo puedes estar seguro de que no te arrepentirás?

—¿Qué? —preguntó Alfonso, atónito. Sin embargo, Ariadne hablaba en serio.

—Dentro de 10 años, cuando la falta de poder del reino te obligue a agachar la cabeza y suplicar ayuda a otra persona, ¿podrás de verdad evitar mirarme y pensar: “El futuro de Etrusco habría sido diferente si no la hubiera elegido entonces.

Su rostro estaba lleno de miedo.

—¡Si no hubiera sido por ti, si no hubieras existido, la bella Isabella habría sido mi esposa!

—Si hubieras tenido un poco más de estatus, los nobles de la capital se habrían puesto de mi lado.

—Qué pena que no seas un hijo varón.

—Eres un estorbo por el mero hecho de existir.

Las voces de Césare, el cardenal y Lucrecia se mezclaron hasta que no pudo distinguir quién era quién mientras resonaban en sus oídos. Todos le decían que les había afectado negativamente de algún modo por razones inevitables, por el simple hecho de existir y ser ella.

—Si no hubiera sido por ti. Si no hubieras existido.

A Ariadne no le importaba no poder tener al hombre que deseaba. Su primera vida la había acostumbrado a rendirse y resignarse. En su segunda vida, sin embargo, había disfrutado de todo lo que podía desear.

Lo que había aprendido en ese proceso era que sus deseos no coincidían con los de los demás. Otra cosa que había aprendido era que no siempre le convenía que sus deseos se hicieran realidad: por ejemplo, conseguir el amor de Césare.

Sin embargo, lo que aún no había podido conciliar en su interior era el hecho de que sus seres queridos la resintieran por haberles traído la desgracia. Si quería la felicidad absoluta para la persona a la que amaba, y ella era su única mancha, ¿qué otra opción le quedaba aparte de marcharse? Alfonso la llamó por su nombre en voz baja.

—Ari.

—Algún día te arrepentirás.

—Ariadne.

No pudo contenerse y siguió hablando como una posesa. Las lágrimas habían brotado sin que se diera cuenta, humedeciéndole los ojos.

—Te darás cuenta de lo que dejaste al borde del camino. Y entonces me lo echarás en cara. Antes de que eso ocurra...

—¡Ariadne de Mare! —la voz alzada de Alfonso la interrumpió—. ¿Por qué siempre huyes? —gritó golpeándose el pecho—. ¡Nunca he dejado de ser sincero contigo!

Ariadne se quedó paralizada, con los ojos muy abiertos.

‘¿Yo? ¿Yo soy la que huye?’

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Alfonso en tono ardiente Los ojos verdes de Ariadne vacilaron ansiosos. 

—Yo... yo...

Nunca había huido. Siempre había considerado que iba un paso por delante, preparando sus opciones de antemano. ‘Pero entonces…’

—¡Siempre estás tomando decisiones sola, pensando mucho antes que los demás y preocupándote por cosas que ni siquiera han ocurrido, cosas que quizá nunca ocurran! —la voz de Alfonso sonaba como sacada de lo más profundo de su alma—. Si estás tan preocupada y nerviosa, ¡dímelo! ¡No salgas corriendo! Por favor. Cógeme de la mano. No la sueltes. No me abandones —Alfonso escupió las palabras como si fueran sangre—. ¿Tan difícil te resulta confiar en mí?

Ariadne parpadeó. La pregunta no le sentaba nada bien. Era una cabeza más alto que los demás, y su cuerpo era lo bastante grande como para contener la mitad entera de otro hombre. El brazo que golpeaba el pecho de Alfonso era casi del tamaño de su muslo.

Tampoco se trataba simplemente de su aspecto. Alfonso era la confianza personificada, el icono de la victoria y el señor que se preocupaba por quienes le servían. Y, sobre todo, había cumplido todas las promesas que le había hecho.

Ese pensamiento la hizo reír. Su presencia le estaba llevando al borde del abismo, a situaciones en las que no merecía estar. Quizá hubiera alguien que cuidara mejor de Alfonso. ‘Alguien que recompensara su confianza con una confianza infinita…’

—No es que no confíe en ti.

Al oír esto, Alfonso pateó el costado del caballo. Este caballo, que había pasado por muchos campos de batalla con su amo, ejecutó un largo salto hacia delante. Alfonso estuvo a su lado en un instante, la agarró por la cintura y la subió a su caballo. Sin mediar palabra, le tapó la boca con sus gruesos labios.

—¡Mmmf! ¡Mff!

Ariadne forcejeó, golpeándole el pecho. En circunstancias normales, se habría detenido al menor signo de incomodidad. Ahora mismo, sin embargo, era completamente implacable. Su calor llegó hasta lo más profundo de su boca, explorando profundamente entre sus labios. Luego chupó hasta la última gota.

—Haaaa…

SLR – Capítulo 376-1

Tras el rudo beso, Ariadne recuperó el aliento con dificultad. Alfonso, en cambio, no se inmutó lo más mínimo. La miró fijamente a la cara con ojos azul grisáceos inyectados en sangre.

—No confías en mí en absoluto —Ariadne lo miró sorprendida, levantando el rostro hacia él. Sus miradas se cruzaron y él murmuró fríamente—: Eres una cobarde.

Luego volvió a besarla, esta vez con más suavidad. Alfonso le pasó la lengua por los labios, por la suave carne del interior de la boca, por los dientes. Sentía cada una de sus respiraciones. Ariadne, sin embargo, sintió que este beso era diferente a los demás. No se trataba de conocer más profundamente a la mujer amada, sino del gozo de acercarse. Parecía decidido. Se movía como un oficial que inspecciona un territorio en busca de obstáculos antes de que un ejército lo conquiste. Ariadne intentó empujarle el pecho, pero él no cedió. Respiraba entrecortadamente.

Sin embargo, independientemente de la sensación transmitida por el beso, su calor era insistente y dulce mientras le hacía cosquillas en cada parte de la boca. Sintió que la fuerza abandonaba sus piernas cuando Alfonso lamió el mismo lugar por tercera vez. Renunció a resistirse o a pensar. Ariadne quería que siguiera un poco más, un poco más.

—Uhmmm…

Gimió. Pero en cuanto lo pensó, Alfonso se apartó inmediatamente. Un largo y pegajoso hilo de saliva se extendió entre ellos. Le susurró antes de que ella pudiera hablar.

—Mírame a los ojos.

Ella hizo lo que él le ordenó, como hipnotizada. Levantó la cabeza como él le había sugerido, mirándole a la cara. Sus ojos azules y grises, siempre tranquilos, ondulaban peligrosamente como un mar nocturno en tempestad.

—He apostado todo lo que tengo por ti.

Su voz era muy tranquila, pero eso sólo hacía que sonara más aterrador. Había dejado de lado el trono, el reino e incluso a su pueblo para poder estar con ella. Ella era la primera en la lista de sus responsabilidades. En realidad, no le importaba lo que sucediera con el resto, pero sin ella, no podía seguir viviendo.

Le susurró al oído—: Tendrás que hacer lo mismo por mí... a partir de hoy en adelante.

Había decidido que Ariadne sería suya esta noche. No podría huir a ninguna parte con sus bonitas piernas, a ningún lugar del continente, ni siquiera a la tierra de los herejes. Cada trozo de su carne, cada uña y cada gota de su sangre, incluso, serían suyas a partir de hoy.

—No puedes huir.

Ariadne no estaba segura de haberle entendido bien. Los besos le daban vueltas a la cabeza. Lo miró con los ojos ligeramente desorbitados, y él le apretó la cintura con el brazo sin importarle si había entendido.

—¡Oh!

Se inclinó hacia él y sintió su olor varonil en las fosas nasales. Olía a sudor, un poco de madera y un aroma dulce que no podía identificar. Tenía el torso pegado al cuerpo de él y podía sentir sus músculos y su calor con cada parte de su cuerpo. Intentó apartar las nalgas, avergonzada, pero Alfonso agarraba las riendas con una mano y no parecía dispuesto a soltarla.

Volvió a apretar, su agarre forzando sus brazos de acero, y susurró—: Cuidado, te vas a caer.

Ariadne se vio obligada a ceder una vez más a su fuerte abrazo. Empujada contra su duro pecho cada vez que intentaba apartarse, dio un ligero estremecimiento. Aquello tenía algo de humillante. No quería que descubriera que estaba tan excitada como él. Por suerte, ella estaba sentada hacia atrás en su caballo mientras él la sostenía en sus brazos. O tal vez duró un buen rato, y ella simplemente no se dio cuenta.

El caballo blanco galopó a toda velocidad, llegando finalmente al Palacio Delice. Era de noche y, con los caballeros dispersos, reinaba el silencio salvo por el piar de los insectos. Saltó del caballo con Ariadne en brazos, sin decir palabra. Ella cerró los ojos. Él avanzó enérgicamente. Cuando abrió los ojos, estaba en el dormitorio de Alfonso.

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