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SLR – Capítulo 423

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 423: Un deseo secreto

Ariadne salió de la capilla de San Ercole, dejando atrás al rey y a su “cuñada”. Subió a un carruaje con la ayuda de Alfonso. Se sentó en la parte trasera mientras se dirigía a la mansión de Mare, contando las fechas. Alfonso le habló, dándose cuenta de que estaba sumida en sus pensamientos.

—¿En qué estás pensando?

—Me pregunto cuánto falta para que termine el cónclave.

El cónclave, en el que se elegía al próximo Papa, sólo terminaría si se alcanzaba un voto unánime, lo que, naturalmente, no sería tarea fácil. Algunos cónclaves anteriores habían durado absurdamente mucho tiempo, siendo el más largo de 2 años, 8 meses y 11 días. La Santa Sede revisó varias veces las reglas del cónclave para asegurarse de que terminara rápidamente.

El sistema más eficaz fue la limitación de la comida, que introdujo por primera vez el Consejo de Witerbo. El Consejo de Witerbo, a pesar de mucha oposición, logró la despiadada revisión de que en el lugar del cónclave no se ofrecería ninguna comida salvo la cantidad mínima de pan y agua durante una semana desde el comienzo del cónclave. Este nuevo sistema supuso una limitación considerable de tiempo, pero aún así, en los casos en los que las opiniones diferían profundamente, el cardenal y los demás asistentes a la reunión aguantaban, aunque ello supusiera pasar hambre.

Un cambio reciente consistió en realizar dos votaciones al día en lugar de una: una por la mañana y otra por la tarde. Con ello se pretendía acelerar el debate. Sin embargo, a pesar de todas estas medidas, seguía siendo difícil estar seguro de cuándo terminaría realmente el cónclave.

Alfonso se estiró lentamente. 

—Creo que podría salir antes de lo que pensamos.

Se mostraba aún más relajado que de costumbre. No quería que Ariadne se preocupara por una cuestión que no tenía una respuesta clara.

—La gente suele decir que esperemos 1 semana, pero esta vez no hay opiniones encontradas. Quizá sean 2 días, ó 3.

Una semana sería muy poco tiempo para un cónclave. Llevaba al menos 2 semanas como mínimo, incluso si las cosas iban bien. Al darse cuenta de que había dicho un plazo más corto para animarla, Ariadne esbozó una leve sonrisa.

—Gracias —dijo ella, frotando su mejilla contra él. Él se encogió de hombros como si no entendiera por qué le daba las gracias. Si a ella le preocupaba el cónclave, a Alfonso le preocupaban las travesuras de su padre. De hecho, hoy su preocupación había sido mayor de lo habitual. Preguntó—: Su Majestad parecía estar de peor humor que de costumbre. ¿Ha ocurrido algo?

—Oh, no mucho —dijo Alfonso, acariciándole el pelo. En realidad no quería hablar de esas cosas. Ariadne expresaba su buena voluntad y afecto hablando de sus problemas, pero él no quería que su mujer tuviera que pensar en sus preocupaciones.

Su respuesta, sin embargo, no bastó para borrar la preocupación de sus ojos verdes. Su esposa -sí, su esposa- era demasiado sensible para tener una vida fácil y cómoda, y demasiado lista para engañarla. A partir de ahora tendría que arreglárselas con ella, le gustara o no. Alfonso empezó despacio.

—No cooperé con su petición respecto al desfile. Y me reuní con un cardenal extranjero no hace mucho. Está enfadado por esas dos cosas.

Alfonso había hablado con el cardenal Vittelvausen después de que terminara el concilio y San Carlo fuera un caos mientras se preparaba el cónclave. El cardenal era de la Diócesis de Anheim, cerca del Ducado de Sternheim, y había querido preguntar por el Gran Duque Juldenburg.

Sin embargo, León III, siempre desconfiado, no creía que ambos se hubieran reunido simplemente como amigos o conocidos de amigos. El viejo rey creía que su enérgico hijo se había reunido con un cardenal extranjero solo para excluir al rey y crear sus propias conexiones diplomáticas.

 —Quizá no deberías haber venido hoy. No tenías por qué disgustarle sin motivo.

Alfonso interrumpió sus preocupaciones. 

—Mi suegro estaba iniciando el cónclave. Por supuesto que debería haber venido.

Ese no era un punto que él creyera negociable. Otras cosas sí lo eran. Estaba a punto de besarla en la mejilla, pero como el carruaje temblaba, se echó hacia atrás y enterró la cara en el cuello de Ariadne. Mover su objetivo de la cara a su cuello, por ejemplo, era negociable.

—Uf —dijo.

—Oh, Alfonso —dijo ella, intentando alejarse girando la cabeza.

Sin embargo, Alfonso la agarró y le dijo—: ¿Estás apartando a tu marido?

‘Marido’ era una palabra de peso. Mientras Ariadne se detenía, incapaz de negarle la ganancia, el carruaje se sacudió con fuerza esta vez, al pasar sus ruedas sobre una roca. El suelo de madera pareció levantarse bajo ellos, y el cuerpo de Ariadne se balanceó. Un lado de su cara chocó contra la pared.

—¡Ay!

—Querida mía —dijo, levantándola y haciendo que se tumbara en su regazo. Sus caras estaban una frente a la otra—. Quédate así ya que es peligroso.

Su rostro estaba ligeramente enrojecido. Intentó que no se le notara la excitación, pero le costó demasiado, ya que Ariadne notó la erección a pesar de los múltiples pliegues de ropa que había entre ellos.

—¿Seguro que es por eso? —preguntó ella bromeando. Él también se rió.

—Bueno, ¿me has pillado?

SLR – Capítulo 423-1

Ariadne no debería haber hecho la pregunta. Alfonso abandonó por completo la pretensión y trató de introducirle las manos en la ropa. Le hizo demasiadas cosquillas como para resistirse. Se retorció, se rió, y sus tentadores pechos se agitaron con los movimientos rítmicos del carruaje. Alfonso tragó saliva, a su pesar.

—¿Qué haces con las manos? ¿Podrías ser más obvio? —preguntó.

Se echó a reír y sus dientes blancos brillaron en una sonrisa infantil que demostraba lo seguro que está a de que a nadie la odiaría.

—¿Te disgusta? —preguntó.

Se encontró de repente perdida, y su confianza la irritó... pero no lo odiaba. En algún momento quiso aplastar su seguridad al menos una vez, pero Alfonso tenía una buena razón para actuar como lo hacía. Ariadne siempre se sentía impotente ante su sonrisa.

Al leer el consentimiento en su rostro, pasó por alto su abrigo de lana, que casi le resbalaba por los hombros pero nunca le sirvió de barrera. En su lugar, se centró en bajarle el partlet, que era tan fino como el ala de una libélula.

—No quiero que mi padre te mire así.

Odiaba la mirada repugnante y resentida de León III. Si hubiera sido pura lujuria -que también habría sido desagradable- no le habría molestado tanto. León III era un perro viejo, un pretendiente que había perdido, pero aún así, era demasiado mezquino para aceptar el resultado. Ahora que sabía lo que había pasado, ni siquiera creía que su padre fuera digno de ser llamado hombre. Alfonso lamió cada parte expuesta de su piel, como si tuviera la intención de limpiar cada parte de ella que los ojos de su padre habían tocado.

—Mm... Mmm.

Las sacudidas del carruaje incorporaban una nota disonante a los movimientos rítmicos de Alfonso. Ella sentía que se desmayaba de placer cada vez que el carruaje se sacudía, pero él la sujetaba con fuerza para que no pudiera moverse.

La estimulación hizo estallar fuegos artificiales en su cabeza, y le costaba creer que él estuviera simplemente besando su piel. Quería más, pero no se atrevía a rogarle que lo hiciera dentro de un carruaje, eso era demasiado bajo. Se contuvo para no aferrarse a él, que era lo que quería. Inmovilizada bajo sus fuertes brazos, pero sin hacer nada, aceptando sus provocaciones, lo único que consiguió fueron gemidos de placer.

—Oh, Alfonso... Por favor.

Ni siquiera sabía lo que estaba pidiendo, si quería que se detuviera o... que hiciera otra cosa.

Una voz tranquila y gruesa le dijo al oído—: ¿Quieres más? —su voz también estaba llena de excitación. Ella soltó una exclamación al sentir su aliento en la oreja y se retorció. La abrazó con fuerza y le gritó al cochero—: ¡No vayas ahora mismo a la mansión De Mare! Queremos dar una vuelta por la ciudad.

Sólo tardaron unos cuarenta minutos en llegar a la mansión de de Mare desde la capilla de San Ercole. Sin duda, Alfonso pretendía que lo hicieran en el carruaje mientras daban un rodeo por las afueras de la ciudad. Era precisamente lo que ella deseaba. Sabía que debía alegrarse por haberlo conseguido sin pedir nada, pero como era pesimista, se preocupó.

‘¿Por qué nunca soy capaz de decirle exactamente lo que quiero?’

No quería que Alfonso viera que ella también le deseaba. Para ser más precisos, la idea la asustaba. Nunca había mencionado a su prometido del pasado, pero siempre le molestaba. El Césare del pasado y el actual se superponían en su mente, haciéndola sentir como si el duque y ella hubieran estado más cerca de lo que ella permitía en su vida actual. Tal sentimiento sólo la hacía sentirse culpable hacia Alfonso.

Eso sólo se resolvió después de que salieran a la luz los documentos del matrimonio con Lariessa. Después de que el matrimonio de Alfonso y su anulación se hicieran públicos, ella empezó a pensar que también podía mantener la cabeza alta, ya que según sus cálculos, esto los igualaba. La impureza de ella podía ser compensada por el matrimonio anterior de él.

Pero esta excusa, a la que le había costado mucho esfuerzo llegar, no la satisfacía del todo. Ariadne seguía encontrándose incapaz de decirle a Alfonso lo que quería, lo que más le gustaba y lo que más la excitaba.

—¡Asquerosa bastarda de clérigo!

—¡Pueblerina criada en una granja!

—¡Eres un forastera sin conocimientos de etiqueta e inmoral, para colmo!

Aunque creía que ya era libre, le resultaba difícil escapar por completo de las heridas de su juventud. Con los años, había llegado a ser capaz de sonreír amablemente en respuesta a los insultos relativos a su humilde educación. Sabía muy bien cómo enterrar a quienes la atacaban de ese modo en la alta sociedad y asegurarse de que tales palabras no hirieran sus sentimientos.

Pero su mayor crítica era ella misma. Por mucho que apartara su mente de los demás, las objeciones que surgían de ella parecían no acabar nunca. A los enemigos externos respondía con perfecto decoro, compostura sin esfuerzo y réplicas inmediatas e ingeniosas. La etiqueta, sin embargo, enseñaba a sonreír en las fiestas y a colocar correctamente los cubiertos, pero no enseñaba cómo hablar y actuar ante el hombre al que amaba.

Este príncipe dorado, este héroe amado del continente central, era su hombre. No tenía ningún escudo de teología, decoro o refinamiento que la protegiera, que impidiera a Alfonso descubrir su humilde pasado.

—Bésame —le susurró excitado al oído. Ella intentó abrir los ojos, lo que le resultó difícil—. Ari, dime que tú también lo quieres.

‘Por favor, cualquier cosa menos eso.’

Se lo imaginó preguntándole dónde había aprendido a hablar así a los hombres. Sabía que prefería morir a que eso ocurriera. Al no reaccionar, los labios de Alfonso se posaron sobre los suyos. Ariadne se los devolvió tímidamente, pensando que si su padre llegaría a ser Papa, el hombre más noble y poderoso del continente central, sería capaz de revelarse por completo ante él.

¿Sería capaz de decirle lo que quería sin avergonzarse? ¿De dónde venía esa vergüenza?

* * *

Mientras los guapos y exitosos Alfonso y Ariadne estaban en el mejor sitio, mezclándose con la familia real y despidiendo al cardenal de Mare, un joven alto y otro gordo de mediana edad se escondían en el rincón más oscuro de la capilla. Estaban espiando a hurtadillas el inicio del cónclave.

Eran el obispo Vevich e Ippólito, con el rostro oculto por un pañuelo. Estaban escondidos en un estrecho pasillo que los novicios utilizaban para trasladar cubos de agua sucia o sábanas y miraban el lugar del cónclave a través de pequeños orificios de ventilación en la pared. Las puertas ya estaban cerradas. Ya habían hecho su jugada, y ahora sólo les quedaba esperar.

—Todo irá según lo previsto —dijo el obispo.

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