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SLR – Capítulo 439

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 439: La dama es víctima de un fraude matrimonial

La persona más desconcertada de la sala no era otra que León III. Agitaba las manos enérgicamente, con aspecto aún más sobresaltado que Lady Julia Helena. 

—No, no, Alfonso, no te casaste con la Gran Duquesa Valois. Rompiste tu compromiso con ella. Sí, eso fue... un compromiso roto —dijo, balbuceando lo que se le ocurría—. Y aunque estuvieras casado, ¡ella ya está muerta! Así es. Nadie llamaría bígamo a un viudo por casarse de nuevo.

En su estado de agitación, no se dio cuenta de que su aspecto era totalmente ridículo. Levantó ambos brazos y dibujó un gran círculo con ellos. 

—Trevero y Gallico están enfrentados por la muerte de la Gran Duquesa Lariessa. La presión ha subido hasta aquí.

—Siento oír que ha fallecido. Sin embargo... —aunque el rostro de Alfonso era la viva imagen de la calma, su voz era firme como una roca— La esposa a la que me refería no es la Gran Duquesa Lariessa.

***

Cuando lady Julia Helena comenzó a enumerar ante ella cada parte de su magnífico linaje, Ariadne se avergonzó de inmediato de todo lo que colgaba de su cuerpo. Sus joyas, confeccionadas según las últimas tendencias, paradójicamente parecían anunciar al mundo que era una nueva rica sin historia ni tradiciones a sus espaldas. El vestido de terciopelo del Imperio Moro le pareció el signo de un gusto extremadamente vulgar que se interesaba por las mercancías fabricadas por herejes.

Por otro lado, despojarse de todas esas cosas revelaría el despreciable cuerpo desnudo de una persona que no tenía nada. No, olvídate de despreciable; su cuerpo llevaba las cicatrices del mal.

Por lo tanto, estaría mejor muerta. Ariadne se agarró inconscientemente la mano izquierda, cubierta por un largo guante, con la derecha. No quería que nadie la mirara; quería encontrar una ratonera donde esconderse. De repente, sintió que le faltaba el aire, un sudor frío le recorrió la piel y la garganta se le estrechó como si alguien la estuviera estrangulando.

Una voz de origen desconocido empezó a zumbar en sus oídos.

“¡Tu madre era lo más bajo de lo bajo!”

“La presencia de esa mujer no es apropiada en el tribunal.”

“¡Nunca deberías haber nacido!”

Las palabras que había oído en la mansión De Mare antes de tener edad para recordar, en la granja a la que la habían perseguido y en el Palacio Carlo como prometida del Regente se mezclaron y la asaltaron. Pensó que los había derrotado, que se había librado de todos ellos, y sin embargo... todo su cuerpo estaba congelado, incapaz de moverse. El pulso y el corazón le latían a un ritmo vertiginoso, mientras que sentía las manos y los pies rígidos y entumecidos, como si no le pertenecieran.

Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero hizo un esfuerzo desesperado por contenerlas a pesar de lo que estaba ocurriendo. ‘No puedo llorar. No dejaré que nadie me vea llorar.’

Era lo último que le quedaba de orgullo. Se mordió el labio y tensó las piernas para mantenerse erguida. No tenía ni idea de lo que pasaba a su alrededor. Se oyó una especie de ruido fuerte y el bramido de un anciano. La habitación entera podía estar temblando. Sin embargo, todo esto ocurría en algún lugar muy, muy lejano y no tenía nada que ver con ella.

Sólo volvió a la realidad cuando una mano grande y cálida la estrechó entre los brazos de su dueño.

SLR – Capítulo 439-1

—Me gustaría presentarles a mi esposa, la condesa Ariadne de Mare.

Los ojos de Julia Helena se abrieron de par en par. La duquesa Rubina se quedó con la boca abierta. El rostro de León III se contorsionó como el de un demonio, y...

¡Clang!

La delicada copa de vino de alguien cayó sobre el suelo de mármol blanco del palacio, salpicando lo que parecían manchas de sangre por todas partes.

La persona que la había dejado caer era el duque Césare, que había estado de pie en un rincón a cierta distancia de la familia real. Ariadne se sobresaltó por el fuerte ruido, y Alfonso tiró de ella para acercarla.

También los aristócratas de a pie se enteraron pronto del alboroto que se estaba produciendo delante o detrás de ellos. Una oleada de murmullos se extendió entre la gente que llenaba el gigantesco salón de baile.

—¿Qué demonios...?

—¿He oído bien?

—¿Su Alteza el Príncipe está casado con la condesa de Mare?

De las más de mil personas allí presentes, el príncipe Alfonso fue el único que no se sorprendió. 

—No, ya no se llama condesa de Mare, sino Princesa Ariadne.

—¿Qué es esta tontería? —gritó León III, enfurecido. —¿Princesa? ¿Sin siquiera obtener mi permiso?

El baile de la fiesta de la cosecha, al que se había obligado a asistir a un número excesivo de aristócratas y al que también había acudido un invitado de ultramar, estaba hecho un desastre. Mientras tanto, los nobles de San Carlo estaban entusiasmados: esto sí que era una fiesta. Abandonaron la dignidad y la etiqueta para acudir en tropel a la parte delantera y poder tener la mejor vista del culebrón de la familia real.


Alfonso atrajo a Ariadne hacia sí y la abrazó para protegerla de la multitud que se congregaba. —Independientemente del permiso de Su Majestad, Ariadne es mi esposa. Hice una promesa ante Dios de pasar el resto de mi vida con ella.

La rosa roja se había precipitado en los brazos del árbol de hoja perenne. Eran un espectáculo encantador: un hombre y una mujer altos y hermosos, perfectamente adaptados el uno al otro.

Los ojos de León III brillaron de ira por varias razones. —¡No la reconoceré como tal! ¡Esa mujer no es tu princesa!

—No necesitamos vuestro reconocimiento —replicó el príncipe Alfonso, impidiéndole el paso. Luego continuó sin vacilar atacando a su padre—: Prometimos nuestras vidas el uno al otro en presencia de un clérigo, y nuestro acuerdo matrimonial ya está en el depósito de documentos de la Santa Sede.

—¿C-cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a comportarte así?

—En el Concilio de San Carlo, la Iglesia resolvió garantizar la autenticidad de todos los documentos que llegaran a ese depósito —Alfonso no tenía intención de dar marcha atrás, y ahora asestó el golpe definitivo—: Majestad, negarse a reconocer este matrimonio es negarse a reconocer la validez de los documentos de la Santa Sede.


—¡Cómo pudiste!

Papeleo. Ese maldito papeleo. León III temblaba; la sangre le corría por las venas y se le subía a la cabeza. Podía negociar con Trevero la anulación del matrimonio, pero sólo disponía de seis meses. El universo le estaba castigando por haber aplazado tanto tiempo el matrimonio con la Gran Duquesa Lariessa.

Además, ¿qué clase de zanahoria iba a colgar delante de Trevero para que le ayudaran a resolver este problema? Por eso debería haber instalado a un Papa pro etrusco. Si el cardenal de Mare hubiera aguantado... no, espera, entonces no podría deshacerse de esa mujer, ¿verdad? Su cerebro y sus ojos estaban a punto de estallar.

—A menos que Su Majestad viaje a Trevero para obtener personalmente el permiso del Papa para el divorcio, soy un hombre casado.

Su irritante hijo parecía capaz de leer cada uno de sus pensamientos, incluido el tiempo y el esfuerzo que tendría que dedicar a destruir aquella cosa. De hecho, Alfonso estaba extrañamente relajado, mientras que León III casi se moría de exasperación.

—Tardarías unos 5 ó 6 años en tener éxito, ¿no? En ese tiempo, me convertiría en un anciano en busca de una segunda esposa; mi valor en el mercado matrimonial se reduciría a la mitad. Probablemente también tendríamos hijos para entonces.

—¡Tú, tú, tú...! 

León III estaba indignado por el desafío de su hijo. También había otro problema, uno que no se atrevía a confiar a nadie: la nuera que Alfonso había traído hoy era una mujer que él había deseado en el pasado, pero que no había podido tomar para sí.

El hecho de haber sido rechazado por Ariadne de Mare era en sí mismo una fuente de considerable dolor para León III, que nunca había experimentado el fracaso en su vida. Sin embargo, había una gran diferencia entre un pastel incomestible y un pastel que no podía comerse delante de sus ojos, nada menos que en los brazos de otro hombre.

Y el otro hombre no era otro que su propio hijo, su único heredero legítimo. Era verdaderamente insoportable.

—Pienso residir en mi palacio con mi esposa Ariadne —declaró su hijo más joven, seguro de sí mismo, capaz e inmoral que había robado el pastel de su padre.

—¡Agh! 

León III se llevó una mano a la nuca. La duquesa Rubina lo agarró, temerosa de que pudiera desmayarse.

Al otro lado, Ariadne también se sobresaltó con las palabras de Alfonso; le miró sorprendida.

—Como ahora todo ha salido a la luz, no puedo dejarte sola fuera del palacio —le susurró cariñosamente al oído—. La única manera de resolver el problema de tu seguridad es que te mudes aquí. Quédate aquí conmigo —le dio un suave beso en la mejilla.

Julia Helena lo vio y se tapó la boca de asombro. Se había criado en la corte del pequeño marquesado de Manchike. Nunca en su vida había vivido acontecimientos como los de esta noche.

—A partir de la semana que viene, mi esposa vivirá en el Palacio Carlo —anunció el príncipe Alfonso a León III, haciendo caso omiso de todo y de todos a su alrededor, incluida Julia Helena—. Consideraré la absurda orden de exclusión proclamada por la duquesa Rubina como el disparate que es.

León III se volvió para mirar a la duquesa. 

—¡¿Orden de exclusión?! Era la primera vez que oía hablar de esto.

—Sí —respondió Alfonso en su lugar.m—. La duquesa Rubina señaló a Ariadne y la humilló a la entrada del palacio.

—¿Qué?

—Dijo que la Condesa de Mare tenía que someterse a un cacheo completo por parte de un guardia masculino delante de todos o algo por el estilo.


Este no era el antiguo Alfonso. La experiencia de librar una batalla campal desde el cuartel del Comandante Supremo con raciones y botín limitados le había cambiado por completo. Había elegido hábilmente sólo las partes que podían ser enmarcadas en la peor luz posible para presentarlas ante León III.

—Eso fue porque... no me gustaba la idea de admitir en palacio al familiar de un criminal… —Rubina protestó entrecortadamente. Las palmas de sus manos sudaban profusamente; no había previsto esta parte—. Sabes que... hay una orden de arresto contra Ippólito de Mare....

Intentaba por todos los medios hacer cómplice a León III. El rey chasqueó ruidosamente la lengua, pensando que por fin comprendía lo que había sucedido. 

—¡¿Por qué has hecho algo tan inútil?!

Había oído que un grupo de damas nobles, lideradas por Rubina, habían acosado de forma similar a la esposa de algún mercader. Los mercaderes se defendieron, y también hubo malestar entre los aristócratas de alto rango tras el incidente de Unaisola. En aquel momento, no se había castigado a la propia Rubina.

Evidentemente había recordado lo bien que se lo había pasado entonces y había vuelto a hacer lo mismo. 

—¿Por qué provocaste a la Condesa de Mare cuando ella no hizo nada malo?

Ahora estaba firmemente convencido de que el lamentable estado actual de las cosas se debía a que la duquesa Rubina incitaba al príncipe Alfonso sin motivo. 

—¡Tu deplorable comportamiento es la razón por la que Alfonso hace lo que quiere sin importarle nada más!

Sólo la mitad de eso era cierto, pero era la mejor explicación que se le ocurrió a León III para transferir la responsabilidad a otra persona, alguien más débil, con facilidad. Pronto empezó a creerse en serio el razonamiento que había fabricado. 

—Alfonso, no podemos rechazar sin más la oferta del marquesado de Manchike. Tomémonos un tiempo para discutirlo más tarde.

Alfonso le dedicó una plácida sonrisa. —Desgraciadamente, parece que tendré que negarme —respondió con suavidad—. Difícilmente puedo retractarme de un matrimonio que ya he contraído —A esto añadió una repetición de su anuncio anterior—: Mi mujer se mudará la semana que viene.

—¡Alfonso! —remarcó León III con urgencia— Lady Julia... Lady Julia está...

Ya había firmado el contrato de alianza matrimonial con el marquesado de Manchike, que también estaba en el depósito de documentos de la Santa Sede. Necesitaba arreglar esto de alguna manera.

Por su parte, Alfonso se encogió de hombros. No era asunto suyo. Para que fuera asunto suyo, el rey debería haberle contado lo que ocurría con antelación para que pudieran llegar a un acuerdo. No le correspondía a él arreglar el desaguisado después de que se le hubiera echado encima de aquella manera tan brusca.

—Si realmente no hay nadie más para ella, podrías entregársela al duque Césare. 

Como última muestra de consideración hacia la joven extranjera, se abstuvo de decir que no le importaría que se convirtiera en su nueva madrastra.

Alfonso valoraba ahora si necesitaba ocuparse de algo más en ese momento. Había revelado su matrimonio y dado a conocer su firme negativa a Lady Julia Helena. Había expuesto a todos el vergonzoso comportamiento de la duquesa Rubina. También había anunciado su intención de vivir en su palacio con Ariadne.

Quiso hacer algunos comentarios más a León III y a la duquesa Rubina, pero, por desgracia, esos comentarios consistían sobre todo en palabrotas, poco apropiadas para esta ocasión. Al final, hizo una simple reverencia. 

—Si no tienen nada más que decir… —a continuación, dijo en un susurro bajo a Ariadne, que seguía en sus brazos—: Vámonos, Ari.

Era como Pigmalión, soplando suaves alientos al oído de su escultura. Ariadne se había quedado rígida, inusualmente para ella; ahora, florecía como si realmente fuera un objeto inmóvil que se transformaba en persona.

N/T pigmalion: Es el nombre de un personaje mitológico, cuyos orígenes se remontan a la Antigua Grecia. De acuerdo al mito, se trataba de un monarca que, tras no encontrar a la mujer ideal para contraer matrimonio, optó por desarrollar esculturas que le permitieran suplir la presencia femenina como compañera de vida.

Dio un paso adelante de puntillas, exhaló profundamente y enderezó la columna. Alfonso la protegió con su cuerpo para que estuviera fuera de la vista de León III y de los demás, especialmente de Julia Helena.

El príncipe acompañó a la princesa, su esposa, hacia la parte abierta del semicírculo que había formado la multitud. Sólo había un espacio abierto para ellos: un pasillo oculto al que sólo podía acceder la familia real. A pesar de la rabieta que León III había lanzado sobre cómo nunca permitiría esto y demás, nadie intentó detenerlo; no pudieron. En el momento en que miró lánguidamente a su alrededor, todos los que deberían haberle bloqueado sintieron un miedo instintivo, como si fueran hienas contemplando a un león.

Una vez que el príncipe se hubo marchado, los aristócratas pulularon ruidosamente por la zona y se apoderaron también de la entrada al corredor oculto. Charlaban entre ellos mientras miraban hacia el interior.

León III acabó atrapado por la horda. 

—¡¿Por qué os agolpáis todos aquí como si hubiera algo que ver?! —gritó convulsivamente.

No se movieron ni siquiera cuando oyeron su indignación. Eran demasiados, por una parte; por otra, les parecía absurdo. La situación también ilustraba cómo la autoridad real había tocado fondo.

—A un lado. ¡Háganse a un lado! 

El señor Delfinosa llamó finalmente a la guardia real. Sólo después de que 30 caballeros vestidos de gala obligaran a la multitud a dispersarse, León III pudo escapar de sus miradas. Abandonó enseguida el salón de baile, resoplando y sonrojado; la duquesa Rubina se apresuró tras él y desapareció también, dejando sola a lady Julia Helena.

El sujeto que había venido con ella desde el marquesado de Manchike susurró—: Enviaré un informe a casa enseguida. ¿Debería consultar sobre la reserva de un pasaje de vuelta?

Ella levantó la mano para detenerle. 

—No. Vamos a esperar un poco.

El tratado de matrimonio estipulaba que se convertiría en Principessa en un plazo de seis meses. Incluso si su compromiso con el príncipe Alfonso no se desarrollaba sin problemas, el marquesado podría sin duda ganar algo con ello. No estaría de más quedarse aquí un tiempo para ver cómo evolucionaban las cosas en lugar de hacer las maletas y marcharse de inmediato. Además, el príncipe había dicho algo que despertó su interés.

—¿Quién es el duque Césare? —se preguntó, incapaz de apartar los ojos de cierto hombre en el salón de baile—. ¿Podría ser él?

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