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SLR – Capítulo 501

SLR – Capítulo 501-1

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 501: Detalles sin importancia 

Se trataba de un asunto que no debía ser una tenue sombra en un rincón, pero el deber y la realidad estaban abocados a diferir, sobre todo si el responsable político tenía otras prioridades que quería considerar primero.

—¡Majestad, bandas de ladrones campan a sus anchas por el noreste del reino!

—Originalmente eran piratas que saqueaban a lo largo de la costa, pero ahora son lo bastante audaces como para venir tierra adentro.

—Su radio de acción es cada vez mayor. Están causando perturbaciones en zonas que no están cerca de la costa.

Había oído esos informes hacía mucho tiempo. 

Correcto. Bandidos armados andan sueltos por el noreste.

Hacía tiempo que Etrusco estaba plagado de saqueadores de baja estatura que se precipitaban sobre el reino en piraguas. La mayoría eran de Assereto, pero protestar ante el Gran Duque Assereto nunca había surtido efecto. 

—No es que los hayamos enviado nosotros. Son nativos de las islas que se hacen a la mar en los años de hambruna para alimentarse. ¿Qué se supone que tenemos que hacer al respecto?

En ocasiones, el reino había adoptado una postura firme, declarando que contratarían a condottieri para detener y reprimir a todos los piratas, con fronteras o sin ellas. Sólo podían hacer este tipo de amenazas cuando sus arcas estaban llenas. En estas ocasiones, Assereto había dejado de hacerse el inocente y prometía darlo todo para controlar las islas bajo su dominio, pero estas promesas nunca duraban más de dos o tres años.

'Es un dolor de cabeza. Es un dolor de cabeza sin cura.'

Tampoco se podía culpar directamente al Gran Duque Assereto. El estrecho de Escila, situado al sureste de Etrusco y al noroeste de Assereto, estaba salpicado de decenas de islas, algunas habitadas y otras no. No había registros claros sobre cuáles estaban habitadas, salvo las más grandes; era imposible recaudar impuestos o mantener el orden público cuando nadie sabía quién vivía dónde.

Había una razón para ello. Las islas cambiaban de dueño cada pocas décadas, o cada siglo como mucho, debido a tratados o matrimonios entre gobernantes. Esto significaba que la ciudadanía de los residentes también cambiaba, aunque no les importaba. Los gobernantes se conformaban con adquirir nuevos territorios sobre el papel, y la gente seguía viviendo como siempre.

Así que los piratas de Assereto a veces eran también piratas de Etrusco o refugiados apátridas. El rey de Etrusco tenía cierta responsabilidad en la situación; difícilmente podía criticar al gran duque Assereto por no controlar a sus ciudadanos. Además, los piratas también saqueaban Assereto de vez en cuando. Al fin y al cabo, no eran tan diferentes.

'Pero siempre solían pegarse a la costa sur. ¿Por qué de repente están en el noreste?' ¿Harenae se había vuelto más próspera y poderosa mientras León III no miraba? ¿Se habían trasladado los bandidos al norte porque eran allí más pobres y débiles en comparación con el sureste?

Sacudió la cabeza. Los bandidos habían arrasado el país incluso cuando el padre de Bianca aún vivía y gobernaba el sur. No había ninguna posibilidad de que Bianca, que aún era una niña, fuera mejor que su padre para mantener el orden público.

La única explicación que quedaba, entonces, era que las operaciones de los piratas se habían ampliado lo suficiente como para que avanzaran hacia el noreste. El rey se llevó una mano a la frente. 'Estoy harto de ellos.' Eran como chinches: alimañas que chupaban la sangre de la gente, pero que no podían ser erradicadas por mucho que lo intentaran. Estas chinches se habían vuelto gigantescas por alguna razón que él no podía entender. Realmente no podía entenderlo.

'Ellos... no pueden haber avanzado hasta la capital, ¿no?' Sería catastrófico que saquearan la capital mientras él estaba de vacaciones. Él mismo estaría en Harenae y, por tanto, a salvo, al igual que las demás figuras clave del reino porque la mayoría de las familias aristocráticas irían con él. No le preocupaban los bienes ni las vidas de plebeyos y comerciantes.

Aun así, el saqueo de San Carlo por bandidos armados sería una vergüenza internacional, por no mencionar que la opinión pública se deterioraría terriblemente.

'Tal vez dejar a Alfonso aquí no fuera tan mala idea…' No había restablecido el presupuesto del palacio del príncipe, lo que significaba que hasta que lo hiciera, los Caballeros del Casco Nero defenderían la capital gratuitamente.

León III siguió reflexionando sobre la cuestión. '¿Debería... emitir un edicto que permitiera a Alfonso quedarse en casa?'

Los aristócratas se quejaban en voz alta de que estaban asustados porque el reino no pagaba a los Caballeros del Casco Nero, pero se callarían en cuanto viajaran a Harenae. Con los Caballeros permaneciendo en la capital, estarían físicamente lejos de ellos y por lo tanto se sentirían menos amenazados.

Mientras el rey se ocupaba de sus propias consideraciones, Isabella parloteaba con voz cantarina a su lado. 

—Estoy tan emocionada de irme de vacaciones con Su Majestad.

—¿Ah, sí?

—He estado deseando ir a la villa en el Bosque de Orthe de la que me hablaste... pero supongo que primero iremos a Harenae sin posibilidad de parar allí.

Esta observación era una estratagema elaborada, hecha tras una serie de cálculos meticulosos e inteligentes. Isabella quería recuperar su belleza lo antes posible. Vivir con una gran cicatriz roja en la cara era como estar en el infierno.

León III, aún devanándose los sesos sobre qué hacer con Alfonso, respondió distraídamente. 

—Una vez que bajemos a Harenae, no tendremos tiempo de ir al bosque antes de que acabe el invierno.

Las lágrimas llenaron los hermosos ojos de Isabella en cuanto lo oyó. 

—¿El fin del invierno?

El rey se turbó por el repentino llanto. Odiaba ver llorar a las mujeres. 

—Vamos, ¿por qué lloras otra vez?

No le interesaba lo suficiente su hijo como para poder comprender por qué Alfonso se negaba a ir a Harenae, pero incluso él podía identificar la razón por la que Isabella lloraba por no poder ir a la villa del bosque de Orthe. 

—¡Tres meses no es nada! ¡Los alquimistas del bosque son excelentes! El retraso no importará. Pueden hacer que tus cicatrices desaparezcan por completo cuando llegues allí.

Todo era mentira. Tres meses era un retraso considerable cuando se trataba de curar heridas infligidas por una espada y un látigo; hasta León III lo sabía. Los alquimistas alardeaban de sus habilidades, pero no habían producido gran cosa en cuanto a pólvora o técnicas de rejuvenecimiento. Su confianza en sus habilidades había ido disminuyendo gradualmente en los últimos tiempos.

Era posible que las cicatrices de Isabella nunca sanaran; el rey también era de esa opinión, pero tenía opciones si no lo hacían. Podía acostarse con ella a pesar de todo, volver con Rubina o buscar una nueva amante. Aun así, al menos intentó calmar a Isabella. Era el cuidado más sincero que era capaz de mostrar a alguien. 

—Vamos, vamos, no estés tan triste.

Ella levantó los ojos llorosos para mirarle, y él se estremeció, temeroso de los lamentos y resentimientos que pudieran llegarle.

Las intenciones de Isabella eran completamente distintas. Obtendría apoyo emocional más rápidamente si se desahogaba con Bárbara y, por si fuera poco, conseguir un perro sería más rentable que buscar consuelo en León III. Por algo Rubina era amante de los perros. 

—Su Majestad, ¿puedo contratar a alguien para que me sirva? 

Los lloriqueos y los llantos no habían sido más que una estrategia para conseguir lo que quería.

Pero eran realmente una pareja ideal: el rey también prefería mucho esa idea. Le encantaría que dejara de llorar, aunque le propusiera tener un tigre como mascota en lugar de un sirviente. De todos modos, no sería su trabajo alimentar al tigre. 

—Sí, sí, por supuesto. ¿Te refieres a tu dama de compañía?

El rostro de Isabella se desencajó una vez más. El rey le había dado un permiso especial para contratar a una dama de compañía, pero aún no había conseguido encontrarla a pesar de los esfuerzos del señor Delfinosa. Esto se debía a que no había coincidencia alguna entre las candidatas que ella consideraba satisfactorias y el grupo de solicitantes.

Un sudor frío recorrió la espalda de León III. '¡No, deja de fruncir el ceño! No hay nada que odie más que una mujer preocupada'. Era el rey de un país y, sin embargo, nada le salía bien.

Por suerte, Isabella no era de las que dejaban de hablar y le torturaban con el silencio hasta que adivinaba lo que quería. Ella tuvo la amabilidad de decirle exactamente lo que era. 

—No, alguien que trate mi piel.

—Oh. 

No sería difícil; con gusto contrataría a veinte terapeutas para ese fin. Las mujeres de la familia real se peleaban por el número de damas de compañía que les correspondían, pero esto era diferente. Era puramente una cuestión de encontrar suficiente alojamiento y financiación.

—¡Haz lo que quieras! —gritó alegremente por primera vez en mucho tiempo. También le sobraba algo de dinero, porque había eliminado el presupuesto del príncipe—. Pongamos anuncios por toda la ciudad para reclutar gente. Puedes tener un terapeuta para la cara, otro para el cuerpo, un masajista, un dermatólogo…

—Su Majestad, en realidad ya tengo a alguien en mente.

Agosto. Isabella necesitaba a Agosto ahora mismo. Aunque antes había pensado que no quería volver a verle, la idea se le había ocurrido ante la falta de otras personas útiles a su alrededor.

No había sido capaz de encontrar una dama de compañía. Bárbara, la nueva criada, era muy inteligente, pero sólo era una sirvienta de bajo rango. Su estatus significaba que había limitaciones en cuanto a dónde podía ser enviada y el tipo de información que podía obtener. Incluso dejando todo eso de lado, sus conocimientos y su conducta eran absurdamente deficientes en comparación con los de una joven aristócrata.

Y sobre todo, una sirvienta no podía proporcionar protección física a Isabella. 'No dejaré que los caballeros de Alfonso vuelvan a amenazarme'. Necesitaba su propio guardaespaldas, pero no podía confiar en nadie de la guardia real de León III, y encontrar a alguien de nacionalidad etrusca que pudiera ir contra el príncipe era más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Como moro, Agosto no tenía absolutamente ninguna razón para ser leal al príncipe.

'Además…' esos ojos. Parecían poseídos.

A Agosto no le interesaba en absoluto obtener poder en este mundo; Isabella estaba segura de ello. Estaba atado a otra dimensión distinta de la realidad. Ésa era otra de las razones por las que quería contratarlo: poseía algún tipo de poder místico. Las hierbas medicinales y el tratamiento con mercurio que garantizaba León III no le parecían especialmente fiables. 'Si los alquimistas del Bosque de Orthe fueran realmente tan hábiles, Su Majestad no estaría tan débil.'

Su juicio fue preciso. ¿Alquimistas que no podían aumentar la vitalidad de un hombre de más de sesenta años, curándola y devolviéndole su belleza perdida? Después de que el pus hubiera remitido, su piel estaba cubierta de profundas marcas del látigo y del tejido cicatricial blanco que surgía de su interior. Nadie podría hacerlas desaparecer, a menos que el mismísimo Hipócrates volviera de entre los muertos. No había medicina actual que pudiera devolver a su cuerpo la suavidad del blanco jade.

'A decir verdad, la cicatriz de mi cara es el problema más acuciante…'

Las heridas de su cuerpo no suponían mayor problema. Sinceramente no quería acostarse con León III; el primer pensamiento que le vino a la mente cuando pensó en hacerlo fue la sífilis. Era mejor no mostrarle nunca su cuerpo desnudo, y si se veía obligada a hacerlo por alguna circunstancia inevitable, podía limitarse a apagar las luces.

Su cara era otra historia. Era su arma más poderosa, y las cicatrices que tenía eran mucho más profundas y feas que las de su cuerpo. El corte de la mejilla era rojo brillante y grueso, como una lombriz que se arrastrara hacia arriba. El tejido cicatricial se había elevado por encima de la piel restante a medida que cicatrizaba; cuando hacía cualquier tipo de expresión facial, la capa exterior que la rodeaba se curvaba de forma grotesca.

Desde que se había lesionado, pasaba el tiempo practicando sonrisas frente al espejo: pequeñas, grandes, brillantes, tímidas, vivaces. No importaba el tipo de sonrisa que intentara, la cicatriz gigante en forma de lombriz se contoneaba. El horror que se apoderaba de su rostro antes de que su belleza pudiera hacerse notar bastaba para asustar a cualquiera. Sin el velo, ya no era hechizante.

Aunque los alquimistas de León III fueran los más talentosos del mundo, no podrían deshacerse de la cicatriz. Nunca había oído hablar de nadie a quien le hubieran curado por completo ese tipo de heridas, salvo en las historias de cultos heréticos y brujas que había oído de niña.

'Seguro que Agosto sabe qué hacer.'

 

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