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SLR – Capítulo 464

SLR – Capítulo 464-1

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 464: Añadir sal a la herida

Para informar a Lady Julia Helena de la ruptura del compromiso del Duque Césare, tendrían que revelar todos los secretos de San Carlo.

Las tres mujeres formaban parte, en sentido estricto, de la facción de la duquesa Rubina. No tenían suficiente relación con Julia Helena como para darle información que pondría a la duquesa en desventaja.

—¡Realmente no podemos decirle más que eso!

La mujer del medio, que era la más lista de ellas, arrastró físicamente a sus dos amigas. La de la derecha salió a la primera señal, mientras que la de la izquierda dudó un momento. Sin embargo, fue lo suficientemente lista como para echar a correr cuando vio a sus dos amigas huir, y también se apresuró. Al final, las tres huyeron juntas como si sus vidas dependieran de ello.

Julia Helena se quedó sola. Miró al lugar donde habían estado las tres mujeres y dio un pisotón de indignación. 

—¡Hmph!

Debatió si ir tras ellas, pero había dicho la verdad cuando les dijo que no sabía sus nombres. Últimamente había conocido a tanta gente nueva en este país que todas sus caras se confundían. Dudaba que pudiera reconocerlas aunque volviera a verlas.

—¡Uf! ¡Esto es tan irritante!

Volver a dar pisotones no sirvió para calmarla. Permaneció en su sitio mucho tiempo después de que desaparecieran, presa de la ira.

Isabella era un personaje sospechoso cuyas interacciones con el rey eran peculiares, y también había sido muy grosera y burlona el día del banquete. ‘Esa tal Isabella debió de faltarle al respeto al príncipe Alfonso, y Césare debió de ponerse de su parte. Por eso el príncipe le dio una paliza.’

En el corazón de Julia Helena, él ya era “mi Césare” en lugar de “el duque”. La idea de que Césare había sido golpeado porque había defendido a Isabella fue increíblemente, horriblemente molesto. 

‘¿Sigue sintiendo algo por ella aunque ya no sean pareja? ¿Por qué la defendió? Dado que habían roto, debería haber seguido su camino, ¡hubiera sido atacada o no por el príncipe!’

Tenía que pensar un poco más en la expresión “pelearse por una mujer”. Esa expresión solía referirse a dos o más hombres que cortejaban a la misma mujer, pero estaba demasiado indignada por el escenario imaginario de Césare perdidamente enamorado de Isabella como para darle más vueltas. En lugar de eso, gastó su energía en arder de furia.

‘Isabella, Condesa Contarini... ¡deberías ser buena con tu marido!'

Julia Helena empezaba a preguntarse qué clase de cornudo era ese conde Contarini, que dejaba a su mujer ir por ahí haciendo lo que le daba la gana. ‘¡Esa mujer sin principios! ¡Está completamente desprovista de ética! ¡Y su marido es un imbécil!’

Había sacado conclusiones erróneas y también se había equivocado sobre los personajes implicados, pero de algún modo volvió a llegar a la conclusión correcta. Una vez más, había errado, pero también había dado en el blanco en cierto modo, logrando aterrizar en la periferia de la verdad.

***

La duquesa Rubina no fue la única persona que acudió llorando a León III tras el caótico y desastroso banquete.

Sob... no sé por qué, sob... fui, sob... ¡a ese banquete! ¿Por qué?

—Isabella...

—La señora de Manchike tenía toda la razón. ¿Qué derecho tenía yo a estar allí? Ninguno.

Isabella se había tirado al suelo como la protagonista de una obra de teatro en cuanto apareció el rey. No le importó ensuciar de inmediato la falda de su vestido blanco.

León III, sorprendido por su vigor, le dio unas palmaditas en la espalda mientras ella sollozaba desconsoladamente. 

—Fue una cena conjunta entre la casa real de Carlo y la familia de Mare.

Tonterías, pensó Isabella, pero en lugar de gritar enfadada: “¡Sabes mejor que nadie que todo eso no era más que humo y espejos!” se tapó la cara y lloró desconsoladamente.

El frágil acto funcionó bastante bien en el rey. Sus pequeños hombros se hundieron y su voz se suavizó aún más. 

—Isabella... —dijo en un tono meloso y empalagoso.

Resopló para sus adentros. 

'¡Hmph! ¿Creía que podría arreglar esto con unas cuantas palabras bonitas?'

—Majestad, lo estoy pasando muy mal —suplicó con lágrimas en los ojos. Sus ojos color amatista estaban empañados por la humedad—. Sólo le necesito a Usted. Ya me he embriagado bastante con la felicidad de reír y hablar con Su Majestad como para aguantar todo el acoso de la duquesa Rubina.

—¿Rubina te ha estado acosando? —preguntó León III, con los ojos muy abiertos, como si se tratara de información nueva.

Isabella estaba desconcertada. ¡El rey había visto cómo la duquesa la había reprendido en el banquete! ¿Era sordo, despistado o fingía no saberlo? Sin embargo, decidió no discutir con él. Después de todo, aún podía sonsacarle muchas cosas.

—Sí... —optó por secarse las lágrimas—. Es horrible cuando no está cerca, Su Majestad... Ni siquiera me atrevo a repetir lo que me dice... cuanto más lo pienso, más me hace temblar...

Rubina no podría decir mucho en su defensa cuando el rey la interrogara. Era cierto que había atormentado a Isabella de innumerables maneras, y él no la creería si lo negaba.

—¡C-cómo se atreve...! ¡Rubina...!

Mientras el rey temblaba de rabia hacia su amante de toda la vida, Isabella soltó esta bomba—: Creo que abandonaré el palacio.

La miró estupefacto. Ninguna mujer había anunciado antes que le dejaría.

—¡Prefiero confianarme en un convento que quedarme en palacio ante semejantes insultos! —suplicó, con las huellas de las lágrimas brillando vivamente en su rostro. 

Era, por supuesto, un farol -no tenía la menor inclinación a mantener su palabra-, pero era una actriz excepcional, y sus ojos violetas brillaban con determinación.

León III se estremeció. 

—¡No puedes, Isabella! 

Era una amenaza inmediata para él. Varios pensamientos comenzaron a arremolinarse en su cabeza. En primer lugar, pensó en las habladurías que se armarían en la alta sociedad cuando se enteraran de que la dama de compañía de la duquesa, amada por el rey, había abandonado la capital para irse a un convento. Sin duda creerían que la duquesa Rubina le había obligado a marcharse, lo que dejaría la dignidad por los suelos. No se podía permitir que ocurriera.

A continuación, trató de calibrar si Isabella cumpliría su amenaza. ¿Qué clase de chica era? ¿Era capaz de renunciar a la riqueza y la gloria?

Él la examinó con los ojos entrecerrados, y ella vio exactamente lo que estaba pensando. 

—Ya tengo alguna experiencia de vivir en un convento —dijo en un ataque preventivo—. ¡Será arduo para mi cuerpo, pero al menos mi corazón estará en paz!

Estaba mintiendo. Un convento era el último lugar al que quería ir aunque estuviera al borde de la muerte. El convento de Sant'Angelo había sido un lugar horrible.

—¡Sería cien veces mejor subsistir allí a pan seco y agua, pero tener tranquilidad de espíritu, que darse un festín de manjares en palacio pero temblar siempre de miedo a ser apuñalada por la espalda!

De hecho, el pan seco y el agua serían una bendición. Había tenido que lavar el suelo con un trapo mojado en agua sucia, y sólo le habían tirado un trozo de pan disecado una vez cumplida la cuota diaria. Incluso eso era susceptible de ser robado por las residentes más veteranas. Por algo se había entregado a alguien como Ottavio.

—Si pudiera visitarme de vez en cuando... lo consideraré una compensación por todo y viviré una vida retirada y solitaria en el convento.

No había ninguna posibilidad; que el anciano rey frecuentara un convento daría lugar a un grave escándalo. Isabella estaba segura de que si él sentía un ápice de lujuria por ella, jamás la dejaría ir a uno. También estaba segura de que, por muy cerca que estuviera de la muerte, no sería capaz de dejarla marchar sin acostarse una vez con ella. Se había forjado esa inquebrantable confianza en sí misma gracias a los distintos hombres con los que había estado a lo largo de su vida. Estaba hecha de acero, incluso cuando corría el riesgo de acabar de nuevo en el convento si jugaba mal sus cartas.

Levantó la cabeza y clavó en León III una mirada ardiente. 

—No debería haber confiado en el poder del amor.

—¿Amor...?

Por un breve instante, lo que había sentido hacia Ottavio también le había parecido amor. Un hombre que se presentaba en aquel horrible convento con los brazos llenos de azúcar y harina tenía que parecerle el gran amor de su vida mientras conservara todos sus miembros; en realidad, aunque no los conservara.

—Sí, amor, si a los sentimientos de afecto se les puede llamar amor.

Ella también podría haber amado de verdad a ese anciano de pelo blanco si lo hubiera conocido entonces. 

—Respeto, cariño... echarle de menos cuando no está... si esa añoranza no es amor, ¿qué es?

Ahora, sin embargo... él era más un instrumento para su codicia y necesidad de venganza. 

—¿Me... echas de menos cuando no estoy?

—¿No siente lo mismo por mí?

Lo hacía. Cuando perdía de vista a Isabella, solía pensar en su preciosa voz aguda, en su forma de parlotear como un ruiseñor, en su piel suave como la porcelana y en su rostro cautivador. Esos rasgos armonizaban entre sí: tenía dos ojos, una nariz y una boca como todo el mundo, pero sólo los suyos eran lo bastante bellos como para hipnotizarle. 

—S-sí...

—¡Yo también!

Por supuesto, la hermosa Isabella no amaba a León III por su rostro ni por su juventud, pero él no reflexionaba demasiado sobre esa parte. La mayoría de las mujeres se sentían atraídas por él como el hierro por un imán, independientemente de su aspecto; eso debía de significar que poseía algún tipo de encanto. Lo único que le importaba ahora era que Isabella pensara así de él, que pensaran así el uno del otro.

—Ohh...

—¡Aunque he tenido que vivir en este lujoso palacio sin paga alguna, penuriado y rechazado, he podido soportarlo todo porque amo a Su Majestad!

León III se repitió una y otra vez la palabra “amor”, y por su mente pasó tardíamente la idea de que Isabella no tenía dinero para vivir. Una confesión de amor de una mujer que era más joven que sus hijos era algo muy dulce, tan dulce que ideas más sensatas no lograban asomarse. Por ejemplo, no reflexionó y recordó que las mujeres de veinte años rara vez se sentían atraídas por hombres en sus años crepusculares.

—Pero... —ijo Isabella agachando la cabeza—: Veo que sus sentimientos por mí tienen un límite. No tiene intención de rescatar a su pobre Isabella a pesar de que es constantemente humillada y pateada.

—¡Eso no es verdad!

—Abandoné ese convento por amor, y vine al palacio de Su Majestad sólo por amor, y sin embargo, una vez más me estoy haciendo daño. No debí... —añadió en un murmullo apenado—, ...armarme de valor.

—Isabella...

—Por favor, déjeme ir.

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