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SLR – Capítulo 502

SLR – Capítulo 502-1

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 502: El diablo está en los detalles

Cuando Agosto había guiado a Isabella hasta la cámara del rey, había mostrado unas habilidades singulares que no podían explicarse con el sentido común. Por lo que ella sabía, nunca antes había estado en el interior del Palacio Carlo, y sin embargo conocía el desconocido castillo por dentro y por fuera. La pequeña y desgastada puerta lateral en la muralla del castillo, la cerradura que se deshacía con una patada, e incluso el pasadizo secreto que conducía desde un agujero en el jardín y a través de un laberinto subterráneo hasta los aposentos del rey: lo conocía todo como la palma de su mano.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Te lo dije. Poseo los recuerdos del Antiguo.

Isabella había preguntado exactamente quién o qué era ese "Antiguo" pero él no había respondido. Su mirada parecía decir "Las almas inferiores como tú no merecen saberlo". Sin embargo, respondió a su siguiente pregunta.

—¿Hay algo que no puedas hacer?

—Hay muchas cosas que no puedo hacer y, al mismo tiempo, puedo hacerlo todo —sonrió, mostrando sus dientes blancos—. Puedo hacer realidad todos tus deseos.

Se había reído de eso. 'Eso suena improbable.'

En aquel momento, lo que ella había deseado era estar con un noble etrusco, uno muy superior a Ottavio y al marido de Clemente, que la había puesto en este aprieto. El lugar vacante a su lado no era uno que alguien de la baja condición de Agosto pudiera ocupar.

Agosto se había echado a reír como si pudiera leer todos sus pensamientos.

—Ah, te estás burlando de mí. Puede que lo hagas ahora, pero pronto volverás a pensar en mí.

Algo en él había cambiado después de entregarse a Arche-Rillu. Ahora podía "ver" los secretos del universo, del pasado y del futuro. Incluso el Agosto que caminaba junto a Isabella por el pasadizo secreto del palacio estaba eufórico de un modo anormal y lleno de una grandeza semejante a la del líder de una secta.

—Eres una mujer con un gran número de deseos —había dicho con una sonrisa burlona—. Deseos que no pueden satisfacerse con métodos normales.

Había tenido razón. Convertirse en la amante oficial de León III no le había impedido desear una lista cada vez mayor de cosas.

'Poner de rodillas a Julia Helena. Eliminar a Rubina. Destruir a Césare. Arruinar a Alfonso y Ariadne. Que nadie me niegue nada nunca más. Belleza eterna.'

Y ni uno solo de ellos podría llevarse a cabo utilizando métodos legales o incluso sensatos.

Isabella había estado ensimismada un momento; ahora se dio cuenta de la confusión del rey.

—No es nada complicado —añadió con la mayor inocencia posible—. Se trata de alguien que trabajó para mí en la casa Contarini.

Se tocó de la barbilla; esto era evidentemente inesperado. Cuando apareció por primera vez en el Palacio Carlo, él le había preguntado si había algo o alguien que quisiera traer de casa.

—¿Por qué no trajiste a esta persona al palacio cuando viniste por primera vez?

'En aquel momento, no quería volver a verle porque acababa de aprovecharse de mi situación desesperada'. Como no podía decir eso, en su lugar le sonrió con los ojos.

—Yo sólo era una piedra que rodó sola hasta aquí —hacerse la víctima era demasiado fácil para ella—. Temía demasiado a la Gran Duquesa Viuda Rubina como para hacer la petición.

Bajó sutilmente la cabeza. El velo que cubría la mitad inferior de su rostro añadía un toque misterioso a su belleza, y la mirada suspicaz de León III dio paso inmediatamente a la ternura, como si su cerebro hubiera dejado de funcionar. Tal era la naturaleza de una gran belleza. En realidad, era una belleza que había quedado totalmente arruinada por la cicatriz de su mejilla, y sin embargo podía hacer magia utilizando únicamente sus ojos, que habían sobrevivido. Por eso Isabella estaba tan ansiosa por recuperar por completo su rostro.

—...con la Gran Duquesa Viuda Rubina vigilándolo todo como un halcón y yo alojada en un rincón de los aposentos de Su Alteza, ¿cómo iba a soñar con pedir que trajeran a mi propio sirviente?

Echarle la culpa a otro siempre era muy dulce.

—¡Ugh, Rubina!

'Volvió a maltratar a la pobre chica mientras yo no miraba'. El rey nunca podía hacer nada con los asuntos de las mujeres por muy vigilante que estuviera, y era problemático tener que lidiar con ello.

—Bueno, puedes hacer lo que quieras.

Aceptó de buen grado la petición de Isabella. No le pedía que fuera a discutir con Rubina en su nombre, sino que tuviera un sirviente más en palacio. No había razón para negarse.

—Pero la cosa es, Su Majestad... —no dejaba de mirarle, fingiendo ingenuidad y lástima.

—¿Sí? ¿Qué pasa? —preguntó él, desconcertado por su actitud engañosa.

—Este especialista en el cuidado de la piel destaca demasiado para el palacio...

—¿Es muy fea esta persona? —preguntaba, enumerando lo que se le ocurría. Ser prejuicioso le resultaba muy fácil porque nunca tenía que responder ante nadie—. ¿Le faltan miembros? ¿Es ciego? ¿Mudo?

—No, no es nada de eso —Isabella dudó antes de confesar la verdad... pero sólo la mitad—. La persona es un moro…

León III soltó una sonora carcajada.

—¡Oh, pensé que era algo horrible! —no era gran cosa, y ésta era una oportunidad para hacer alarde de su generosidad—. He oído que hoy en día muchas familias aristocráticas eligen deliberadamente moros para tenerlos como esclavos. Todos tienen uno en su séquito. ¿Por qué iba a ser un problema para mi amante oficial tener uno como su especialista en el cuidado de la piel?

Isabella reflexionó sobre su siguiente paso. Ya que el rey estaba de tan buen humor, ¿debería confesar que el moro también era un hombre? Pero no se atrevía a soltar la lengua.

El rey, sin saber por qué dudaba, soltó una carcajada y declaró con benevolencia—: Puedes trasladarla tan pronto como quieras —también tuvo la amabilidad de pensar en la manera de hacerlo—: La mansión Contarini en la capital debe estar desierta en este momento. Ya que de todos modos no hay nadie allí, podrías enviar a alguien al territorio occidental de la familia para recuperar a esta especialista. Tendría un viaje más corto desde allí a la ruta que tomamos a Harenae, lo que significa que se reuniría contigo más rápido. ¿No es así?

Fue la mejor muestra de consideración posible por parte de León III, que había desarrollado una extrema reticencia a utilizar su cerebro porque otras personas lo hacían todo por él, pero Isabella la rechazó.

—No. Es probable que haya dejado su trabajo en la casa del conde y esté ahora en algún lugar de San Carlo.

Las cejas del rey se alzaron y formaron picos triangulares.

—¿Qué hace una especialista en el cuidado de la piel que solía trabajar para una casa noble para ganarse la vida sola en San Carlo?

—El cuidado de la piel no es su única especialidad. También es una excelente boticaria y alquimista.

Los ojos de León III adquirieron un brillo repentino. '¿Alquimista?' La alquimia estaba mucho más avanzada en el Continente Negro que en el Continente Central.

—¡Así que por eso elegiste una mora!

Isabella asintió vigorosamente con la cabeza, feliz, cuando él llegó por sí mismo a este entendimiento.

—Muy bien, entonces. ¡Puedes ordenar a mis guardias reales que pongan avisos en la ciudad buscando a una persona que se ajuste a su descripción!

Isabella sonrió al instante.

—En realidad, ¿puedo decirle que venga directamente a Harenae?

—Por supuesto. Estoy a favor de que empieces el tratamiento lo antes posible —eso significaría que la consumación también ocurriría antes. Su estado de ánimo se elevó—. Envía a alguien ahora para que ponga los avisos. También tengo curiosidad por ella, ya que dices que es una alquimista experta.

Isabella lo abrazó, radiante. El pus había remitido de sus heridas, pero aún olía al perfume que se había rociado densamente para cubrir el olor: una mezcla de lirios, sándalo y almizcle.

—¡Gracias, Majestad! Sabía que podía contar con usted.

***

Y así, se tomó una decisión única en la vida: el príncipe y su casa actuarían separados de la corte del rey mientras ésta viajaba al sur hacia Harenae.

[No he podido dormir pensando en los sospechosos sucesos de la frontera norte. Este invierno, Alfonso de Carlo y los Caballeros del Casco Nero permanecerán en la parte central del país para vigilar San Carlo como prueba de su lealtad a mí, su monarca.

El rey León III de Etrusca, defensor de la Iglesia de Dios y de la fe.]

La mención de la frontera norte se había colado a hurtadillas, y cada cual tenía una interpretación diferente de a qué se refería. Los que sabían que el noreste estaba plagado de invasores creyeron que se refería a los bandidos de Assereto. Los que no estaban tan familiarizados con la política entre bastidores y sólo recibían información de los anuncios oficiales pensaron que se refería al conflicto entre Trevero y Gallico, que se encontraban a ambos lados del puerto de Pisarino.

Trevero había exigido a Gallico que le entregara el puerto como había prometido. Su tratado estipulaba que Filippo IV, rey de Gallico, lo haría siempre que se aprobara la ley de amnistía sobre la Ley Allerman. Sin embargo, lo que Filippo IV había querido conseguir en realidad llegando incluso a ceder el puerto era hacer de su hijo bastardo Jean su legítimo heredero, no mejorar la vida de un millón de bastardos excluyendo a Jean. Enfurecido por la factura que había recibido sin haber obtenido nada, había trasladado la caballería pesada de Montpellier a la frontera más cercana a Trevero.

Independientemente de lo que León III entendiera por "frontera septentrional" nadie en San Carlo había pensado que el palacio del príncipe actuaría realmente solo y, sin embargo, ahí estaba el edicto, delante de sus ojos. La realidad siempre superaba a la imaginación.

La familia real hizo las maletas en un instante bajo la dirección de Rubina, y las familias nobles de San Carlo se apresuraron a hacer lo mismo tras recibir la inesperada orden de viajar.

—A mí también me gustaría quedarme en San Carlo, si es posible —suplicó a Ariadne Bianca, la joven gobernante de Harenae. Ambas tenían autoridad, pero no los títulos oficiales que les correspondían. Sin embargo, estas circunstancias externas no influyeron en su positiva relación.

—Deberías irte. Hace mucho que no estás en tu territorio.

Bianca había estado lejos de Harenae desde que la abandonó para matar a Ippólito con sus propias manos. El viaje a Salamanta había sido largo, y ya había pasado mucho tiempo en San Carlo, con Alfonso y Ariadne.

—No importa lo dignos de confianza que sean tus subordinados, un territorio sin la supervisión de un gobernante caerá en la ruina.

—¿Cómo sabes todo eso?

Ariadne no respondió. Sólo le dedicó una leve sonrisa antes de cambiar de tema.

—Escucha, Bianca, tengo algo para que te lleves a casa.

—¿Es un libro sobre la realeza o algo así?

Bianca se sentía reacia; no quería seguir estudiando. Se le daba bien, pero eso no significaba que lo disfrutara.

Ariadne la cogió de la mano y la guió hasta la habitación contigua, que estaba vacía salvo por el regalo; todos los muebles habían sido trasladados fuera. Era el único objeto que seguía allí.

—Toma, Bianca. Este es mi regalo para ti.

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