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SLR – Capítulo 504

SLR – Capítulo 504-1

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 504: Cambiando el futuro con mis propias manos

A pesar de ser la esposa del único príncipe legítimo del reino, Ariadne no era más que una condesa. Alguien podría señalar que sólo ocupaba ese cargo por el hecho de ser mujer, y sería un argumento lógico a primera vista. Había una carretera que sólo estaba abierta a las mujeres.

Sin embargo, esa autopista no conducía a la cima del mundo. Si una persona con su capacidad de acción, comprensión de la sociedad y conocimiento de todos los acontecimientos de los próximos quince años hubiera tenido total libertad de movimientos, ¿se habrían detenido sus logros donde lo hicieron? ¿Quizás, en lugar de ser la esposa no reconocida del príncipe y tener que vivir bajo el pulgar del rey en palacio, habría fundado un país propio? El Gran Duque Juldenburg, que se había beneficiado por defecto gracias al efecto mariposa que había desencadenado Ariadne, se había convertido en el nuevo rey del Reino de Jesarche una vez resucitado después de mil años.

—Aferrarse a tu nombre como mujer es como caminar por la cuerda floja, sabiendo que puedes caerte en cualquier momento.

En vida, la difunta reina Margarita había sido excluida por ser extranjera. Tras su muerte, fue venerada como la madre sabia de todos, como si la exclusión nunca se hubiera producido. No es de extrañar; siendo Rubina quien ocupara su lugar, todo el mundo estaba obligado a anhelar la justicia y equidad de la reina.

Pero, ¿y si se supiera que había acumulado fondos militares para el príncipe Alfonso, y que en realidad el oro debería haber ido al Refugio de Rambouillet para alimentar a los pobres? Su reputación caería en picado, como la de Rubina e Isabella.

Lo que había hecho no era ético. Había sido inmoral. Había matado a los hijos de otros para salvar al suyo propio. Por otro lado, el dinero se había convertido en fondos para Alfonso y luego en un enorme beneficio visible para el reino en forma de los Caballeros del Casco Nero. Los Caballeros eran la única forma de detener la caída del reino, el resultado que los Etruscos de Ojos Abiertos deseaban tan desesperadamente.

En un futuro lejano, cuando el Imperio Moro asaltara las costas etruscas, ¿qué elegiría la gente: los pobres que estaban en el refugio en el pasado o sacrificarlos para salvar a los plebeyos del presente de ser masacrados por el ejército imperial? Los que estaban en el momento de la invasión gritarían que los pobres del pasado no importaban, mientras que los que estaban en el refugio darían su vida para protestar contra esa idea.

Los humanistas dirían que no se puede dar valor a la vida humana. Los teólogos estarían en un amplio espectro. Los de un extremo sugerirían dejar que la naturaleza siguiera su curso para que se cumpliera la voluntad de Dios. Los del otro extremo argumentarían que, puesto que la voluntad de Dios era acabar con los herejes del Imperio Moro, habría sido correcto sacrificar a más personas con ese fin.

Y los que realmente influían y registraban la historia -es decir, políticos y escritores- contaban fríamente las cabezas para evaluar las ganancias y las pérdidas, siempre que estuvieran sopesando los méritos y deméritos del rey. En el caso de la reina, sin embargo, el mero hecho de que se hubiera producido una malversación de fondos provocaría que la buena reputación que tenía en los libros de historia se cubriera de nuevas y mordaces críticas. Una mujer que hiciera algo poco ético tenía que ser derribada inmediatamente. Una mujer que no encarnaba las virtudes femeninas se convertía en una peligrosa extremista, independientemente de sus logros, y la virtud número uno que se esperaba de una mujer era no perturbar el orden establecido.

León III cometía cada día fechorías peores en aras de su propio entretenimiento. Por ejemplo, malversó el presupuesto de defensa nacional para despilfarrarlo en los alquimistas que investigaban la eterna juventud. Nadie cuestionaba su autoridad y estaba completamente a salvo. En cambio, a su reina se le había exigido que fuera intachable.

Ariadne contempló pensativa "la Ciudadela de la Virgen María de Urbino".

—Bianca, algún día deberías cambiar el título de ese cuadro.

Una vez que Bianca se convirtiera no sólo en Lady Bianca, sino en Duque Harenae de pleno derecho y en gobernante de la región meridional digna de su nombre, nadie se atrevería a quejarse de que la "Virgen María de la Ciudadela de Urbino" se convirtiera en "La joven Katarina, contemplando con amor a la hija que tiene en sus brazos".

—Obtén tu legitimidad como Duque Harenae y gobernante del fértil sur y restituye a tu madre al lugar que le corresponde.

El día en que Bianca había aparecido con la cabeza medio podrida de Ippólito dentro de un grueso y sucio saco de cáñamo, Ariadne había visto esperanza.

—Asegúrate de que nadie pueda ocultar tu nombre tras el de otro.

En el pasado Bianca había quedado en segundo lugar tras Ippólito de Mare, duque Harenae, por lo que perdió el apellido real "de Carlo", convirtiéndose en Bianca de Mare, duquesa Harenae. Ese había sido su futuro fijo. Y sin embargo, ella había llevado a cabo personalmente la ejecución de Ippólito.

—Estoy segura de que el futuro se puede cambiar.

De pie frente a la cariñosa sonrisa que emanaba de la madre en el gran lienzo, Bianca de Harenae, una mujer que había cambiado su propio futuro, asintió con confianza.

***

—¡Líderes, partan!

Vuuuu. Sonó el cuerno de guerra, que rara vez se oía en el reino etrusco. Ahora se utilizaba únicamente con fines ceremoniales, aunque antaño anunciaba las acometidas llenas de pasión de los guerreros que corrían hacia el campo de batalla. Se redujo a una señal utilizada por la guardia real para indicar que el rey y su corte partían hacia el Palacio de Invierno de Harenae. Bastaba mirar este cuerno para comprender la naturaleza salvaje que el reino había perdido por completo.

—¡Hyah! ¡Vamos!

Con los gritos de los cocheros y los látigos sonando por todas partes, la larguísima procesión de carruajes abandonó las puertas del palacio. Era un espectáculo grandioso. El carruaje de seis caballos ocupado por el rey iba a la cabeza, y en fila detrás de él iban los carruajes de cuatro caballos que contenían al Gran Duque Pisano y a su madre, Lady Julia Helena, y a la amante oficial del rey.

A continuación, un enorme enjambre de carruajes de dos caballos con diversos personajes importantes de San Carlo, incluidos aristócratas de alto rango. Aquí terminaba el grupo que encabezaba la procesión. Siguieron los carros de carga del palacio; eran setenta, y ni uno solo era tirado por bueyes. Todos llevaban dos caballos. Mostraban a simple vista el poderío del reino etrusco.

—Madre mía, desde luego tienen muchos caballos aunque no nos hayan quitado ninguno —murmuró el señor Manfredi—. ¿Por qué intentaron eso cuando ya tenían todo lo que necesitaban?

Sólo después de que pasaran los vagones de carga les siguieron los aristócratas que no habían entrado en el grupo de los "importantes". Eran los barones y vizcondes que caían rendidos de gratitud por haber sido invitados a una fiesta en palacio. Entre ellos había algunas familias cuyos miembros iban todos apretujados en un carruaje de un solo caballo. Les esperaba el sufrimiento.

Para ser justos, todos los aristócratas habían tenido que apresurarse para salir y hacerse notar por el rey tras la repentina notificación. Todos ellos -los de alto rango que se encontraban en la capital, los cortesanos que sólo tenían conexiones en la capital, los de bajo rango que acababan de llegar de otras regiones y estaban a punto de dar media vuelta y regresar de inmediato- se habían apresurado a empacar los artículos de lujo y esenciales que necesitaban para el invierno en obediencia a las órdenes del rey, o más bien de Rubina.

Había diferencias económicas entre ellos. Los aristócratas de alto rango tenían dos caballos tirando de sus carros de carga, mientras que algunos de los cortesanos sólo tenían un caballo para los suyos. Luchaban mientras avanzaban juntos, intentando no quedarse atrás.

Algunos de los aristócratas de bajo rango tenían incluso carruajes de un solo caballo para ellos y sus familias. Unos pocos utilizaban carretas tiradas por bueyes para su equipaje. Esas carretas, al ser más rápidas, se desplegaban a los lados para no estorbar a los carruajes de dos caballos de los demás.

Era fácil ver en este viaje cuánta influencia política y riqueza tenía cada persona. Para algunos fue un día en el que su orgullo subió hasta el cielo. Para otros, fue un desfile vergonzoso que les hizo querer esconderse en algún agujero. Y para algunos, el orden en que viajaban no les inspiraba ningún sentimiento.

'Isabella debe de estar contenta', pensó Ariadne mientras contemplaba la interminable procesión. Por fin, por primera vez en su vida, Isabella encabezaba la procesión que se dirigía a Harenae. Hoy, al menos, se sentiría en la cima del mundo.

'O tal vez no. Tal vez está molesta porque tiene que estar detrás de Rubina.'

Ariadne conocía bien a Isabella; su suposición era más o menos correcta. Por otra parte, la naturaleza de Isabella era sobrepasar la imaginación de todos. En efecto, iba a la cabeza, viajando a paso seguro en su cómodo viaje hacia el sur, montada sola en un carruaje de cuatro caballos. Sin embargo, en realidad estaba resentida, por ir detrás de Lady Julia Helena, que era una invitada del país.

Ariadne seguía mirando la línea, completamente ajena a las ridículas ambiciones de Isabella, cuando algo cálido tocó su mejilla. Era la mejilla de Alfonso. Se inclinó para poner su cara junto a la suya y susurró—: Lo siento.

Ella se volvió para mirarle al oír esta inesperada expresión.

—¿Por qué demonios?

—Prometí enseñarte las parras del palacio de Harenae, pero tengo que romper esa promesa una vez más.

'...ah'. Lo había dicho hacía mucho tiempo, en el baile de máscaras, probablemente en el que la Gran Duquesa Lariessa hizo su primera aparición. Había prometido que recogerían uvas de las parras del Palacio de Invierno y se las comerían, pero no le había enviado una invitación.

Se rió como si no importara.

—Ah, ¿eso? No sabía que aún te acordabas.

—Es importante cumplir las promesas —replicó con seriedad. Estaba tan solemne como si lo hubiera jurado por Dios y por su padre—. Tengo que coger una uva de esa vieja parra justo antes de que caiga de una rama que se está doblando bajo su peso, y luego dártela de comer.

La primera sonrisa que le dedicó fue falsa. La vida anterior que había vivido con Césare había llegado a su fin, pero ella no se había quitado la costumbre de fingir. Había reprimido todos sus sentimientos heridos porque no quería ser una mujer pesada e ingobernable, e incluso Alfonso no siempre decía lo correcto. A veces hablaba sin cuidado porque no entendía en absoluto los sentimientos de las mujeres; a menudo, era completamente inútil aunque ella le estaba agradecida por su consideración. Nunca había celebrado un aniversario ni se había animado a comprarle un regalo espontáneo. Estaba en el campo de entrenamiento desde el amanecer hasta el anochecer para no perder el filo que había afilado durante la guerra, sin darle nada más que una cara agotada y un beso en la frente cuando volvía por la tarde.

Aun así, Ariadne nunca decía una palabra de queja aunque algo le molestara. 'Al final lo dejaré de todas formas', se recordó a sí misma mientras se tragaba todas sus emociones. No necesitaba gastar energía innecesaria en cosas que carecerían de sentido una vez que ella se hubiera ido, por su bien, por el bien de todos.

Pero esta vez sonrió de verdad. Se había olvidado de las parras en Harenae, pero el recuerdo de esperar todo el día la invitación de Alfonso, que nunca llegó, seguía vivo en su corazón. Era doloroso; aún le dolía. Nadie había vendado esa herida, hasta hoy. Que Alfonso recordara algo tan trivial de antaño la llenó de una calidez que surgió de lo más profundo de su corazón.

—Alfonso...

Aunque no se daba cuenta, lo que sentía era alivio. Se dio cuenta de que habían estado juntos tanto tiempo y habían creado tantos recuerdos, y que él también los apreciaba.

Sintió verdadera curiosidad por las uvas de la vieja viña.

—¿Son realmente tan buenas las uvas? ¿Estás tan seguro que puedes garantizarlo?

—No te asustes cuando te dé de comer una.

Se olvidó de sus planes de dejar a Alfonso, aunque sólo fuera por un momento. Se imaginó a su lado, descansando en una hamaca colgada entre los árboles y saboreando la carne dulce como la miel de una fruta que estallaba dentro de su boca.

Sería un sabor que nunca antes había experimentado. Sería una 'vida' que nunca antes había experimentado.

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