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SLR – Capítulo 466

SLR – Capítulo 466-1

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 466: La amante oficial del rey, la casta

Se hizo el silencio en la sala. ¿A quién amaba la duquesa Rubina, al anciano León de Carlo o a la riqueza y el poder que poseía? La respuesta era tan obvia que necesitó tiempo para humedecerse los labios antes de responder.

—¡Hemos pasado varias décadas juntos! —gritó, con un ligero retraso, y continuó con renovado vigor para compensar la demora—. ¡Te di un hijo! Fuiste mi primer hombre y te di toda mi juventud —ahora gritaba con todas sus fuerzas—: ¡Te conocí cuando era joven y te di los mejores años de mi vida!

León III había dejado de escucharla en algún momento. Cuando ella empezó a gritar, él se sintió muy libre de preocupaciones.

‘Merece que la dejen de lado.’

Sus gritos le habían concedido una indulgencia por sus pecados. El terrible temperamento de Rubina, su furia desmedida... estaba harto de todo eso. Le repugnaba cómo tergiversaba la verdad con astucia y le utilizaba como arma. Ayer mismo le había dejado en ridículo al no contarle toda la verdad sobre el incidente de Alfonso. Sólo la irrupción de Isabella le impidió tomarle la palabra; su conciencia se había opuesto ligeramente a quitarle el título para dárselo a Isabella. Ahora, sin embargo, se sentía totalmente en paz con su decisión.

‘Debería estar agradecida de que la dejara vivir’. A su modo de ver, ella le debía mucho por no castigarla y permitirle seguir siendo la administradora del palacio. Normalmente, sería azotada y encarcelada en la Torre Oeste por este comportamiento.

Ella seguía gritando por algo, pero él no dijo nada; simplemente se dio la vuelta y salió de sus aposentos.

—¿Su Majestad? ¡Su Majestad!

No reaccionó al oírla gritar detrás de él.

‘Al final siempre salgo perdiendo. Ja, mírame, un tonto cegado por el amor. Me arrepiento de los largos años que pasé con ella…’

La duquesa Rubina había dicho que habría aceptado la mansión Contarini en la situación de Isabella. Había apostado al caballo equivocado. No aceptarla había sido lo correcto. Un arranque de mal genio había bastado para agotar las reservas de afecto en el corazón del rey.

Así, León III concluyó su divorcio unilateral.

***

[Isabella, condesa Contarini, es nombrada amante oficial del rey.

León III.]

Este pequeño edicto tuvo una gran repercusión.

—Bueno, todo el mundo tiene talento para algo, supongo —pronunció Ariadne concisamente una vez lo hubo leído.

Alfonso la miró. Revelar así la pésima relación que mantenía con su hermana era incómodo, pero no cambió de postura. 

—¿Qué? Tengo razón.

Lady Julia Helena estaba más sorprendida que nadie por la noticia. 

—¿Cómo? Así que la condesa Contarini tenía una relación así con el rey?

Se estremeció. Aunque su padre, el marqués Synadenos, no era completamente fiel a su madre, actuaba dentro de los límites del sentido común. Nunca había codiciado a una mujer tan joven como para ser su hija, ni había puesto sus ojos en la prometida de su hijo. En realidad, Isabella nunca se había comprometido con ninguno de los hijos de León III, pero como siempre, Julia Helena llegó a la conclusión correcta, sólo que sobre las personas equivocadas.

—¿Qué clase de familia es ésta? Son un caos. 

Por primera vez, se cuestionó si había sido la decisión correcta casarse con la familia real etrusca.

Si bien Julia Helena fue la persona más sorprendida por el giro de los acontecimientos, otra persona fue la más conmocionada.

—¿Qué? ¿Isabella?

El cardenal de Mare había estado buscando monasterios por todo el país que pudieran estar dispuestos a acogerlo, pero regresó a San Carlo en cuanto se enteró de la noticia. A decir verdad, no estaba tan sorprendido; era totalmente acorde con el carácter de su hija mayor. Como padre, sin embargo, no pudo evitar sentirse desdichado.

—Hola, padre.

—Hola.

Entró en la mansión De Mare, donde los preparativos de la mudanza estaban en pleno apogeo, y entregó su abrigo a su hija menor. No era la seda roja que había llevado como cardenal, sino una prenda usada por los hermanos laicos, tejida con lino basto.

El interior de la mansión parecía cavernoso, la mayoría de sus muebles y accesorios habían sido vendidos. Tampoco quedaban muchos días para quedarse aquí. Sentimientos complicados surgieron en su corazón mientras miraba a su alrededor, pero ahora no era el momento para eso. —Tengo que ir a palacio inmediatamente.

—...así que volviste a la capital por Isabella. 

Ariadne se sintió resentida. Su padre no había aparecido cuando ella lo estaba pasando mal, y sin embargo había venido corriendo en cuanto se enteró de lo de Isabella. No le había escrito para contarle sus dificultades, para ser justos, pero aun así no podía evitar sentirse de esa manera. Isabella tampoco le había escrito para pedirle verle.

Por desgracia, el cardenal no tuvo tiempo de pensar en cómo se sentía Ariadne. 

—¡La amante del rey! 

Aunque el título le otorgaba todo el lujo y la extravagancia del mundo, también pintaba una diana sobre ella. La amante oficial del rey se convertiría en cordero de sacrificio en cuanto surgiera un problema político. Los problemas financieros se atribuirían a su extravagancia, los diplomáticos a su torpe interferencia en asuntos nacionales importantes. La verdad no entraría en juego; ella sólo sería un trozo de carne que podría arrojarse a los siervos enfurecidos. Ningún padre que tuviera la cabeza bien amueblada vería con buenos ojos que se pusiera a su hija en esa situación.

—¿Podrías prepararme un carruaje?

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—No lo sé. No estoy seguro.

Ariadne insistió tenazmente. 

—Tenemos que discutir qué hacer con tus cosas.

—Puedes ocuparte de eso por mí, ¿verdad? 

El cardenal de Mare corrió hacia el establo, demasiado agotado para esperar a que el carruaje llegara a la puerta principal.

Ariadne le siguió con la mirada. Su objetivo al hablar con él no había sido realmente obtener orientación sobre la qué hacer con sus posesiones. Sólo quería conversar con él.

Durante mucho, mucho tiempo, se quedó mirando a su padre mientras se alejaba a toda prisa. Siempre le había observado la espalda así cuando era joven; él nunca le mostraba la cara. Lo mismo ocurría ahora.

Sintió una oleada de ira, pero se limitó a suspirar profundamente y darse la vuelta. Una buena hija hacía lo que le mandaban, y hoy también lo haría.

***

Su padre había salido corriendo para atrapar a la hija descarriada sin tener en cuenta los sentimientos de la otra. Una vez que llegó, comprobó que la primera no tenía ninguna inclinación a dejarse atrapar.

—Condesa Contarini, alguien solicita una audiencia.

La situación de Isabella había mejorado notablemente desde que se convirtió en amante oficial de la realeza. En primer lugar, se había mudado del rincón de los aposentos de la duquesa Rubina en el que se alojaba. Su nueva habitación estaba en los aposentos de la amante real, situados en la zona del Palacio Carlo que ocupaba el rey. Rubina había vivido allí mientras vivía la reina Margarita; estaba casi justo al lado de la alcoba del rey. Isabella tenía ahora una base de operaciones desde la que podía controlar el acceso al rey.

—¿Quién desea una audiencia conmigo? —preguntó con una sonrisa triunfal. La nueva habitación no era lo único que había adquirido. Como amante real oficial, ahora recibiría 450 ducados al año para mantener su apariencia. También podría tener una criada propia.

‘Tal vez sea una noble de San Carlo, pidiendo ser mi doncella’. Hasta ahora nadie se había ofrecido para ese puesto -después de todo, ella tenía mala fama-, pero seguía siendo optimista. Los aristócratas habían hecho cola ante su puerta, deseosos de entablar una relación, en cuanto se hizo cargo de los antiguos aposentos de la duquesa Rubina. Aunque la mayoría de ellos no eran notables, algunos tenían antiguos vínculos con familias de alto rango. ‘Si los rechazo, ofrecerán a sus esposas desesperadamente.’

El tiempo estaba de parte de Isabella, al menos en su mente. Sin embargo, la alegría de su rostro se distorsionó cuando supo quién había solicitado verla.

—Bueno... es Su Eminencia el Cardenal de Mare. 

Técnicamente, ya no era cardenal, pero todo el mundo le llamaba por su antiguo título por cortesía, sobre todo en presencia de Isabella... excepto la propia Isabella, que no estaba interesada en ser cortés con su padre.

—¿Qué? ¿ahora? ¿Qué quiere ese viejo conmigo?

El criado real se sobresaltó. No había preguntado por qué; no se le había ocurrido que un padre necesitara una razón específica para visitar a su hija. 

—No dio una razón para pedir...

—¡Oh, olvídalo! —soltó Isabella—. ¡Me descuidó cuando era joven y tenía éxito, pero intenta aferrarse a mí ahora que es viejo, pobre y está solo!

No podía controlar su temperamento. Se imaginaba lo que diría su padre: ¿había venido a fastidiar? ¿Para quejarse y pedir un favor? En cualquier caso, estaba harta de él. La idea de que se entrometiera en su vida actuando con altivez la enfurecía, y una petición servil era una perspectiva aún más repulsiva.

—Usó su dinero y su autoridad para cavar mi ruina, ¿pero ahora finge que somos una familia unida?

El criado no podía unirse a ella para criticar a su padre; tampoco podía intentar calmarla cuando se encontraba en un estado tan agitado. Lo único que podía hacer era permanecer de pie, nervioso.

—¡Dile que se vaya ahora mismo!

—¿Le digo que no se encuentra bien? —preguntó con cautela.

—¿Que no me encuentro bien? ¡Ja! —Isabella extendió una mano hacia él, irritada. Él estaba confuso -¿qué se suponía que tenía que darle?- y ella le reprendió con maldad—. ¡Idiota! ¡Ahí! Allí.

Señalaba un abrecartas sobre el escritorio.

—¿Esa cosa? 

Podría haberlo cogido ella misma. ¿Por qué estaba señalando...?

—Eso no. ¡Tráeme algo más afilado!

El criado corrió a la cocina y trajo una afilada daga. Isabella se la acercó al pelo y, ante la atónita mirada del criado, se cortó un mechón de rizos enrollados.

—¡Tírale esto a la cara! —presentó el pelo al criado. Cuando él no entendió, ella le espetó—: ¡Él sabrá lo que significa!

Todo lo que le había hecho, la forma en que la había echado y proclamado que ya no era su hija, ella se lo haría pagar. 

—¡Dile que no vuelva nunca, nunca!

No, en realidad no era así como se sentía. Cuando llegara a la cima, llamaría a su padre y lo haría arrodillarse a sus pies, diciendo: “¿Ves, padre? Soy la mujer de más alto rango en este reino. No confiaste en mí y te negaste obstinadamente a apoyarme, ¡pero lo hice! Yo tenía razón y tú estabas equivocado.”

‘Hasta que llegue ese día, mantente con vida. No te arruines, no seas feliz. ¡Vive una vida larga y libre de enfermedades para que puedas ver cada uno de mis movimientos con tus propios ojos!’

Isabella no se dio cuenta hasta el final: la razón por la que tenía esa cierta creencia de que siempre habría alguien vigilándola era que había sido amada.

***

—Su solicitud de audiencia ha sido denegada. La salida está a su izquierda.


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