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SLR – Capítulo 472

SLR – Capítulo 472-1

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 472: Arrepentimiento obligado a través de la humillación

—¡Alteza! —el señor Delfinosa se lanzó frente al Príncipe Alfonso, que avanzaba con Khaledbuch en la mano—. ¡Si quiere matar a la Condesa Contarini, tendrá que matarme a mí primero!

Desgraciadamente, los pasos del príncipe tenían un compás preciso, sin vacilación alguna. Ahora sólo había 15 piedi entre él y la condesa.

—¡Su Alteza!

Pasó por delante de Delfinosa. La punta de su espada, que había estado apuntando al suelo, bailó mientras se elevaba en un ángulo de 45 grados. El ritmo ligero y alegre hacía difícil creer que estuviera manejando esta gran espada, originalmente pensada para ambas manos, con una sola.

Isabella vio el destello de la punta con sus propios ojos, y su expresión cambió al fin de "No lo haría" al terror.

—¡No puede matar a un miembro de la Iglesia de esta manera, Su Alteza!

La punta de Khaledbuch tembló muy levemente, pero no se desvió del gran arco que estaba trazando. La antigua hoja de acero, forjada con meteoritos caídos del espacio, apuntaba ahora en diagonal hacia el cielo.

—¡Hagamos que se arrepienta sufriendo lo mismo que sufrió Gon de Jesarche!

La espada sagrada se detuvo en el aire en posición horizontal. Delfinosa, dando por fin con un argumento persuasivo, gritó desesperado—: ¡El Gon de Jesarche subió a la colina de Kranion con una cruz a cuestas y murió para redimir a sus pobres ovejas perdidas! La condesa puede ser una simple humana, pero puede arrepentirse de sus pecados sometiéndose a la misma penitencia.

—¡No puedes hablar en serio! —gritó una voz aguda; era Isabella, la persona que debía expiar—. ¡Prefiero que me maten!

Fue una reacción muy racional. La "expiación" que el Gon de Jesarche había soportado en Kranion no era factible para la gente corriente. Había sido azotado cruelmente. La herramienta utilizada para golpear a los prisioneros condenados a la crucifixión era un arma mortal, pesada y de forma irregular; se fabricaba trenzando treinta y nueve hebras de tela con hueso de animal.

Aquel santo había sido azotado sesenta y seis veces con ella. Su piel se había roto, sus músculos se habían desprendido y sus huesos habían quedado al descubierto antes de que se echara al hombro la cruz de la que colgaría y subiera a la colina de Kranion.

Isabella gritaba con todas sus fuerzas. La punta de la espada del príncipe Alfonso bajó hacia el suelo, pero ni siquiera eso la alegró. 

—¡¿De qué lado estás?! ¡Voy a morir de todos modos si me hacen esas cosas!

—No estoy de parte de nadie —replicó Delfinosa, ocultando lo mejor que pudo su desprecio hacia ella. Sabía que no debía enemistarse con la querida amante del rey, pero en aquel momento no podía ocultar su aversión.

Se volvió para mirar de nuevo al príncipe e inclinó la cabeza, arrodillándose sobre el suelo de mármol.

—Por favor, apelo a su fe. Usted, príncipe Alfonso, fuie el corderito más obediente de Dios; siguió sus enseñanzas mejor que nadie. Por favor, conceda a esa depravada persona que se desvió de Su guía una oportunidad de expiar sus pecados.

Los verdaderos sentimientos de Delfinosa se revelaron en su súplica final: 'No te ensucies las manos por eso'.

Alfonso no respondió. Delfinosa, interpretando el breve silencio como una respuesta positiva, se apresuró a gritar—: ¡Traed al sacerdote encargado de las oraciones por el penitente!

Había dudado un momento; imponer castigos corporales a Isabella podría ser la autoridad de la duquesa Rubina, o más bien de la gran duquesa viuda Rubina. Sin embargo, la imagen de la antigua amante del rey azotando a su actual amante oficial sería absolutamente terrible.

Además, si Rubina se negaba a llevarlo a cabo para evitar ser reprendida por León III, y posiblemente para inculpar a Alfonso de la eliminación de la condesa Contarini, todo esto sería en vano. Era mejor tratar el asunto confiándolo a la jerarquía religiosa.

Isabella había retrocedido lentamente, tras darse cuenta de que podrían azotarla, y ahora se dio la vuelta y echó a correr. Su resistencia no duró mucho; los caballeros del príncipe, que habían llegado antes de que ella se diera cuenta, le ataron ambos brazos y la inmovilizaron contra el suelo.

—¡Soltadme! —ordenó mientras forcejeaba contra ellos—, ¡¿Cómo te atreves a poner tus manos sobre la mujer del rey?!

Los hombres que la sujetaban eran el señor Manfredi y el señor Rothschild, ambos ayudantes cercanos del príncipe. Rothschild, el extranjero, permaneció completamente inexpresivo ante sus amenazas, hasta el punto de que ella se preguntó si no entendía el etrusco. Manfredi también ignoró sus movimientos con perfecta compostura a pesar de su personalidad normalmente frívola. Hacía honor a su reputación de guerrero veterano que había participado en muchas batallas.

Cuando sus amenazas no lograron convencer a sus captores, las dirigió contra otra persona: el señor Delfinosa.

—¡Señor Delfinosa! ¡Ayúdeme! ¡No puede dejarme así! Haga que me suelten ahora mismo.

—Es lo mejor que puedo hacer, condesa —respondió el secretario real, con el rostro rígido.

Los esfuerzos de Isabella tampoco sirvieron de nada. A continuación, gritó a los guardias reales que los rodeaban.

—¡El príncipe está intentando hacer daño a la mujer del rey! Si tenéis alguna lealtad a Su Majestad el Rey, ¡¡rescatadme ahora mismo!!

Pero ni un solo guardia real se atrevió a desafiar al furioso príncipe, que aún empuñaba la espada sagrada, ni a los caballeros a su servicio.

Isabella fue tomando conciencia de que no podía darle la vuelta a la situación, y una cascada de lágrimas corrió por su bonito rostro.

—¡No, no, esto no puede ser!

La amenaza de violencia física, que nunca antes había sufrido, la estaba volviendo loca. Arrodillarse ante Agosto había sido la vergüenza de su vida, pero al menos había sido voluntaria. Ser sujetada a la fuerza mientras la azotaban delante de todo el mundo estaba en un plano completamente diferente.

¡Y la iban a azotar! Se decía que los látigos dolían más que los garrotes. Tenía un miedo atroz al dolor que se esperaba que soportara.

Slam.

—¡Aquí está!

El sacerdote que residía en el palacio Carlo era el confesor del rey y la reina y vivía allí desde hacía mucho tiempo. Se había encargado sobre todo de oír las confesiones de la reina Margarita. León III no tenía ningún interés en confesarse, ni tampoco Rubina, que había sucedido a la reina con el estatus de pariente real a pesar de sus circunstancias extremadamente sospechosas. Esto significaba que durante los últimos años había tenido un negocio sin clientes.

Acompañaban al anciano sacerdote dos monjas que también habían servido a la difunta reina.

—Hermana —llamó a la monja anciana que había traído el látigo. En lugar de entregárselo, rezó una breve oración en silencio y lo cogió ella misma. Venía de un monasterio que practicaba la penitencia.

Sin mediar palabra, y antes de que Isabella intuyera lo que estaba a punto de ocurrir, blandió el látigo.

¡Crack!

El ruido espantoso llegó primero, seguido del dolor ardiente.

—¡Ah!

El grito de Isabella sonó con retraso. El látigo anudado había caído sobre la parte baja de su espalda; la sangre se filtraba a través de su vestido de satén.

¡Crack!

El látigo cayó por segunda vez. Isabella había apretado los dientes y mantenido la postura por humillación, pero se desmoronó en cuanto recibió el segundo golpe. Fue lo bastante doloroso como para desconectar su cerebro.

—¡Ahh!

Las manos de los caballeros que sujetaban sus brazos no se movieron en absoluto. Además, ahora que sus sentidos estaban tan agudizados, le dolían como el fuego.

¡Crack!

Cayó el tercer golpe. Mientras la gente miraba cómo la azotaban, formando un círculo a su alrededor, alguien corrió a ayudar a Ariadne a levantarse. Apenas tuvo tiempo de llorar, entristecerse o enfadarse.

¡Crack!

El cuarto golpe volvió a asaltarle la parte baja de la espalda. Ya ni siquiera podía gritar.

—Los creyentes penitentes aprenden a través del sufrimiento físico que todo lo que hay en este mundo, aparte de las enseñanzas de nuestro bendito Señor, es erróneo y carece de sentido —la regañó la anciana monja con voz majestuosa—. ¡Deja tu deseo de cosas inútiles y vacías!

Sin duda, el látigo tenía ese efecto. Sus golpes regulares y rítmicos alejaban de la cabeza todos los pensamientos excepto la determinación de eludir el dolor. Isabella apenas podía ver a los sirvientes de palacio, que cuchicheaban entre ellos. No tuvo tiempo de prestarles atención.

Y, sin embargo, la silueta de Ariadne, a la que sacaban cautelosamente con sumo cuidado, seguía siendo visible.

La solitaria cena en la Grande Sala da Pranzo, que se suponía iba a ser una celebración de su éxito, se había convertido en una ocasión de horrible vergüenza pública y agonía.

***

—¡Vaya, vaya, no puedo creer que me haya perdido una exhibición tan entretenida! —la Gran Duquesa viuda Rubina se agarró el estómago mientras reía—. ¿De verdad fue sujetada por los caballeros del príncipe y azotada?

—Sí, dos hombres grandes como casas la sujetaban a cada lado. Casi flotaba en el aire mientras la azotaban.

Devorah, la criada de Rubina, contaba emocionada la historia que había oído a otras personas del palacio. Aunque lo de "tan grande como una casa" era una clara exageración -el señor Rothschild era musculoso, pero el señor Manfredi era delgado-, la historia era de segunda mano y, por tanto, más picante e intrigante.

—El látigo era uno auténtico que la monja utilizaba para cumplir su propia penitencia. Estaba hecha un desastre después de los azotes. No sólo sangraba y estaba magullada, sino que tenía la piel rota por todas partes y los músculos dañados. No podrá evitar las cicatrices.

—¿Y también se lastimó la cara?

—¡Así es! ¡La gente decía que tendría que retirarse de ser amante real!

—¡Qué cosas le pasan justo después de conseguir el puesto! ¡Jajaja!

Desde la perspectiva de León III, sería como devolver un juguete nuevo sin tener la oportunidad de romper el precinto.

La marquesa Chapinelli, nueva dama de compañía de Rubina, añadió—: Pero, al parecer, hay cierta simpatía por ella en la alta sociedad.

—¿Qué? —respondió Rubina, desconcertada—. ¿Tienen simpatía de sobra por una desgraciada como Isabella? ¿Fueron siempre personas tan morales?

—Es porque el castigo fue demasiado severo.

La joven condesa Contarini había sido azotada en público y había sufrido lesiones en su aspecto. Los médicos que habían sido informados de lo sucedido por testigos presenciales habían dicho que la probabilidad de daños permanentes era alta.

—Es una mujer joven, y no tiene nada...

Era cierto. Su extraordinaria belleza era todo lo que tenía; si la perdía, se quedaría sin nada.

—Se trataba de un hombre azotando a la mujer de su padre. Se dice, sobre todo entre los viejos aristócratas de alto rango, que Su Alteza fue demasiado lejos.

—Todo es inútil —Rubina sonreía—. La sociedad aristocrática no recordará a una persona que no está allí.

Si León III echaba a Isabella, convirtiéndola en una persona sin presencia en el Palacio Carlo, bastarían tres semanas para que esa tonta simpatía se evaporara. La propia existencia de la condesa Contarini tardaría otro tanto en desaparecer de la memoria de todos.

—Me pregunto qué tan lastimada está su cara. Me muero de curiosidad.

Rubina había aprendido algo de cortesía observando a los demás durante sus treinta años en palacio. Esa fue la única razón por la que se abstuvo de decir que estaba emocionada por ver cuán arruinada estaba la belleza de Isabella.

—Devorah, ¿qué día de la semana es?

—Miércoles.

Rubina, que conocía bien la agenda de León III, sonrió endemoniadamente. —¡Ah! Hoy es el día en que Su Majestad regresa.

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