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SLR – Capítulo 486

SLR – Capítulo 486-1

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 486: Cuando el pasado frena al presente

Todo San Carlo -no, todo Etrusco- estaba vilipendiando a Isabella por haber provocado el aborto de la pareja del príncipe, pero Césare no podía unirse a ellos. Isabella había hecho algo que él deseaba desesperadamente: le había ganado algo de tiempo para que su Ariadne no pudiera abandonarle para siempre.

Si el niño hubiera florecido en su vientre y hubiera nacido como hijo de pleno derecho de Alfonso, Césare habría tenido que enfrentarse a un dolor de cabeza diez veces más doloroso en términos de ingeniería política. Además, se habría visto obligado a plantearse una cuestión más fundamental.

La pregunta se había hecho menos terrible gracias a Isabella, pero seguía causando un gran dolor a su frágil ego.

'¿Puedo… abrazar a Ariadne cuando tuvo por un tiempo al hijo de Alfonso?'

Aunque se trataba de una ilusión que se le había ocurrido a él solo sin pensar en los sentimientos de Ariadne, era su preocupación más importante. Había ocupado su mente desde que su aborto se hizo ampliamente conocido en la alta sociedad.

El propio Césare estaba tan lejos de la castidad como las montañas Prinoyak del océano, y las mujeres con las que había estado eran similares. Su virginidad no había sido una consideración; ni siquiera había dudado en llevarse a la cama a viudas y mujeres casadas. Esto no significaba, sin embargo, que el pasado de una mujer no le importara en absoluto. Todo lo contrario.

Le había sido posible acostarse con esas otras mujeres porque su intención había sido divertirse con ellas una vez y luego descartarlas. Como mucho, las había tenido un mes o dos. No era necesario que fueran de buena familia ni que tuvieran una buena educación, como tampoco era necesario que fueran puras.

—Haa...

Siempre había sido él quien hacía daño a los demás. Había destrozado hogares acostándose con mujeres casadas y había hecho llorar a jóvenes inocentes arrebatándoles la virginidad. Ellas habían soñado brevemente con alcanzar un estilo de vida lujoso a través de él, pero una vez que habían vuelto a sus vidas ordinarias, habían sufrido de mal de amores o de la noción equivocada de que habían hecho algo malo y perdido su oportunidad. A él le daba igual.

No sólo las mujeres habían sufrido por su culpa. También había victimizado a los hombres que las cortejaban después. Alguien que había sido una doncella llena de sueños podía encontrar desagradables las insinuaciones de un vecino de aspecto normal porque su rostro no podía compararse con el escultural de Césare. Una mujer casada con la que había jugado podría negarse a tener más relaciones con su marido, incapaz de olvidar la ensoñación de verano que había disfrutado con Césare. Todo esto debían resolverlo las partes implicadas.

Sin embargo, el karma llega a ti un día.

'¿Seré capaz de soportarlo cuando Ariadne me compare con ese chico?' A Césare le temblaban las manos. Nunca antes había pensado en el marido anterior o actual de una amante. Confiaba en sus habilidades en la cama. Estaba seguro de que era el amante más fantástico de la tierra, que era superior en ese aspecto a cualquiera que viviera actualmente en el Continente Central. Alfonso de Carlo era la única excepción a esa certeza.

No es que Césare conociera los detalles íntimos de la actuación de Alfonso en el dormitorio, sino que toda su vida, todo su ser, de hecho, consistía en sentirse inferior a su hermanastro menor.

'¿Puedo mantener la cordura cuando me compare con él?'

Tuvo una visión de sí mismo el día en que se convirtió en una sola carne con ella, buscando lo que creía que eran rastros dejados por su predecesor y rompiendo objetos cercanos. Incluso algo tan simple como la forma en que ella aceptaba sus besos le hacía imaginar cosas. No sería capaz de aceptar alegremente ni siquiera la señal de bienvenida más natural y deseada, como un par de manos femeninas deslizándose por su nuca con un latido de retraso. Sospecharía que ella ya lo había probado todo con otro hombre, que había comprobado que funcionaba, y que ahora le estaba haciendo lo mismo a él.

Fuera como fuese, la imaginaría acariciando a un hombre rubio exactamente con el mismo ritmo con el que ahora lo estaba acariciando a él. Fuera cierto o no, sentiría cierta convicción.

Sería catastrófico.

Césare estaba demasiado ocupado gimiendo de dolor, con la cabeza entre las manos, para darse cuenta de que estaba pensando en su primera vez con Ariadne como "hacerse uno con ella" y no como "tomarla para sí". Nunca había utilizado la primera descripción con ninguna otra mujer; todos los encuentros que había tenido hasta entonces habían surgido de una necesidad de conquista.

Se deslizó por la pared en la que estaba apoyado y se desplomó en el suelo. Tenía que parar. Perdería la cabeza si no lo hacía.

—Haa...

Pero no podía dejarlo pasar. No podía desprenderse de lo que sentía por ella a pesar de que era evidente que se vería inmerso en la situación más horrible posible: ser comparado con Alfonso de Carlo. Ella era su salvación, su única salvación. Ella era la única oportunidad que tenía para escapar de su vida de comparaciones, insatisfacción, encarcelamiento e inadecuación.

Había perdido su oportunidad por un pelo por culpa de esa maldita Isabella de Contarini.

No, en realidad, ya no podía culpar a Isabella. Toda la culpa podía echársele a Césare de Como, el lamentable bastardo que no tenía padre aunque sabía quién lo había engendrado, y que no podía hacer nada aunque era capaz de hacerlo todo.

El Archiduque Césare, el tercer hombre de más alto rango en el Reino Etrusco, estaba sentado en un edificio con incrustaciones de oro que era la pieza de arquitectura más pulcra y hermosa del Continente Central, vestido con la ropa más cara y hermosa del continente, y arrugaba la cara más hermosa del continente mientras se retorcía de agonía, pensando sólo en lo que no tenía.

***

Ariadne no tenía ni idea de que a menos de unos cientos de piedi de ella, cierto individuo albergaba estos asombrosos pensamientos.

Llamó a Sancha discretamente, lejos de los ojos vigilantes de los criados que pertenecían al palacio del príncipe.

—Sancha, hay algo que quiero que me traigas de fuera del palacio.

Intentar salir del palacio por sí misma crearía un alboroto mayor del necesario. En su opinión, la mejor manera de conseguirlo era que Sancha obtuviera un permiso de salida y lo trajera como pertenencia personal.

Le dijo a Sancha en un susurro bajo lo que era la cosa.

—¿Qué? ¿Quiere eso? —preguntó Sancha con los ojos muy abiertos. Nunca se había imaginado a Ariadne pidiendo ese objeto en concreto—. ¿Es para usted?

Todo tipo de escenarios de telenovela pasaban por su mente. 'Lo cogeré y... ¿lo mezclaré con la comida de la Condesa Contarini? Debe ser algo así.'

Pero Ariadne echó por tierra todas las fantasías de Sancha con una respuesta clara.

—Claro que es para mí. ¿Para quién si no?

La leal sirvienta que nunca decía que no a su señora sacudía ahora la cabeza con decisión.

—No puedo.

Estaba dispuesta a obedecer todas las órdenes de Ariadne, pero lo más importante era que quería que Ariadne cuidara mejor de sí misma.

—¡¿Hierba de cañavera?! —era una hierba anticonceptiva—. ¿Por qué tomaría eso, mi señora? Ya sabe que puede tener malos efectos secundarios.

N/T hierba de cañavera/carrizo: Esta hierba parecida a la caña crece hasta una altura de 12 pies o más en rodales densos a lo largo de las orillas de arroyos y ríos. Los pueblos nativos usaban la caña común de muchas maneras diferentes. Fabricaban instrumentos musicales, armas y recipientes con ella, además de usarla como alimento, medicina y juegos.

La hierba de carrizo era eficaz. Hervir una pequeña cantidad y beber su extracto con regularidad detenía la menstruación. También podía utilizarse en caso de emergencia; se decía que masticar la hierba cruda después de mantener relaciones sexuales evitaba el embarazo.

Dicho de otro modo, era muy potente. Las ancianas versadas en medicina advertían a la gente de que tuviera cuidado al usarla. Tomarlo durante mucho tiempo podía dejarles completamente estériles.

—No está garantizado que tenga efectos secundarios.

Los efectos secundarios variaban de una persona a otra. Algunos se volvieron estériles tras tomarlo solo tres meses, mientras que otros tuvieron muchos hijos incluso después de tomarlo durante diez años.

'Me pondré bien. Estoy segura de que estaré bien', se había dicho Ariadne a sí misma en su vida anterior cada vez que masticaba hierba después de mantener relaciones con Césare. Al hacerlo, había abierto una y otra vez una puerta que podía llevarla a caer por un precipicio hasta la muerte. Cada vez que se había enamorado de Césare, había abierto la puerta al precipicio.

Y ella había rezado: 'Querido Dios, por favor, consérvame sólo esta vez'. Había rezado tanto que Dios se había cansado de oírla.

Odiaba de verdad las emociones que de vez en cuando recordaba de aquella vida: ansiedad, negación, miedo. Había tenido miedo de que, si seguía haciéndolo, quedaría -no, de que ya lo era- permanentemente estéril. Había negado su amor. Había temido que si alguna vez le levantaba la voz a Césare, él la abandonaría inmediatamente.

'Hago todo esto para que al final podamos vivir en perfecta felicidad'. Estaba haciendo un sacrificio por el hombre que amaba, el hombre que la amaba. Eso era lo que ella había querido creer.

Sin embargo, cada una de sus acciones había gritado que no la amaba. 'Me ama lo suficiente como para hacerme su compañera, ¿pero me hace masticar una hierba anticonceptiva? ¿Un hombre que absolutamente debe engendrar un heredero a toda costa?'

Sólo había visto las cosas con claridad después de haber muerto una vez. Todo había sido una tontería. Desde el principio, Césare no había tenido intención de sentarla junto a su trono.

Ahora había recuperado la cordura, pero eso no significaba que no estuviera herida. No había tocado la hierba de caña desde que retornó, ni siquiera cuando otros se lo habían sugerido como forma de organizar su ciclo en torno a acontecimientos importantes como cacerías o bodas, y lo mismo había ocurrido durante su compromiso con Césare. No había querido volver a acercarse a esa planta maldita.

Sancha dio exactamente con esa cuestión.

—Mi señora, nunca se lo había oído mencionar. ¿Por qué me pide que se lo traiga ahora? Debería estar tomando hierbas para ayudarla a concebir, no…

Tenía razón. Si Ariadne realmente quería tomar hierba de caña, debería haberla tomado el día que se acostó por primera vez con Alfonso.

La noche en que recobró el conocimiento tras el aborto, tuvo un sueño.

—¿Cómo te sientes, princesa?

El sueño había tenido lugar a altas horas de una noche de invierno, en la que llovía a cántaros. Los torrentes de agua habían caído del cielo y se habían incrustado en el suelo. Los que no tenían un techo que les cobijara no habrían podido sobrevivir. Era el tipo de noche despiadada que separaba brutalmente a los que se habían establecido bajo el alero de alguien y a los que no lo habían conseguido.

—Su Alteza...

Y había habido una mujer llorando, una mujer que Ariadne conocía muy bien. Era la Principessa Isabella, su nombre de soltera Isabella de Mare, consorte del príncipe en su vida anterior.

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