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SLR – Capítulo 467

SLR – Capítulo 467-1

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 467: El invitado inesperado

En lugar de ir a un salón para reunirse con su hija, al cardenal de Mare se le dijo que abandonara inmediatamente el palacio. Nunca en su vida le habían tratado así.

De repente, se sintió enormemente avergonzado por estar vestido con la ropa de lino de un hermano laico en lugar de con la túnica roja de un cardenal. 

‘¿Es porque ya no tengo mi posición? ¿O porque ya no tengo poder y los poderosos han dejado de asociarse conmigo?’

Isabella era un poco mayor para actuar así, pero estaba claro que no era madura para su edad. Sacudió deliberadamente la cabeza como para deshacerse de esa idea y alejó sus pensamientos de ella.

En ese momento, el criado le tendió un cojín púrpura. El cardenal lo miró a través del monóculo que había empezado a usar hacía poco. Tardó un rato en enfocarlo.

Encima del cojín había una pequeña mata de pelo rubio rizado. 

—La condesa Contarini dijo... que lo entendería cuando le diera esto.

El sirviente que tenía delante llamaba a su hija con un título desconocido, pero él estaba muy familiarizado con lo que hacía: vengarse.

Debatió brevemente si recoger o no aquellos mechones cortados. La cabeza le daba vueltas. Sabía que este tratamiento no estaba relacionado con el hundimiento de su estatus socioeconómico... no, espera, ¿No tenía nada que ver? En cualquier caso, el hecho de que su propia hija le rechazara con ira y odio era al menos tan difícil de aceptar como el hecho de que le despreciaran por su pérdida de poder.

Tras vacilar un poco, cogió los mechones de Isabella con la mano. Los cabellos, ligeros como plumas, se dispersaron en todas direcciones con el viento que soplaba en ese momento.

Su plan había sido sugerirle que se fuera con él a un monasterio y que se llevara también a su nieta. Puede que él no fuera el paraguas más resistente que ella pudiera levantar contra esta tormenta, pero al menos podrían encomendarse con seguridad a una orden religiosa. Había pensado que podría presumir ante ella, aunque sólo fuera un poco.

Su hija, sin embargo, contaba con el apoyo de la persona más poderosa del reino; no había comparación.

Pero, ¿la mantendría a salvo ese hombre?

—¡Hem, hem! —tosió el criado cuando se quedó en su sitio.

—Ugh...

Simon de Mare dejó escapar un profundo gemido mientras se dirigía hacia la salida. Si fuera apostador, apostaría a que el nuevo pretendiente de Isabella le prendería fuego y la dejaría arder hasta que no quedaran cenizas. Si esto le ocurriera a cualquier otra persona, le diría: “¿Qué clase de padre deja a su hija en esa situación? Tienes que arrastrarla de vuelta a casa, ¡aunque tengas que afeitarle la cabeza para hacerlo!”

Pero el anciano clérigo no era un jugador, ni podía obligar a su hija a hacer nada. No podía hacer nada.

El solitario anciano siguió caminando, con los hombros caídos que parecían mucho más pequeños de lo que ya eran.

***

El Palacio Carlo recibió a un invitado inesperado, que normalmente debería haber sido recibido como su propietario.

—¡Bianca! ¿Qué haces aquí? Creía que no te veríamos hasta que bajáramos al palacio secundario de Harenae.

—¡Su Majestad! Casualmente viajé al norte hace poco, así que decidí pasar a saludar. 

Bianca de Harenae se había dejado caer de repente por el Palacio Carlo.

Como era prudente, se dio cuenta enseguida de que había una cara nueva en el palacio: una joven rubia de notable belleza. De hecho, con Rubina mirándola fijamente, habría sido más difícil no fijarse en ella.

—Y esta es Isabella, mi nueva amante oficial.

León III, temeroso de que Isabella se enfadara o llorara, presentó a su joven amante a su sobrina sin rastro de vergüenza. Isabella, ante esta oportunidad de mostrarse a alguien de alto rango, saludó a Bianca con una bonita sonrisa. 

—Lady Bianca, es un placer conocerla. Soy Isabella, Condesa Contarini.

Bianca se dio cuenta de quién era la mujer al oír el nombre, pero no respondió; sólo le devolvió la mirada con expresión ambigua. El primer problema con Isabella era que era una amante, sí, pero había otro: el título incorrecto. Últimamente, Bianca firmaba como “Bianca, duque Harenae”; ya nadie la llamaba “Lady Bianca”. Era de esperar, ya que había sido la única heredera del duque anterior y ahora era adulta. Todo el mundo lo aceptaba, excepto los que creían que las mujeres no podían heredar títulos.

Isabella se mordió el labio. No había obtenido la respuesta que esperaba, es decir, una respuesta cordial en la que Bianca dijera su nombre oficial y su rango. Sin embargo, había otra razón por la que no recibió más que una sonrisa incómoda.

¡Thud!

Bianca colocó un saco sucio sobre la mesa. El olor a carne podrida se hizo notar enseguida. Isabella comenzó a acercarse con alegría, suponiendo que era un regalo para ella, pero el hedor la hizo retroceder. 

—¿Qué es esto?

León III exigió tardíamente una respuesta con la mirada tras escuchar la pregunta de Isabella. Sólo entonces Bianca abrió la boca. 

—Es la prueba de que destruí a un criminal cuya orden de arresto firmaste.

Él hizo un gesto con la barbilla, sin saber lo que había dentro; ella tiró con fuerza del saco para abrirlo.

—¡Eeek! —gritó Isabella sin pensar, mientras Rubina fruncía el ceño. Dentro estaba la cabeza medio descompuesta de Ippólito de Mare, con los ojos todavía muy abiertos. Gracias al frío, no tenía gusanos.

—¿Por qué has traído esta cosa repugnante dentro? —preguntó León III con rabia, al ver a su querida amante petrificada. No reconocía la cabeza; emitía unos cinco avisos de “se busca” al mes.

—Necesitaba traerte pruebas para cobrar la recompensa. 

La respuesta no vino de Bianca, sino en la profunda voz de Alfonso, que acababa de entrar.

—¡Bianca! ¡Mi querida prima!

—¡Alteza! 

La soberana de Harenae se acercó rápidamente a Alfonso y le dio un abrazo entusiasta, más parecido al de dos caballeros que se saludan que al de un abrazo entre primos. Aunque él medía casi cuatro piedi, ella no era mucho más pequeña que él; tenía la robusta constitución de la familia real.

—¡Princesa Ariadne! —saludó con una brillante sonrisa a Ariadne, que había entrado tras Alfonso—. ¿Confío en que has estado bien?

—¡Duque Harenae! 

Ariadne también la abrazó feliz. Parecía haber crecido desde su último encuentro, tanto que parecía mayor que Ariadne. 

—Sí, así es. Gracias.

Había mantenido el saludo formal porque la gente estaba mirando, pero lo que realmente quería era que salieran corriendo abrazados a jugar en el campo. Su pequeña dama se había convertido en una mujer alta y admirable; su felicidad era sincera.

Mientras tanto, León III fruncía el ceño ante la conmovedora escena. Nunca había dado permiso para que se dirigieran a Ariadne como “princesa”. 

—Tienes que comportarte de forma más apropiada —dijo, regañando a Bianca para evitar la feroz pelea que temía que se produciría entre él y su hijo si afirmaba que ella no era una princesa—. Nadie querrá casarse contigo si sigues actuando así.

La Bianca del pasado habría llorado, pero había aprendido mucho gobernando su territorio. 

—Me he enamorado de Harenae —respondió con una sonrisa confiada—. El matrimonio está descartado.

—Una relación amorosa con la tierra no producirá un heredero. ¿Por qué no te dejas de tonterías y…?

La mención de un heredero fue un sutil ataque a Alfonso y Ariadne, pero la duquesa Rubina asomó la nariz desde su rincón. Había adivinado por la reacción de Isabella que había algo extraño en el contenido del saco. 

—¿Pero de quién es esta cabeza? A juzgar por ese rostro feo y amenazador, la recompensa por obtenerla debe haber sido bastante generosa.

—De Ippólito de Mare. La recompensa no es particularmente grande, en realidad, Su Majestad la fijó en 50 ducados.

Ariadne había adivinado de quién era la cabeza en cuanto oyó la palabra “recompensa” y no se escandalizó en absoluto. Isabella, en cambio, no pudo evitar las arcadas. 

—¡Urgh!

—¿Tenéis acaso buenas noticias para nosotros? —preguntó automáticamente Alfonso al rey. Su mente había estado ocupada últimamente con pensamientos en esa dirección.

Mientras Ariadne se tambaleaba al conocer la línea de pensamiento de su marido, León III hizo un gesto con la mano. 

—No, no, Isabella es casta.

Tanto Alfonso como Bianca pusieron caras peculiares. Sólo Ariadne, que ejercía un control magistral sobre sus expresiones, mantuvo una neutra, pero ni siquiera ella pudo llenar el silencio con un comentario apropiado. Una cara inexpresiva fue lo mejor que pudo hacer. ¿La amante oficial del rey, virgen? En primer lugar, dado que sólo una mujer casada podía recibir el título de amante, difícilmente podía ser casta. En segundo lugar, era ridículo que el rey se lo hubiera concedido sin haberse acostado antes con ella antes.

—Acabó así porque Bella necesitaba una razón para quedarse en palacio —declaró León III con orgullo. Parecía saber que sus afirmaciones no tenían sentido y quiso excusarse. Al mismo tiempo, parecía obtener satisfacción de la fidelidad fabricada de su amante. —¡Es una buena chica! Sed buenos con ella.

—Parece que Bella-Bella no necesita motivos para quedarse y prosperar en palacio —refunfuñó Rubina en voz baja desde su rincón.

Bianca no quería relacionarse con Rubina en absoluto, pero esto era demasiado divertido; no pudo evitar soltar una risita. León III la fulminó inmediatamente con la mirada, por lo que ella se aclaró la garganta y cambió de tema. 

—¡Ejem! ¿A quién le doy esto?

—¡Delfinosa! —llamó en voz alta el rey ofendido a su secretario—. ¡Ven aquí ahora mismo y deshazte de esta cosa!

Bianca cogió el saco que contenía la cabeza momificada de Ippólito. Ariadne sintió que se le llenaba el corazón al verlo.

En su vida anterior, Ippólito se habría casado con Bianca. Como Ariadne había sido enviada a la Torre Oeste justo antes de su boda, no había tenido la oportunidad de observar su matrimonio en persona. Sin embargo, los conocía muy bien y estaba segura de que no habría sido feliz, sobre todo para Bianca. Ippólito, aquejado de un sentimiento de inferioridad, la habría maltratado constantemente. Ella, de temperamento apacible y no entrenada en el arte de enfrentarse a la gente, habría aceptado las críticas sin sentido de su marido y se habría sometido a él, a pesar de que había sido ella quien había aportado al matrimonio todos los beneficios de los que disfrutaban.

Y sin embargo, Bianca sostenía en su mano la cabeza incorpórea de Ippólito.

‘Se pueden cambiar vidas.’

Ariadne sintió la cabeza como un símbolo del destino que ella misma había cambiado. Su vida anterior no era un punto fijo; ella podía hacer que ésta fuera diferente. Podía cambiar su vida y la de los que la rodeaban. Una amplia sonrisa iluminó su rostro sin que nadie pudiera entenderlo.

Sin embargo, ahora que lo pensaba, nadie había hablado de darle la recompensa a Bianca. Debido a la naturaleza de León III, no se sabía cuándo la recibiría si no lo hacía ahora. Ariadne dio un codazo a Alfonso, que comprendió enseguida.

—Dale al duque Harenae la recompensa —ordenó, mirando directamente a Delfinosa.

León III lo fulminó con la mirada, pero apenas podía objetar cuando Alfonso tenía razón. 

—Llegas en buen momento —le espetó a Bianca con rencor—. El Salón del Sol se inaugurará mañana por la tarde, y te quiero allí también.

—¿La Sala del Sol? ¿Para qué lo abres? —miró ingenuamente a Alfonso. Sólo se le ocurría una razón—. Oh, ¿es para tu investidura como Príncipe Heredero?

Alfonso rió amargamente, mientras León III se irritaba aún más.

—Es para la promoción del Duque Pisano a Archiduque, Duque Harenae —intervino la Duquesa Rubina. Ahora estaba de buen humor para dirigirse a Bianca con el título correcto. Al fin y al cabo, sólo faltaba medio día para que su hijo se convirtiera en el único archiduque del reino etrusco. No estaba claro si su título se generalizaría a nivel internacional, pero en cualquier caso, el Gran Duque Pisano tendría el mismo rango que el Gran Duque Assereto y el Gran Duque Juldenburg.

—¿Oh? —Bianca miró dubitativa a León III. Se sentía incómoda conversando con Rubina, quien en un principio era su amante, pero él juzgó precipitadamente que era un signo de celos.

—¡Así es! —respondió asertivamente—. Césare será nombrado archiduque. Espero que nos honres con tu presencia.

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