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SLR – Capítulo 469

SLR – Capítulo 469-1

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 469: Una pelea entre hermanas

Trumb. Le dolía la cabeza y sentía un hormigueo en las extremidades. Se sentía extrañamente mal; era como si todo su cuerpo estuviera hinchado. ‘Y papá también está enfermo…’

Ariadne supuso que el encuentro del cardenal de Mare con Isabella era el origen de su enfermedad. Había visto a Isabella sonriendo en la ceremonia de promoción de Césare unos días antes, de pie justo detrás de León III y con un aspecto feliz como una almeja sin ninguna preocupación en el mundo.

Sintió otro estallido de ira. Sin embargo, sólo tenía razón a medias sobre la razón de Isabella.

—No, en realidad, no se lo dije en su momento porque no quería disgustarle, pero… —Sancha empezó con cuidado, tratando de calibrar su estado de ánimo. Le preocupaba haberse pasado de la raya al ocultarle información a su ama—. Pregunté a alguien en palacio y me dijeron que le habían dado la espalda. No llegó a verla para nada...

Afortunadamente, a Ariadne no le importó en absoluto esa parte. Se habría enfadado si alguien la hubiera engañado con mala intención, pero Sancha lo había hecho puramente por su bien; así lo sentía en el fondo de su corazón.

—...por lo que es poco probable que la propia Isabella dijera algo cruel a Su Eminencia —añadió Sancha, aliviada por su reacción.

Sin duda, al cardenal de Mare le había dolido que le rechazaran en la puerta, pero seguramente eso era preferible a que le rompieran el corazón con las crueles palabras de Isabella. Ariadne simpatizaba plenamente con ese punto de vista. No obstante, el mero hecho de que su hermana hubiera tratado tan mal a su padre la ponía furiosa. 

—Cómo se atreve.

Tumb. A medida que le subía la tensión, le dolían al mismo tiempo la cabeza y el bajo vientre.

—Y... lo peor es que... —Sancha continuó—. El cardenal no dijo nada de esto, pero según el viejo Niccolo, que lo acompañaba....

El cardenal de Mare se había dirigido directamente hacia el oeste después de que Isabella lo echara del palacio: el oeste, donde se encontraba el territorio de los Contarini.

—Fue a ver al conde Contarini para que trajera a Giovanna con él.

—Oh.

—Niccolo se quedó fuera, así que no llegó a oírlo todo, pero... Ottavio Contarini, al parecer, se puso beligerante y le dijo a Su Eminencia: “Si iba a ayudarme, ¿por qué no lo hizo antes en lugar de intentar quitarme a mi hija a estas alturas?”

N/T: pues dirán lo que quieran pero Ottavio sí tiene razón 🤷

Ariadne podía imaginarse el ambiente hostil. Ottavio era un hombre joven y corpulento, mientras que su padre era pequeño. Pensar en lo indefenso que habría estado le hizo cerrar los ojos con desesperación.

Tras permanecer un rato en silencio, se dirigió a la habitación del Cardenal, donde habían acostado a su padre. Su estudio y dormitorio siempre habían sido amplios; sin todos los muebles, estaba vacío y desconocido en su abandono. La habitación ya no tenía la luz de antes, y su padre parecía aún más pequeño en el vasto y desierto interior. Incluso el colchón había sido vendido; el pálido cardenal estaba tumbado en una cama improvisada que consistía en sábanas tendidas sobre un pajar.

—Padre, ¿estás bien?

Sólo gemía y emitía ruidos de dolor como respuesta. Su cuerpo ardía. Ariadne se sintió inquieta mientras mojaba un paño en agua fría y le secaba la frente.

El cardenal empezó a murmurar, medio despierto, al contacto. Creyó que la llamaba cuando dijo—: Mi querida niña....

—¿Sí?

Pero su mirada era ambiguamente indirecta. No la miraba a ella, sino al espacio que había a su lado. 

—Todo es culpa mía —murmuró.

No hablaba con Ariadne. Su padre no se disculpaba con ella.

—Por favor, vuelve a mí, hija mía.

Su cuerpo se enfrió, pero conservó un último resquicio de esperanza. ‘No puede ser. No puede ser. No puede estar hablando con Isabella. No puede seguir queriendo a una hija que le trata así. No es posible. Sí, padre ha perdido a varias personas. Estaba Arabella. También Giovanna, la niña de sus ojos. Incluso tenía a Ippólito y Lucrecia.’

Justo entonces, el cardenal recitó claramente el nombre de la persona a la que se dirigía. 

—Mi querida niña, mi Isabella.

La última posibilidad de una victoria mental para Ariadne se desmoronó, y sintió un repentino estallido de ira hacia el cardenal de Mare. ‘¡Como si ella importara...!’

La sangre le subía tan deprisa que se mareaba. Tal vez fuera el frío de principios de invierno; su rabia ardía lo suficiente como para combatir su constante somnolencia. Sin embargo, no podía expresar sus sentimientos a su padre. Le corroía el miedo a perder su prioridad si era sincera.

No era un miedo mental, sino instintivo. Su rabia se transfirió a Isabella en su lugar. 

—¡Esa maldita criatura! Prepara el carruaje ahora mismo —le dijo a Sancha, que estaba a su lado—. Vamos al Palacio Carlo.

***

Como esposa de un príncipe, Ariadne tenía derecho a entrar en el Palacio Carlo. Por mucho que León III se negara a convertirla en princesa, no podía prohibir a la esposa de su hijo que acudiera a su casa. A diferencia del cardenal de Mare, ella podía moverse libremente por el palacio.

Como jefa del Refugio de Rambouillet, también tenía derecho a solicitar audiencias con el rey. Aunque esas solicitudes podían ser denegadas, ella podía hacer uso de ese derecho para llegar sin impedimentos hasta el salón de los aposentos del rey.

Si Isabella hubiera sabido que Ariadne irrumpiría tan alterada, habría hecho todo lo posible por evitarla, pero no tenía ni idea. Era una especie de emboscada. Tampoco era un buen momento; el rey se encontraba fuera de palacio. Era una ocasión muy rara: se había ido a una villa en el bosque de Orthe para usar las aguas termales para su salud. Isabella no había pensado mucho en su viaje, sólo le preguntó como una formalidad si podía ir con él.

Sorprendentemente, había declinado. ‘Volveré en un abrir y cerrar de ojos. ¿De qué serviría?’ Como Isabella en realidad no había querido ir con él, se había limitado a secarse unas lágrimas y a lamentarse de que no habría nadie para asistirle si ella no estaba allí.

Fue mala suerte. Debería haber ido al viaje.

—¡Isabella de Mare!

¡Thud!

Isabella, que había estado disfrutando del almuerzo en la Grande Sala da Pranzo, el comedor más grande del Palazzo Carlo, dejó caer el tenedor gracias a este repentino ataque del inesperado invitado.

—Vaya, vaya, ¿quién es ésta? —espetó bruscamente, irritada—. Mi vulgar hermanita, entrando aquí como un jabalí.

Estaban en un salón tranquilo sin que nadie les observara. En realidad, había ojos y oídos por todas partes en palacio, pero a Isabella no le importaba demasiado. Las opiniones de los sirvientes eran innecesarias, y la amante oficial del rey no se detenía en cumplidos a menos que vinieran de él.

Ariadne observó cómo su hermana prestaba atención al tenedor que había caído sobre su falda, y se enfureció al máximo. 

—¡¿Qué le has dicho a papá?! 

Se olvidó de todo lo demás, incluso del hecho de que Isabella era mayor. Toda la frustración y tristeza que había sentido hacia su padre se concentraba en cada palabra que escupía a su hermana. 

—¡¿Qué clase de bilis le escupiste para ponerlo tan enfermo?!

—¿Qué? —respondió Isabella, parpadeando con sus bonitos ojos—. Yo no he dicho nada. ¿Saltó de un edificio del susto o algo así?

Era consciente de lo que había hecho, pero eso no significaba que su comportamiento le pesara o que lo lamentara. 

—Un clérigo no debería hacer eso —dijo como si estuvieran hablando de un desconocido, y luego añadió un comentario amable con su voz de ruiseñor—: La vida y la muerte de papá no son asunto mío, pero imagínate la vergüenza que me daría si hiciera eso. No sería capaz de mirar a la gente a los ojos.

—¡Tú! 

Ariadne golpeó con furia su pie izquierdo. Golpe. Un dolor débil pero incómodo subió desde él por los muslos hasta el bajo vientre. 

—¡Se quedó postrado en la cama después de encontrarse contigo!

—La verdad es que no le dije nada —le dijo Isabella en tono afectuoso y fraternal—. No pude reunirme con él, por desgracia.

—Ya veo, ¿así es como se describe hoy en día rechazar a tu propio padre en la puerta? Fracaso humano.

La mirada de Isabella se tornó aguda ante el reproche. 

—¡Le pagué exactamente como me trató! Él fue quien me abandonó primero.

—Si eso es lo que llamas ser abandonado, supongo que me dejó para que me criaran los perros. ¡Sabes lo mucho que te mimaba!

—Exacto. Te dejó para que te criaran los perros —replicó con una sonrisa malvada—. No eres más que un perro salvaje que creció en una granja.

Ariadne estaba secretamente sorprendida de que Isabella hubiera dado mágicamente con el apodo que había tenido en su vida anterior, pero no cedió ni un ápice. 

—Educas a tu propia hija como si fuera un perro. No eres la más indicada para hablar—. Ariadne Había oído rumores, a Giovanna la cuidaban en condiciones objetivamente malas—. ¡Tu hija apenas tiene qué comer!

Todo el alquiler que cobraba el territorio de los Contarini se destinaba a pagar sus cuantiosas deudas y los intereses de las mismas. A petición de Ariadne, Rafael se había abstenido de cobrar intereses después de embargar la mansión, pero aún tenían que devolver el precio de la novia que habían recibido del viejo conde Bartolini por vender a Clemente.

No había sido el plan original de Bartolini extraer el precio de la dote -eso era una muestra de la última partícula de afecto que le quedaba hacia Clemente-, pero había cambiado de opinión después de que la duquesa Rubina le facturara los 4.000 ducados que Clemente le debía gracias al chantaje de Isabella. Las deudas de Clemente eran las deudas de la familia Bartolini. Las actividades financieras se llevaban a cabo entre unidades familiares, y una mujer no podía contraer deudas en su propio nombre.

En principio, todo esto era cierto, pero a veces, uno no podía evitar sentir el impulso de golpear a la gente que decía la verdad. Se dice que el iracundo conde Bartolini enloqueció e insistió en que no podía perdonar ni un solo bocado de la deuda de Ottavio.

Por su parte, Isabella no se inmutó en absoluto al dar esta altiva respuesta.

—Es la hija de Ottavio. ¿Cómo que es mía?

Ariadne la fulminó con la mirada. 

—Eres peor que una bestia. Incluso las yeguas de los establos crían a sus potros con amor y lloran desconsoladamente cuando son vendidos. 

Aquellos animales eran mejores padres que Isabella. 

—Padre fue a ver a Ottavio de Contarini y le ofreció llevarse a Giovanna si le resultaba difícil criarla. No recibió más que insultos que casi llegaron a una paliza.

Isabella sonrió despectivamente. 

—Oh, vaya. Debería haberse comportado mejor cuando tuvo la oportunidad. Si se hubiera ofrecido a ayudar cuando yo aún estaba cerca, eso no habría pasado.

—¡Tú y Ottavio estábais hechos el uno para el otro! 

A los ojos de Ariadne, la total falta de arrepentimiento de Isabella la convertía en un monstruo.

—No quiero oír eso de un jabalí criado por perros —replicó el bonito monstruo—. Quiero decir, eres muy brusca, forzando tu entrada en el palacio del príncipe aunque no tengas título para ello. Su Majestad el Rey está muy molesto por eso.

—¡Deja de meterte en asuntos que no son de tu incumbencia!

—¿Te gustaría ser mi criada? Eso al menos te permitiría vivir en palacio legalmente.

—¡Has perdido la cabeza! 

Ariadne miró a Isabella con desprecio, y no era sólo debido a su altura que podía hacerlo.

Eran muy diferentes, pero también tenían un parecido peculiar. Compartían algunos rasgos fundamentales, pero habían elegido caminos completamente distintos -el de Ariadne era fijo-, con resultados y recompensas completamente diferentes.

Como persona que había elegido ese camino fijo a pesar del peligro de que no hubiera forma de volver atrás, Ariadne hizo evidente todo su desdén. 

—¿Cómo te atreves, ramera del rey, a sugerir que la esposa de un príncipe se convierta en tu doncella?

Esto tocó un nervio con Isabella. 

—¿La ramera del rey?

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