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SLR – Capítulo 462

SLR – Capítulo 462-1

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 462: Una ausencia de conversación

Ella no podía darle un heredero legítimo. Incluso dejando eso a un lado, Ariadne seguía sin estar segura de ser una compañera adecuada para Alfonso.

‘Vamos a romper.’

Aquellas palabras le habían llegado hasta la garganta antes de calmarse. Se había negado obstinadamente a pronunciarlas en voz alta, pero no por ningún deseo egoísta ni por la imagen de Alfonso corriendo por el bosque de las afueras de Trevero para encontrarla. Era porque sabía que no era su opinión sincera y meditada. No había sido más que su horror al salir herida, haciendo una breve e inoportuna aparición.

Respiró larga y profundamente. 

—No, no es nada. Estoy bien —dijo antes de abrazar a Alfonso. No había elegido a Césare. Aunque sentían el mismo tipo de dolor, eso no significaba que tuvieran que estar juntos. Dos tritones viviendo juntos nunca conocerían las cordilleras de la tierra ni el olor de un bosque lleno de oxígeno. A Ariadne no le había gustado el mundo húmedo en el que había vivido. Por eso había buscado a un hombre que se sostuviera sobre dos pies y que la guiara hacia el vasto continente.

Lo que ella había elegido era un hombre que le enseñara lo que era el amor, un hombre digno de confianza, estable y firme, y que hubiera recibido amor y devoción de al menos uno de sus padres.

Sin embargo, la otra cara de la moneda era que Alfonso viviría con alguien que no sabía lo que era el amor. ¿Qué había hecho para merecer estar atado de por vida a una mujer inestable que ni siquiera podía dar a luz a sus herederos?

‘Tanto en mi vida anterior como en esta... todo lo que he hecho es usarte.’

Alfonso había evitado que huyera y ella le había cogido la mano con gusto. No era tan inmadura como para pedir de repente romper sólo porque no quería salir herida. Por otra parte, si después de deliberar llegaba a la conclusión de que eso era lo correcto, es decir, si su conciencia se veía obligada a competir con su avaricia, ¿qué bando ganaría?

—Ser mejor persona hoy que mañana es lo mejor que podemos hacer. 

Eso era lo que Rafael le había dicho. Mencionó que los pecados del pasado nunca desaparecerían y que la expiación no venía de lamentar el pasado, sino de tomar medidas para vivir una buena vida hoy.

En opinión de Ariadne, había cometido y seguía cometiendo pecados contra Alfonso.

‘¿Debería rendirme? ¿Sería realmente mejor para él si me alejara? Probablemente sí. No sé si podré vivir sin él.’

En ese momento no podía pronunciar una frase con ligereza; había demasiadas cosas que tener en cuenta, algunas dentro de los límites de su percepción y otras más allá. Por ejemplo, sus periodos solían ser irregulares, pero aun así, esta vez se había retrasado mucho. Era consciente del retraso, pero no lo había relacionado con ninguna otra idea. Su cabeza era un revoltijo incluso sin ese conocimiento. Dejó que sus ojos se cerraran suavemente.

Alfonso no adivinó lo que pensaba la mujer que tenía en sus brazos. Sólo le dio unas palmaditas en la espalda hasta que se calmó. Por muy fuerte que pareciera, era tan, tan frágil... que necesitaba protegerla. Era como un bebé; no podía seguir viviendo sin él.

Alfonso era una persona que obtenía la felicidad de la persona a la que sostenía sonriendo, creciendo y siendo feliz. La cara sonriente de Ariadne era en sí misma una fuente de alegría para él, aunque ella aún no era consciente de ello.

***

La institutriz de Julia Helena le había enseñado que debía convertirse en una mujer emprendedora. Por fin había hecho realidad este principio, no sólo en su mente, sino también en su corazón. Había superado sus temores de enfrentarse a León III y, como resultado, había obtenido muchas más cosas en comparación a cuando había esperado callada y educadamente.

—Un momento, por favor —la llamó en el pasillo el príncipe Alfonso, próximo rey de Etrusco, cuando salía del comedor.

La había evitado hasta ahora, lo cual era comprensible. Julia Helena había sido traída aquí para ser su novia, excepto que él ya tenía una esposa que estaba viva y bien. Estar cerca de ella probablemente había sido incómodo para él.

Sin embargo, esto tampoco era especialmente agradable para Julia Helena. Estaba recibiendo la frialdad del marido que le habían prometido en un principio. Por mucho que se repitiera a sí misma que la situación estaba fuera de su control, que el marquesado de Manchike no tenía ninguna culpa y que el plan no se realizara porque ella no fuera lo bastante atractiva, resultaba un tanto embarazoso.

Además, a pesar de estar aquí como representante y heredera de una monarquía, no se había reunido con nadie que ostentara el poder real gracias a que León III la obstaculizaba... excepto ahora, inmediatamente después de que ella hubiera protestado ante el rey, el príncipe se había materializado -¡ta-da!- para una charla cara a cara.

—Siento hacer esto mientras estás herida, y probablemente no te guste, pero hay algo que debes saber. 

El príncipe fue directo al grano, sin preámbulos, pero incluso eso le hizo más agradable. El corazón también le latía por otra razón: parecía estar solicitando una conversación seria sobre un asunto importante del gobierno.

Así se le había aparecido el Príncipe Alfonso, y sin embargo ésta fue la declaración que hizo.

—Los Caballeros del Casco Nero no irán a Dodessa.

Dejó escapar una breve exclamación de decepción. Había pensado que podría ser así, pero era diferente oírlo decir con tanta certeza. 

—Entonces, ¿qué hay del apoyo militar que Su Majestad prometió…?

—Lo único que Su Majestad puede prometerle es un ejército que él mismo pueda movilizar. 

Esto era casi una declaración directa de que no obedecía las órdenes de León III, rey de Etrusco, sólo posible porque se trataba de una conversación privada en un pasillo.

Julia Helena miró a Alfonso confundida. Era un espectáculo lamentable, de pie, con los ojos muy abiertos y una servilleta ensangrentada todavía pegada a la cara. Por muy inteligente que fuera, seguía siendo una adolescente que había cruzado un océano sola y había aterrizado en un país extranjero sin nadie que la ayudara.

—Y el ejército que mi querido padre, el rey, puede movilizar por sí mismo es... —añadió Alfonso. No había planeado hablar tanto, pero la dama era bastante ingenua, y le vendría bien algo de ayuda —... una fuerza de 4.000 personas de guardias reales de élite.

—¿Guardias reales? —Julia Helena parpadeó, comprendiendo enseguida que había algo raro en esa afirmación. La guardia real se llamaba así porque permanecía en la capital. Además, había dicho “fuerza de 4.000 personas”, no “fuerza de 4.000 soldados”. Eso también era extraño.

—Sí. Sólo unos 50 de ellos son caballeros. Son jóvenes caballeros de la capital. Sólo de las familias más prestigiosas, por supuesto.

No podía adivinar las verdaderas intenciones del príncipe, que decía esas cosas ambiguas que podían ser cumplidos o insultos con ese rostro solemne y ese tono serio. 

‘¿Guardias reales de élite? ¿Jóvenes caballeros? ¿Familias prestigiosas? ¿Qué significa todo esto?’ 

Ella aún no sabía que el príncipe de Etrusco era un hombre que decía la verdad y nada más que la verdad. No había ningún juicio de valor en sus palabras; eran simplemente los hechos objetivos, sin ambigüedad.

—Si esperaba más, le sugiero que vuelva a su país —le dijo con franqueza. Esta era la mayor amabilidad que podía mostrar a esta mujer que no era su esposa. El magnífico ejército de su imaginación no se haría realidad por muchas veces que se casara con Césare.

Pero Alfonso, que se concentraba sólo en la situación actual, no había entendido: lo que Julia Helena quería no era un ejército, sino otra cosa. Él no podía verlo porque, según el sentido común en el que vivía, no era algo que ella, o cualquier otra mujer lúcida, pudiera desear.

—Le pido disculpas por retenerle tanto tiempo a pesar de estar herida. Pronto se enviará un médico a sus aposentos. 

Era el médico militar de los Caballeros del Casco Nero. Su ayuda sería la primera y última que recibiría de ellos.

Alfonso se dio la vuelta. Se iba de verdad, después de haber dicho sólo lo que había que decir. Julia Helena se quedó mirando su espalda en retirada.

***

También había un hombre que, a diferencia de Alfonso, permanecía en silencio a pesar de haber venido a ver a Julia Helena.

—...

—¿Mi lesión? Está bien. El médico la trató. Dice que ni siquiera dejará cicatriz.

—...

—Gracias por visitarme en mi lecho de enferma.

Césare había dejado a Julia Helena charlando sola durante mucho tiempo. Sólo inclinó la cabeza en respuesta después de haber permanecido tanto tiempo en silencio evitando el riesgo de ser sospechoso de escasa inteligencia.

Pensó en privado que aquel hombre tenía un gran talento para hacer hablar a las mujeres.

Pero su cara también estaba herida. 

—¡Vaya! ¿Por qué tienes la cara hinchada? ¿Qué es esta mancha azul? ¿Un moratón?  

‘¿Cómo pudo pasarle esto? ¡A un tesoro nacional como su cara!'

—... no es nada. 

Ni siquiera dio la excusa habitual de “me tropecé con algo”, o “me caí”.

‘Es realmente callado’, pensó, con la cara enrojecida. Si las innumerables mujeres de San Carlo que se habían cruzado con él pudieran oír esas palabras, se desternillarían de risa.

La joven sonrió al contemplar el rostro de Césare, que tenía un moratón morado como el suyo. Combinaban como si fueran una pareja. 

—Los dos tenemos moratones en la cara.

—….

—¿No te parece que hacen juego?

El duque cambió inmediatamente de tema. 

—Su Majestad León III ha decidido hacerle un regalo preocupado por su herida. 

Esa era la razón por la que se había visto obligado a visitar hoy a Julia Helena.

—Dios mío.

El rey temía que, como Julia Helena había resultado herida a consecuencia de sus acciones, aquello estallara en un incidente diplomático. Ya había hecho tantas cosas que no quería más ruido. Por lo tanto, había decidido enviar un emisario con una gran pila de regalos. No era necesario, por supuesto, que Césare fuera ese enviado; había recibido un duro golpe el día anterior. Fue un milagro que no sufriera una conmoción ni se rompiera la nariz. Nadie podía oponerse a que rechazara el encargo.

Su madre había desempeñado un papel activo para que lo reclutaran y lo arrastraran hasta aquí en lugar de quedarse tumbado en su lecho de enfermo.

—¡¿Arruiné tu vida?! ¿Arruiné tu vida?

Rubina había infligido una enorme cantidad de daño en su batalla contra Ariadne, pero estaba absolutamente furiosa por la pequeña cantidad que había recibido.

—¡Yo te hice! Yo formé todo tu ser. 

Para ella, Césare era su creación, una entidad que le debía todo lo que había conseguido, desde su nacimiento hasta su título de duque.

—¿Por qué haces tanto alboroto por cosas que se dijeron durante una pelea? 

Había intentado reprimir el arrebato emocional de su madre -era la mayor resistencia que podía oponer-, pero ella no se amilanó. Había montado en cólera.

—¡No sé qué esperabas! ¡Esa criatura malvada y descarada! ¡La gente revela sus verdaderos sentimientos durante las peleas, sabes!

Con ella en este alboroto, Césare no había tenido más remedio que rendirse. 

—¡Alto! ¡Me voy, me voy! ¡Iré a ver a Lady Julia Helena!

Se puede llevar un caballo al agua, pero no hacer que beba. Tampoco se podía hacer estudiar a un niño simplemente contratando a un tutor. Césare se había presentado en los aposentos de Julia Helena con las manos vacías, habiendo tirado el ramo de flores que Rubina le había puesto en las manos, y ahora se mostraba extremadamente taciturno, algo poco habitual en él.

—Su Majestad... planea pagarle un vestido nuevo. 

En realidad, León III había ordenado a Césare que llevara a Julia Helena a la mejor boutique de San Carlo para que le confeccionaran un nuevo vestido de invierno, pero había resuelto endosarle la tarea a su madre como fuera y huir. Se había ganado mucho más que su sustento sólo con la visita de hoy. 

—Alguien se pondrá en contacto pronto.

Se levantó justo después de decir eso, y Julia Helena se apresuró a responder.

—¡Sí, sí, nos vemos pronto! 

Ella había arrugado y empaquetado en esas pocas palabras la implicación de que esperaba que él estuviera allí en persona.

En general, había disfrutado mucho más de este segundo encuentro que del anterior. Aunque de su reunión con el príncipe había obtenido información útil y el tratamiento de un eminente médico, no había sentido ningún aleteo en el corazón. La visita del duque Césare, en cambio, la mantenía despierta a pesar de lo breve y sucinta que había sido.

‘Pero en serio, ¡Nuestros moratones juntos forman un corazón!’

Su corazón de adolescente empezó a latir con fuerza. En San Carlo podía estar empezando el invierno, pero para ella era una primavera vibrante.

***

A la mañana siguiente, Alfonso recibió una indignada citación de León III. Ariadne había insistido en volver a la mansión De Mare, diciendo que no se quedaría a pasar la noche en palacio. Alfonso no entendía por qué se obstinaba tanto, pero después de recibir la citación, le pareció una suerte que se hubiera ido a casa.

—¡¿Amenazaste a Rubina y golpeaste a Césare en la cara?!

León III se indignó de que un incidente así pudiera tener lugar en su palacio. Alfonso mantuvo asiduamente la boca cerrada.

—¡Demuestra tu total falta de respeto hacia mí! ¡Di algo! —gritó León III a su silencioso hijo.

—Ese pedazo de basura...

—¡No llames así a tu hermano!

—Le pidió a mi mujer que tuviera una aventura con él.

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