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SLR – Capítulo 313

 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 313: La necesidad de ser amable

Ippólito disfrutaba de una tranquila siesta de mediodía cuando oyó ruidos en la puerta principal. Los ignoró, pensando con indiferencia que Ariadne había invitado a alguien.

Pero los ruidos persistieron más de lo esperado. Molesto, se dirigió furioso a la puerta principal, pero ni Ariadne ni su plateado carruaje estaban a la vista.

Regañó con altanería a los criados. 

—¡¿No véis que estoy en plena siesta?! ¿Qué significa todo este alboroto? Cualquiera diría que estáis celebrando una audiencia con el emperador.

Ante los gritos de Ippólito, la expresión del mayordomo Niccolo se contorsionó de pánico. —Joven amo... pero...

—¡Puede que no sea un emperador, pero soy tu padre! —le regañó el cardenal De Mare, apareciendo desde la parte trasera del carruaje. Parecía demacrado y extenuado, con las mejillas hundidas.

Asombrado, Ippólito gritó—: ¡P-Padre! —bajando los hombros, se excusó—. No te esperaba, pues no me avisaste...

Ya de mal humor, el cardenal replicó bruscamente—: ¡¿Me van a ordenar que te avise con antelación?!

Atemorizado, Ippólito se estremeció.

El cardenal siguió reprendiéndolo—: ¡Veo que has estado durmiendo todo este tiempo, incluso con el sol en lo alto del cielo! ¿Acaso posees alguna otra habilidad aparte de comer? No eres mejor que los sirvientes, ¡y sin embargo los maltratas a ellos y a mí! ¡¿Cómo te atreves a ignorarme?!

—No, padre, es un malentendido...

—¡Si no puedes hacer uso de ti mismo, al menos lleva mi equipaje! No, pensándolo mejor, ¡vete! ¡No puedo soportar verte!

El cardenal era plenamente consciente de la falta de productividad laboral de su hijo.

El cardenal De Mare señaló irritado al mayordomo Niccolo y ordenó—: Descansaré arriba. Niccolo, tú te encargarás de trasladar mi equipaje.

—Sí, Su Santidad. ¿Habrá algún objeto de valor al que haya que prestar más atención...?

El mayordomo Niccolo también se convirtió en víctima.

—¿Valor? —exclamó el cardenal—. ¿Cómo puede haberlo, cuando no he llevado nada conmigo? Si la “Sala del Papa” estuviera en mis manos, estaría en Trevero, ¡no en este miserable lugar! ¡Deja de decir sandeces y ocúpate del equipaje! ¡Y asegúrate de que nadie perturbe mis aposentos!

—¡Sí, Su Santidad!

Con pasos frágiles y débiles, el cardenal subió las escaleras hasta el segundo piso, tan delgado como un junco. Para Ippólito, fue como un relámpago. Con los ojos muy abiertos, todo lo que pudo hacer fue mirar fijamente hacia arriba.

* * *

Después de que el Príncipe y la Condesa De Mare se marcharan a examinar la Sala de las Estrellas en privado, el señor Manfredi se acercó al señor Elco con una pregunta.

—Elco, ¿lo ves? No es la espantosa dama que imaginabas.

Manfredi pensó que Elco tenía algún extraño prejuicio contra la condesa De Mare y esperaba disiparlo. 

—Es amable y cortés, nada que ver con la mujer que crees que es.

Manfredi creía sinceramente que Elco estaría de acuerdo, dado que Ariadne le había saludado con el debido decoro cortesano. Y su encanto personal era innegable cuando se experimentaba de cerca.

‘Es imposible no sentirse atraído por ella cuando se la conoce.’

Pero sorprendentemente, la respuesta de Elco no fue nada favorable. 

—No... vuelvas a hacer algo así, Antonio Manfredi.

Elco nunca se había dirigido a él por su nombre completo. El señor Manfredi se quedó perplejo ante su respuesta.

—¿Perdón? —balbuceó Manfredi.

El señor Elco gimió como un animal salvaje. 

—¡No alardees delante de mí! Me da asco.

El señor Manfredi había presentado a los dos por amabilidad y no esperaba en absoluto esta reacción. Sobresaltado, intentó contenerse. 

—¿Cuál es el significado de ese duro discurso, señor Elco?

—¡Deja de burlarte! ¡Lo hiciste para ejercer dominio sobre mí como si fueras mi superior! ¡No creas que ignoro tus intenciones! —Elco soltó de golpe sus viejos rencores contra Manfredi, pero la mayoría eran acusaciones injustas—. ¡No creas que soy ajeno a tu repulsiva piedad! ¡Crees que no merezco más que el trato de un plebeyo porque ya no empuño la espada! Deja de menospreciarme como a un humilde insecto.

—Señor Elco, eso es un malentendido...

—¡No me toques, farsante!

Elco apartó a Manfredi de un empujón cuando se acercó a él en busca de consuelo y salió del gran corredor con pasos retumbantes, incapaz de dominar su ira.

Manfredi estaba en estado de pánico, y se dio cuenta de que el señor Dino estaba igualmente estupefacto.

—Oh... —tartamudeó Manfredi—. ¿Desde cuándo estás ahí?

—Fui testigo de toda la escena.

—¿Tienes idea de por qué reaccionó así?

El señor Dino sacudió la cabeza. 

—Sé que querías ser amable, pero has traído problemas.

—¿Soy... el culpable de esto?

Manfredi se lo buscó, pero las consecuencias parecían excesivamente graves. Elco no debería haber creado tal escena en el palacio real.

—Eres demasiado generoso —dijo el señor Bernardino. Pero eso también iba por él mismo. En la mayoría de las organizaciones, los veteranos se aseguraban de que los jóvenes aprendieran a mantener la corrección en su puesto. El principio se aplicaba no sólo a las órdenes de caballería, sino a todas las organizaciones formadas por hombres.

‘Como soy mayor, no tengo más remedio que asumir el papel de villano’, pensó el señor Bernardino con un suspiro. Debería luchar físicamente en los campos de batalla en lugar de participar una batalla verbal. Sólo de pensarlo le dolía la cabeza.

El señor Manfredi preguntó atentamente al señor Dino.

—¿Por qué está tan enfadado?

Esa pregunta era innecesaria.

—¿Por qué te importa? Eres demasiado entrometido, ese es tu problema.

—No, no es que sea entrometido —protestó Manfredi—. Simplemente quiero saber qué le enfadó tanto de repente.

El señor Manfredi dilucidó la situación poco antes de que Elco perdiera repentinamente los estribos. 

—Y poco después... de repente gritó a pleno pulmón. ¿Podría haber sido por la Condesa De Mare? ¿Se enfadó porque ella no deseaba ser su amiga?

El señor Dino era un solterón cercano a los cuarenta y sorprendentemente astuto en asuntos como éste. Aunque no había tenido la fortuna de casarse con una mujer, sabía leer las intenciones de la mayoría de las mujeres nobles gracias a sus numerosas experiencias en la alta sociedad.

—Fue imprudente por tu parte presentárselo. Su Excelencia no tendría interés en relacionarse con Elco a menos que se hubiera vuelto loca.

Sin embargo, siendo inocente y joven, el señor Manfredi seguía sin entender. 

—¡No lo entiendo! Nos trató bien y es muy conocida por su dedicación al Refugio de Rambouillet. Por eso concluí que a la condesa De Mare no le importaba la diferencia de estatura o posición...

—Eso lo decidirá la Condesa, no tú, ¿Cierto?

El señor Manfredi parpadeó, comprendiendo por fin la situación. 

—Supongo que sí...

El señor Dino suspiró y lo regañó—: Por tu culpa, Elco tuvo sus esperanzas injustamente elevadas. Esperaba hacerse amigo de ella, pero se dio cuenta de que la condesa De Mare no compartía el mismo sentimiento. Por eso perdió el control.

Los ojos del señor Manfredi se abrieron de nuevo con sorpresa. 

—¿Significa eso que lo hice mal?

—Sí, lo hiciste. No tienes derecho a empujarlos hacia la cercanía. Más bien provocaste problemas al alardear de tu conexión con la Condesa mientras Elco no podía y pagaste la amabilidad de Su Excelencia de forma equivocada.

El señor Manfredi parecía al borde de las lágrimas y murmuró—: Pero... muchos quieren conocer a Elco, ya que es el brazo derecho del Príncipe. ¿Fue realmente un error presentarlos?

Innumerables eran las personas que trataban de ganarse el favor acercándose a los fieles seguidores del Príncipe, tan numerosas como los paneles de mármol que adornaban las paredes del palacio. También muchas mujeres aspiraban a ascender en la jerarquía social a través de tales esfuerzos.

—¿Por qué la Conde De Mare buscaría conocer a Elco? —preguntó Dino.

Eso fue similar a León III ganándose el favor del Barón Castiglione por dinero.

Al darse cuenta de lo ridículo que había sonado, el señor Manfredi se apresuró a corregirse.

—¡No quiero decir que ella quiera conocer a Elco! Simplemente pensé que querría ganarse su favor, ya que él podría hablar bien de ella al Príncipe.

—Si una mujer buscará ese tipo de cosas entonces ya no sería una buena mujer.

El señor Manfredi no tenía conocimiento de lo ocurrido en el pasado y ni siquiera podría haber imaginado que el señor Bernardino estaba escudriñando el carácter de la condesa De Mare como un suegro lo haría por el príncipe. ‘¿Por qué iba a preocuparse el señor Dino por el carácter de la condesa De Mare?’

Dejando a Manfredi confuso, el señor Dino chasqueó la lengua y empezó a marcharse. 

—En cualquier caso, ocúpate de tus asuntos y atiende a tus obligaciones.

—¡Pero hoy no tengo más deberes que asistir al Príncipe!

Parecía que estarían mejor sin Manfredi.

—¿Es así? —preguntó Dino de mala gana—. Nuestra caballería necesita un nuevo establo...

¡Jadeo! 

—¡Pero debo escoltar, no, asistir al Príncipe cuando aparezca!

—¡Su Alteza no es una Princesa encerrada en una torre, ni un idiota que perdería el rumbo en su propio palacio! ¡Deja de divagar y atiende tus deberes de una vez!

—¡Ay!

* * *

Lejos de la vista del señor Bernardino y del señor Manfredi, Elco sollozaba amargamente en soledad. El señor Dino se dio cuenta astutamente de que Elco tenía unas esperanzas ridículamente altas, pero nunca imaginó el alcance de sus ambiciones.

Su ira llegó al techo al ver destruidas sus esperanzas. Se encerró en su habitación en pleno día y gritó como un animal salvaje.

—¡¡¡Esa mujer no me ha reconocido!!! —dando una patada a la pared, volvió a bramar—: ¡¡¡Esa maldita p*rra no sabe quién soy!!!

Al principio, Elco trató de convencerse de que la mujer sí le reconocía, pero era demasiado tímida para revelar sus pensamientos. Pero, por mucho que lo intentara, él sabía si una persona lo reconocía o no.

La primera mirada que le dirigió al encontrarse en el gran corredor demostró su indiferencia hacia él. Era como si nunca le hubiera visto.

—Si es así, ¿por qué me sonrió en el carruaje? ¡¿Por qué?!

Recordaba vívidamente a Ariadne de Mare como una simple hija ilegítima de un cardenal, que aún no era condesa. La había escoltado por orden del príncipe Alfonso. Cada detalle de ella, desde el color de su atuendo hasta la imagen de su cabello, estaba grabado en su memoria.

—¡¿Por qué tomó el carruaje conmigo si iba a olvidarme?!

‘Esa cortesana vulgar incluso me sonrió coquetamente cuando estábamos solos en el carruaje.’

A su angustia se sumaba su propia ignorancia. Había movido el rabo como un perro y le había preguntado si se acordaba de él, a pesar de que no era nada para ella. Si tuviera un lugar en su memoria, le habría propuesto que huyeran juntos, dejando atrás sus pasados.

Si ella le aceptara... Pero ella le había mirado con ojos fríos e indiferentes...

—¡Argh! —Elco tembló de dolor. 

SLR – Capítulo 313-1

Evidentemente, una mujer que le gustaba mucho le había despreciado, y él no podía hacer nada para evitarlo.

Se sentía incompetente, impotente, patético y derrotado. Se sentía vacío por dentro, pero pronto la rabia lo invadió. No sabía que se estaba convirtiendo en un monstruo.

* * *

Con la escolta de Alfonso, Ariadne entró en la Sala de las Estrellas, pero la imagen del hombre de pelo gris ceniza aún persistía.

‘Algo en sus ojos... era desagradable.’

No, era una emoción más fuerte que el desagrado. Ariadne estaba acostumbrada a que los hombres escrutaran su figura. Tras ser nombrada jefa del Refugio de Rambouillet y reconocida como la Santa de los indigentes, los hombres rara vez revelaban su lujuria hacia ella. Sin embargo, cuando era una niña cualquiera en la granja, la mayoría de los hombres no hacían ningún esfuerzo por ocultar sus intenciones lascivas hacia ella.

Esto había continuado durante mucho tiempo antes de su reencarnación. Antes de que Césare conquistara el palacio real mediante un golpe de estado, la mayoría de los hombres la consideraban un blanco fácil, dado el desprecio que sentían por su prometido.

Sin embargo, Ariadne nunca se había topado con un hombre que la mirara fijamente con tanta intensidad. Y los ojos del hombre no revelaban mera lujuria o deseo sexual; albergaban un anhelo más profundo y primario. Aunque temporal, percibió su deseo de conquistarla por completo, de la cabeza a los pies.

Si hubieran sido amantes, ella podría haberlo considerado romántico. Desgraciadamente, por lo que ella sabía, el hombre de pelo gris no era más que un subordinado de Alfonso. Involucrarse con gente que cruzaba la línea rara vez llevaba a un final feliz.

—¿Cuál es tu impresión de la sala? —Alfonso había estudiado continuamente a Ariadne desde su lado durante todo el camino. Sintiendo su inquietud, habló para distraerla—. Es el Salón de las Estrellas, un salón de baile bajo la autoridad del Príncipe Heredero.

Antes de sus días como guerrero, Alfonso había sido demasiado joven para celebrar un baile en este salón. Incluso después de ganar prestigio político, Alfonso se había mostrado reacio a utilizar este espacio, ya que no había ascendido al papel de príncipe heredero.

—La habitación ha estado descuidada durante años.

Era enteramente voluntad del Rey aplazar la investidura de su único heredero como Príncipe Heredero. Sin embargo, Alfonso no tenía intención de enfrentarse a su padre, ya que no encontraba la necesidad de gastar energías en un posible cargo que le correspondería llegado el momento.

Independientemente de su posición, quería abrir esta sala para Ariadne. Se había enfrentado a muchas dificultades antes de ser nombrada guía de Bianca, y quería que aprovechara al máximo la oportunidad.

—Es... precioso —dijo Ariadne asombrada.

Era la primera vez que veía este lugar. Nunca había tenido la oportunidad de visitarlo, ni siquiera cuando residía en el palacio antes de su reencarnación. La residencia de Césare había sido el palacio principal del Rey, dejando el Palacio del Príncipe cerrado y desierto.

Todas las paredes del gran salón estaban adornadas con mármol Bianco Carrara meticulosamente trabajado. Alfonso cogió la mano de Ariadne, que era tan exquisita como las finas obras de arte de mármol del Salón de las Estrellas.

—Una orquesta, de aquí hacia allá, tocará música que resonará en toda la sala —Alfonso trazó una larga línea en el aire con la mano derecha de Ariadne en la izquierda—. Y la señorita debutante entrará por la puerta del centro, por la que acabamos de entrar —continuó explicando Alfonso, lanzando una mirada a la puerta por la que acababan de entrar.

En el vasto vestíbulo, los dos estaban solos. El hombre imponente y de complexión robusta se sonrojaba, pero, por suerte, su piel bronceada disimulaba el rubor de sus mejillas.

Ariadne se volvió para mirarle. 

—Su Alteza...

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