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SLR – Capítulo 303

 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 303: ¿El lado oscuro revelado en público es real o no?

Ariadne almorzó con el Príncipe y sus caballeros. Las risas llenaban la sala. Tenían suerte de que Manfredi les animara. 

—Así que los enemigos paganos blandieron sus espadas, pero lo bloqueé profesionalmente. ¡Ja!

El señor Bernardino le corrigió. —Manfredi, deja de hacer el ridículo. Su Alteza Alfonso salvó tu querida vida.

—Hehehe. Estaba a punto de llegar a eso. Pensé que lo había bloqueado profesionalmente, ¡pero Su Alteza me salvó la vida con una espada a dos manos!

El señor Manfredi sólo pretendía presumir de sí mismo, pero acabó alabando también a su señor. Los demás caballeros se limitaron a elogiar a Alfonso. Ariadne se alegró de oír hablar de Alfonso y no le importó quien lo oyera. Fue un almuerzo fabuloso.

—¿Y qué pasó después de que te escondieras?

—¡El ataúd de piedra dejó escapar un horrible crujido! Entonces, ¡el cadáver del difunto Corazón de León se levantó y dedicó la Excalibur al Príncipe con ambas manos!

—¿En serio?

Los caballeros también disfrutaron mucho de la comida. Era realmente la primera vez que una dama participaba con tanto entusiasmo en sus historias de guerra. Normalmente, las damas fruncían el ceño o miraban sin comprender por la ventana cuando hablaban de batallas. Por eso, el entusiasmo de Ariadne les animó, por no mencionar que era la muy renombrada condesa De Mare, la “muchacha que discierne la verdad” y la “Santa del refugio de Rambouillet”.

—Nunca esperé que fuera usted así —dijo el señor Rothschild, extranjero. Era un caballero de la Unión del Mar del Norte, pero había sido aceptado por el príncipe Alfonso en Jesarche—. Por lo que oí en Jesarche, parecía que usted rezaba día tras día con un vestido abotonado hasta el cuello. 

Rothschild era pelirrojo, de piel pálida y ojos azules claros. Para los estándares etruscos, distaba mucho de ser bajo, pero estaba en el lado más bajo de la Unión del Mar del Norte.

—También oí que podía recitar todas las páginas de Meditaciones porque ss las sabía de memoria.

Incluso los jesarcas sabían lo siguiente sobre Ariadne: utilizaba su asignación personal para apoyar a los indigentes; era mujer pero se ganó el título de condesa; y fue la prometida de un duque, sobrino del rey, pero éste la engañó con su hermana, por lo que ella se quedó soltera tras romper el compromiso.

Para otros, parecía una devota creyente que viviría una vida religiosa sola en lo alto de una torre. Era condesa, pero renunció a un título superior de duquesa, junto con su riqueza y honor, todo porque no toleraría el romance de éste con su hermana. Pero en realidad, Ariadne era una persona vivaz y entusiasta que sentía una particular aversión por las torres -especialmente la Torre Oeste- por encima de todo.

A Ariadne le preocupaba que el señor Rothschild le pidiera realmente que recitara Meditaciones y murmuró.

—Los rumores se vuelven aún más irreales cuando van al extranjero...

—¡Es usted demasiado humilde! —el señor Desciglio, ayudante de Bernardino, intervino.

Siendo un aristócrata de rango inferior, estaba cerca de muchos plebeyos. 

—No sólo la gente del extranjero, sino también muchos lugareños piensan muy bien de usted y quieren verla en persona —mostró movimientos exagerados para ganarse la atención de Ariadne y dijo con fervor—: Los que me rodean la perciben como alguien significativamente estricta e intimidante. Pero después de conocerla en persona, ¡me di cuenta de que no es nada de lo que decían!

Ariadne lo encontró lindo y sonrió. —¿Me haría el favor de decirles que se equivocan?

Pero el señor Desciglio declinó firmemente—: No.

No se lo esperaba. Ariadne abrió los ojos y preguntó.

—¿Por qué?

—La gente no me creerá y me dirá que deje de divagar. Dirán que una persona digna como la condesa De Mare no hablaría con alguien de bajo estatus social como yo...

Y sus palabras venían de la experiencia. 

—Pero sabrán que trabaja para el príncipe Alfonso. Eso demostrará que estás más que cualificado. Seguro que la gente creerá lo que diga.

—En realidad... no hace mucho que empecé a asistir a Su Alteza como su caballero —y añadió tímidamente—: Es la tercera vez que lo veo en persona. Todos me preguntaban si era cierto que el Príncipe podía usar la Excalibur y llevaba una armadura todo el día. Les dije que nunca había visto la espada y que usaba una imitación durante el entrenamiento. Me llamaron mentiroso a la cara.

Ariadne no pudo evitar soltar una carcajada. El señor Desciglio no parecía el tipo popular cuando era un niño.

El príncipe Alfonso era el centro de todas las conversaciones, pero ¿dónde estaba?

‘Soy un viejo solterón, así que no soy experto en relaciones, pero esto no me parece bien.’ El señor Dino se agarró la frente.

Cuando estaban a punto de comer, Alfonso susurró al señor Dino con cara de pánico—: Me lavaré, me cambiaré de ropa y volveré. 

Luego se marchó.

‘¿Eh? ¿Su Alteza está dejando a la Condesa De Mare con esa bestia de Manfredi y los demás?’

—Asegúrate de que la Condesa De Mare no se vaya.

‘¿Y cómo puedo hacerlo?’

Pero antes de que el señor Bernardino tuviera la oportunidad de detenerlo, Alfonso desapareció en un instante.

‘Nunca me escuchó cuando le aconsejé que se vistiera decentemente…’

El señor Bernardino miraba ansiosamente el reloj de pie. El almuerzo, meticulosamente preparado por la duquesa Rubina pero devorado por los intrusos, tocaba a su fin.

El plato principal se había servido hacía tiempo, y los caballeros con gran apetito ya lamían sus platos. Después de que la Condesa De Mare, una comedora lento, terminara el plato, se serviría el postre.

‘Tómate tu tiempo. Reza a Dios cada vez que comas un bocado... ¡No!’

Ajena a los pensamientos del señor Dino, Ariadne colocó en silencio la vajilla ordenadamente una al lado de la otra en su plato, señal de que había terminado.

¡Gimoteo!

En cuanto los criados reales vieron que la condesa De Mare había terminado, se llevaron rápidamente los platos y sirvieron el postre. Dino no pudo detenerlos. ¿Cómo es que eran tan disciplinados?

El postre fue una pequeña porción de granizado de limón.

—Esto es granizado hecho con copos de hielo conseguidos en una cubeta, mezclados con limones frescos y azúcar —presentó con orgullo el sirviente mayor. Algunos caballeros debían de estar hambrientos, porque empezaron a comer incluso antes de que el sirviente terminara.

—En nuestras casas, solemos rociar zumo sobre copos de hielo. Sin embargo, tenemos la suerte de saborear fruta real en este granizado. Semejante lujo suele reservarse para el palacio real en temporadas distintas al invierno.

El postre se acabó antes de que se dieran cuenta. Algunos cuencos quedaron limpios incluso antes de que el criado terminara la descripción.

‘Por favor, Condesa De Mare. ¡No lo termine todavía...!’

Sin embargo, el desesperado deseo del señor Bernardino no se hizo realidad. La condesa De Mare se terminó el granizado en un santiamén tras decir: “¡Qué refrescante! Tengo que terminarlo antes de que se derrita.”

‘Oh, no…’

A pesar de la desesperación del señor Dino, los caballeros dijeron que habían terminado y tuvieron una gran comida.

—¡Ha sido una comida estupenda!

—La duquesa Rubina debe comer poco. Todavía tengo hambre.

—¡No digas eso, animal! ¡Hoy estamos con una dama!

El señor Bernardino miró el reloj con desesperación. Según los detalles averiguados por Manfredi, la condesa De Mare debía participar en una conferencia con Su Majestad a las dos de la tarde. Eso significaba que disponían de menos de cinco minutos, sin contar el tiempo de viaje.

‘Alteza, por mucho que me esfuerce en ejecutar su orden, ¡no puedo impedir que la Condesa De Mare participe en la conferencia de Su Majestad!’

Tal vez el Príncipe oyó los pensamientos interiores del señor Dino porque escuchó sus pasos justo en ese momento. Se detuvo ante la puerta, respiró hondo y la abrió con serenidad.

—¡Su Alteza! —saludó el señor Dino con voz aliviada. No era la voz que Alfonso quería oír, pero gracias a Dino, Ariadne se volvió al instante para mirar a la entrada.

Sus brillantes ojos verdes miraron su silueta. El joven Príncipe, alto y elegante, hizo su entrada con un uniforme color crema, complementado con una capa corta que cubría un jubón amarillo vibrante. Iba elegante, a diferencia de lo que era habitual en él.

Manfredi, sin tacto, dijo en voz alta. 

—¡Alteza! ¿Cómo es que vas tan elegante hoy? ¡Nunca te vistes así después de entrenar! ¿Te has saltado el almuerzo?

El príncipe Alfonso apenas se enfadó, pero el señor Dino juraría haber oído un deje de irritación en su voz.

—He comido —negó Alfonso.

Gruñido.

—¡Estoy lleno!

Tras decir eso, una gota de agua goteó del pelo aún húmedo del príncipe Alfonso. Ariadne pensó que tal vez estaba siendo excesivamente cohibido, pero por alguna razón, pensó que Alfonso no podría dormir esta noche si ella estallaba en carcajadas. Se mordió el labio y trató desesperadamente de contener la risa.

Alfonso miró el gigantesco reloj de pie de la pared del comedor. 

—Ah, ya veo que faltan diez minutos para las dos.

—Sí, Alteza.

Alfonso sonaba rígido, como un pésimo actor de teatro. 

—Eso es excelente. Llego justo a tiempo para ver a mi padre el Rey.

Sólo Dino sabía lo que Alfonso tenía en mente. Por dentro, murmuró: “No, Alteza…” Pero le siguió la corriente.

—Su Alteza el Rey tiene aquí una próxima reunión con la Condesa De Mare sobre la fiesta de debutante de la Princesa Bianca.

—Eso me recuerda. Debo hablar con mi padre el Rey sobre ese asunto —dijo Alfonso, volviéndose para mirar a Ariadne. Intentó actuar con la mayor naturalidad posible, pero a Ariadne le pareció rígido, como una bisagra de cobre que no hubiera sido engrasada en tres décadas.

—¿Sería tan amable de ayudarme, Condesa De Mare?

* * *

Abandonada en su palacio, la duquesa Rubina acariciaba a su bulldog francés mientras rechinaba los dientes. 

—¡Son totalmente inútiles...!

Mientras Rubina golpeaba histéricamente la mesilla de noche junto al sofá con sus largas uñas, Devorah, su criada, se apresuró a correr a su lado y le sirvió una copa llena de vino con manos temblorosas.

Devorah preguntó con cuidado.

—¿La alta sociedad no vería esto como un defecto importante...?

Al ser una aristócrata de rango inferior, a Devorah siempre le decían que vigilara su comportamiento. Aunque se había criado en el campo, Devorah nunca imaginó dar de comer comida para perros a una persona.

‘Pero, ¿cómo podía la duquesa Rubina cometer semejante imprudencia siendo la reina de la alta sociedad? ¿Quién dijo que la capital era sofisticada mientras que el campo era tosco y bárbaro?’

—¡Nadie puede hablar mal de mí! —espetó Rubina con sarcasmo—. La marquesa Montefeltro tiene miedo hasta de caminar a mi sombra. ¿Y la condesa Marques? Basta una palabra para que su marido sea despedido.

Se bebió el vino con una brusquedad que recordaba a un personaje duro de la calle. Era como si estuviera bebiendo licor fuerte, no vino. 

—¡Los nobles de rango inferior no saben cómo jugar!

La duquesa Rubina empujó ligeramente las sienes de Devorah con sus largas uñas de forma insultante. Devorah no pronunció palabra y se quedó inmóvil en su sitio.

—El decoro y la dignidad sólo son significativos cuando están respaldados por alguien con autoridad. Si no, ¿cómo es que la difunta Margarita vivió toda su vida miserablemente? —los labios de Rubina se curvaron en una sonrisa burlona—. Su Majestad el Rey está de mi lado. La alta sociedad no puede hacerme nada, aunque alimente a la gente con comida para perros.

Eso era verdad. Podía salirse con la suya en cosas peores. Aún así, ninguna noble se atrevería a condenarla al ostracismo.

Después de que le recordaran su poder, Rubina se animó ligeramente. Mientras la Duquesa le tendía la copa vacía, Devorah volvió a servir vino y preguntó atentamente.

—Pero si Su Majestad el Rey le apoya, ¿qué tal si le pide que castigue al Príncipe Alfonso? El Príncipe ha sido grosero con usted hoy.

El buen humor de la duquesa Rubina se agrió rápidamente. Su doncella le había señalado descaradamente los límites de su poder.

—¡¿Estás loca?!

Como mera amante, su capacidad para culpar al príncipe legítimo se limitaba sólo a los incidentes más significativos y fatales. Un defecto menor no sería suficiente. A menos que pudiera pillar a Alfonso implicado en algo tan grave como una traición, no podría perjudicarle significativamente de un solo golpe. Lo único que podía hacer era convencer al rey de que se pusiera de su parte poco a poco y con sigilo.

—¡Deja de hacer el tonto y vete inmediatamente! —gritó Rubina, lanzando la copa de hojalata medio llena en dirección a Devorah—. ¡No vuelvas nunca, insensata!

Devorah huyó como si su vida dependiera de ello.

—Pedazo de chatarra sin valor —murmuró Rubina.

Aún así, Devorah era una joya rara que podía tolerar los malos tratos de Rubina después de tanto tiempo. Aparte de su condición de amante, otra razón importante por la que nadie estaba dispuesto a trabajar para la duquesa Rubina era la dureza con que trataba a sus subordinados.

Al quedarse sola, se sirvió una nueva copa de vino. Sus ojos color vino centellearon.

—Una derrota no significa que se haya acabado el partido —se dijo a sí misma.

Habría muchas más oportunidades. La duquesa Rubina y la princesa Bianca tenían la misma posición, pero Bianca no tenía influencia sobre León III en la cama.

—¡Que esa zorra de Bianca venga a la capital no cambiará nada!

Rubina no le daba mucha importancia a Bianca. La futura Princesa del Príncipe Alfonso era más bien una amenaza para ella.

‘Tendré que convencer a Su Majestad para que le encuentre una buena esposa a Alfonso’. Rubina no estaba contenta con la Gran Duquesa de Gallico, su prometida. La parte de la familia de la Gran Duquesa de Gallico era demasiado poderosa desde que el Rey de Gallico no tenía sucesor. Ella preferiría comer tierra antes que ver a Alfonso ganar más poder. La candidata ideal sería una princesa con una riqueza limitada en su casa pero con un estatus respetable. Tendría que ser fácilmente influenciable y sumisa, lo que permitiría a Rubina tener un control total sobre ella.

‘¿Cómo podría conocer la personalidad de la princesa galicana si es extranjera?’

Furiosa, Rubina se tragó el vino. Pero tenía una carta que podía usar: Césare.

‘Debo... pedirle a mi hijo que vuelva a casa.’

Su hijo era inteligente. Les daría un jaque mate fabuloso.

‘Te echo de menos, mi guapo y confiable hijo.’

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