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SLR – Capítulo 229

 Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 229: El plan del conejo astuto

—¿Disculpe? —replicó el señor Delfinosa, mirando a su amo con ojos escépticos—. ¿Qué idea tiene en mente? La tropa militar ya ha sido enviada. Así que es imposible detener a alguien a la fuerza enviando el ejército...

Lo que el señor Delfinosa realmente quería decir era: "¿Qué te traes entre manos esta vez?" Pero, por supuesto, no podía decirlo en voz alta. En su lugar, planteó un problema menor.

Pero el Rey se dio cuenta del escepticismo de su subordinado. León III pudo ver que su secretario pensaba que era patético, así que sintió la necesidad de explicarse.

Agitando la mano, dijo—: No, no. No es lo que usted piensa. Es una idea extraordinariamente excepcional. Acércate y pon atención te lo diré al oído.

El señor Delfinosa pensó, '¿Susurrarme al oído? ¿Por qué? En el despacho sólo hay súbditos reales.'

No obstante, dejó que el Rey le susurrara al oído a su antojo. Al principio, se sintió extremadamente incómodo por el aliento caliente del viejo Rey tocando su oído.

—Así que... ¡Esto es lo que haremos...! —pero mientras León III continuaba, el secretario se tapó inconscientemente la boca con las manos—. ¡Y esa es la conclusión...! ¿Qué te parece?

—Oh, mi... ¡Esto...! —espetó Delfinosa—. Bueno, ya veo por qué me susurró al oído.

—¿Qué te parece? Increíble, ¿eh?

—Sí... Es increíble, pero...

—¡Con mi idea, todas nuestras preocupaciones desaparecerán!

—Sí, señor, pero...

Fue extraordinario. El señor Delfinosa era una persona sensata, por lo que la idea del Rey le resultaba impensable. Habría quejas interminables. No tenía ni idea de por dónde empezar.

'No tiene sentido... Y es inmoral... ¿Lo aprobarían las partes pertinentes...?'

Pero León III levantó la voz ante la tibia actitud del señor Delfinosa. 

—Mira, Delfinosa. ¡Estamos en una emergencia! Debemos utilizar todos los recursos utilizables tanto como podamos!

—Sí, Sire, pero...

—¡Piensa en ello! ¡Los poderosos señores locales se niegan a pagar sus impuestos! Después de usar los suministros del almacén nacional, ¡estamos condenados! ¡Si hacemos lo que planeo, no tendremos que preocuparnos por la recaudación de impuestos durante al menos un año!

—Pero... ¿habrá suficiente?

—¿Cómo se puede derrochar sin que en realidad tengas de sobra? —a León III le brillaron los ojos—. Y si los nobles se niegan a obedecer, ya sabes a qué partido debemos encomendar el deber.

—¿Un monarca de ultramar...? —adivinó Delfinosa.

—¡No, idiota! ¡La plebe! —León III prosiguió apasionadamente con su discurso—. ¡¿Qué obtenemos de los poderosos señores locales?! ¡Impuestos y tropas militares! Una vez que hagamos lo que digo, ¡ya no tendremos que preocuparnos por el dinero y además podremos ganarnos la popularidad de los súbditos!

Cada día había más canciones condenando al Rey en las calles, y León III no podía ignorarlas. Era un Rey con una legitimidad impecable, pero eran pocos o ninguno los nobles que abogaban por él. Todo se debía a que había tomado demasiado de los señores feudales locales durante su periodo de reinado. Por eso, al menos, necesitaba el apoyo de las clases bajas populares.

—Si tenemos dinero y popularidad, podemos entrenar a las tropas centrales. Ya no será necesario depender de los señores locales. Animaremos a los súbditos paletos a alistarse en el ejército central y organizaremos un ejército permanente —el Rey miró al aire, imaginando su hermoso y brillante futuro—. ¡Expandiremos la tropa real en palacio estableciendo ejércitos permanentes en todo el país! Aunque no paguemos regularmente a los plebeyos sus salarios mensuales, sus sueños se harán realidad, ¡y un sentimiento de pertenencia bastará para satisfacerlos!

Delfinosa quiso decir que el Rey se equivocaba al respecto, pero no podía atreverse a interrumpir su monólogo y enfadarle. Totalmente ensimismado, León III seguía enunciando su futuro de ensueño.

—¡Entonces, las astutas serpientes locales serán historia! Un régimen pacífico será gobernado por la capital, de la capital y para la capital.

Pero algo crujió por detrás, interrumpiendo los gritos excitados de León III. Era el susurro del vestido de una mujer.

—¡Vaya! Veo que os lo estáis pasando muy bien. ¿Puedo formar parte de ello?

La mujer era la duquesa Rubina, que llevaba una bandeja de plata llena de naranjas.

—Las frutas llegaron del sur —explicó—. Nuestras líneas de transacción han sido cortadas, así que me tomé muchas molestias para conseguir estas naranjas frescas —Rubina sonrió afablemente e instó—: ¿Por qué no prueba un bocado, Majestad? —añadió como haciéndole un favor a Delfinosa—: Y señor Delfinosa, usted también. Tome un poco.

Pero el señor Delfinosa miró a la duquesa Rubina con ojos culpables, como si fuera un niño pequeño que hubiera hecho algo malo.

Y de repente, empezó a tener hipo. 

¡Hip!

—¡Vaya! ¿Qué le pasa? —presionó Rubina.

¡Hip!

El señor Delfinosa agitó frenéticamente las manos y se pellizcó la nariz para dejar de hipar, pero su diafragma estaba fuera de su control.

¡Hip!

Cuando el hipo del señor Delfinosa se descontroló, León III descargó su ira contra la duquesa Rubina. 

—¡¿Por qué siempre te acercas sigilosamente por detrás y nos das un susto de muerte?!

La duquesa Rubina miró malhumorada al rey. 

—¡No es como si hubiera irrumpido en un lugar prohibido!

Rubina era extremadamente guapa. Era difícil creer que fuera una mujer de mediana edad con un hijo adulto. Incluso los jóvenes se habrían sonrojado ante su belleza.

Pero lo único que mostró León III fue irritación ante la belleza pelirroja. 

—¡Este lugar está prohibido! Eres mi cuñada oficialmente. ¡No tiene sentido que te escabullas en la oficina del hermano de tu marido!

La duquesa Rubina miró a León III como si se hubiera vuelto completamente loco. 

—¡Eso nunca fue un problema antes!

Después de que Césare fuera declarado duque Pisano, Rubina se convirtió en la reina de la alta sociedad de San Carlo. Fue un breve periodo de popularidad debido a la peste, pero ella lo disfrutó todo lo que pudo. En todas las fiestas y reuniones sociales ocupaba los primeros puestos. Y era la mujer más digna de todo el país en la realidad y en el nombre.

Tras el fallecimiento de la reina Margarita, la duquesa Rubina se hizo cargo de la administración del palacio real. No era la simple cuñada del Rey. Incluso las asignaciones feudales proporcionadas al Palacio de la Reina eran suyas.

Margarita tenía fama de frugal, pero sus gastos demostraban lo contrario. Especialmente gastó mucho dinero en el Refugio de Rambouillet. Pero Rubina recortó todos los gastos y los destinó a la administración real, y como resultado, incluso las velas y el atuendo de los sirvientes mejoraron. Eso hizo muy felices a los criados. Todo era perfecto para ellos.

—Su Majestad, vamos. Tome un bocado. Ah-...

La duquesa Rubina levantó un trozo de naranja y lo colocó delante de la boca de León III.

Por lo general, León III habría tomado un bocado con gusto, pero ahora, estaba molesto y empujó su mano extendida lejos. 

—¡Ya te he dicho que basta! La gente está mirando.

La duquesa Rubina no pudo soportarlo más y perdió los estribos. 

—Su Majestad, ¿qué le pasa hoy?

Ella era sustancialmente la Reina en funciones, pero ¿por qué de repente el Rey estaba tan cohibido? Todo lo que hizo fue visitar su oficina como siempre lo hacía. Esto era increíblemente ridículo. Ahora miraba con ojos ardientes a León III.

Rubina no tenía ningún problema en perder los estribos con su hijo Césare o con los empleados que trabajaban para ella, pero nunca en su vida enseñó las garras a León III. Después de todo, era su amante.

Pero ya no. Ahora era la Reina consorte en funciones, y su hijo era Duque con derecho de sucesión al trono. El único de mayor rango que su hijo era Alfonso, pero estaba vagando por alguna lejana tierra extranjera. Si tenía suerte, moriría en el campo de batalla.

Ahora, Rubina no temía nada.

—¿Qué quieres decir con que la gente está mirando? ¿A quién te refieres? ¿Delfinosa? ¿El sirviente real de allí? ¡¿Por qué preocuparse de que nos miren hoy si ya nos vieron ayer y días antes?!

—¿Qué? —espetó Leo III.

—¡He aguantado tus caprichos durante más de veinticinco años, y estoy harta! ¡No tiene ningún sentido!

—¡Ja! —León III se agarró la nuca y trató de recuperar el aliento—. ¡Delfinosa! ¡¿Tengo razón, verdad?!

Todavía con un ataque de hipo, los ojos del señor Delfinosa se desviaron con culpabilidad mientras decía: —Sí, Sire... ¡Hipo!

León III frunció las cejas ante su ridícula respuesta y gritó—: Entonces, prepárate como te ordené. ¿Entendido?

¡Hip! 

—¡Sí, lo haré, señor!

Rubina frunció el ceño y preguntó—: Majestad, ¿de qué demonios está hablando?

—¡No hace falta que lo sepas! —gruñó el Rey—. ¡Fuera! ¡Fuera!

La duquesa Rubina arrugó la frente cuando la echaron del despacho del Rey. Algo no encajaba.

* * *

Ariadne estaba muy decepcionada por haber recibido el cargo de directora del Refugio de Rambouillet en lugar de un título nobiliario, y el Cardenal no le había dicho que le esperaba una segunda visita. Pero los demás hermanos no tenían ni lo uno ni lo otro y estaban celosos de ella.

—¡Todo es por culpa de papá! —se lamentó Isabella, golpeando violentamente su chal contra el suelo del salón de las niñas—. ¡Yo también fui voluntaria en el Refugio de Rambouillet!

En realidad, Isabella sabía en su fuero interno que el cargo no se otorgaba por meras actividades de voluntariado. Ariadne había conseguido ese puesto gracias a una gran reputación en todo el capital -no, en todo el país- y a la aportación de grano. Pero le dolía demasiado admitirlo.

—¡Si esa bruja de Ariadne no me hubiera impedido ser voluntaria en el refugio! ¡Si mi padre no se hubiera puesto del lado de esa bruja! Entonces, ¡me habrían llamado la "Santo del Refugio de Rambouillet"!

—Tienes razón —convino Ippolito, mostrándose tranquilo y sereno.

Ariadne le quitó su habitación, así que ahora tenía que ir al salón de las chicas para usar un pupitre. Aunque se mostraba sereno y serio, parecía ridículo. Era todo un espectáculo verlo sentado en una silla blanca en el bonito salón decorado con encajes y cintas rosas.

—Ella lo planeó todo. Todo estaba planeado —se lamentó Isabella.

La mejor cura para el enojo eran las teorías conspirativas.

—¿Crees que ella previó que la plaga se extendería por toda la capital? ¡No! Debió de propagarla ella misma.

—No me sorprendería que lo hiciera. Es espeluznante como una bruja —Ippólito secundó.

Tras la conspiración siguieron los ataques a su persona.

—Ella no conoce su posición. ¿Cómo pudo planear recibir toda la atención mientras dejaba a su familia mal parada?

—Es porque es malvada. Siempre ha sido así. Tú no estabas cuando llegó de la granja a esta casa, ¡pero yo siempre lo supe! Fue mala desde el principio. Pero yo sólo intentaba ser amable con ella —respondió Isabella.

—¿Qué hizo? —preguntó Ippolito.

—¡Me insultó y me robó todos mis amigos! Quería que hiciera amigos con un corazón sincero, ¡y esto es lo que obtengo!

Tener un enemigo común estrechó paradójicamente su relación de hermanos.

—Debes estar muy disgustada.

—Tú te sientes igual, ¿verdad?

—¡Sólo quiero darle un puñetazo!

Pero su padre interrumpió sus patéticas difamaciones.

Tsk. Tsk. Tsk.


Apoyado en la puerta del salón de las chicas, el Cardenal De Mare chasqueó descaradamente la lengua.

—¡Padre...! —Isabella se volvió hacia su padre con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—He venido a consolaros por si estábais decepcionado. Pero, ¿qué es esto? —el Cardenal De Mare ni siquiera se molestó en ocultar su decepción—. ¿Es hablar mal de vuestra hermana lo único que hacéis?

—¡Pero padre! —suplicó Isabella con una mirada terriblemente molesta—. ¿Cómo puedes proceder con este asunto sin decirnos una palabra?

Isabella se levantó de un salto y se plantó delante de su padre. 

—Entiendo que no me lo digas. Pero Ippólito es tu hijo mayor. Cada vez que le ocurre algo bueno a nuestra familia, debes comentárselo a Ippólito y dejar que se beneficie todo lo posible. ¿No estás de acuerdo?

El puesto de Director del Refugio de Rambouillet era algo excepcional, así que lo que dijo Isabella no era exactamente correcto. Pero tenía razón cuando se trataba de la concesión del título nobiliario.

Pero el Cardenal De Mare dejó escapar un suspiro. —Deberíais demostrar vuestra valía para que yo os ayudara. Pero todo lo que hacéis es hablar mal de vuestra hermana y planear apuñalarla por la espalda. ¡¿Cómo puedo confiar en vosotros y discutir asuntos o concederos un cargo importante?!

Ippólito parecía sorprendido. Pensaba que un padre debía pasar las cosas buenas a su hijo, más exactamente, a su hijo mayor. Pero ahora tenía que competir para conseguir su derecho divino.

—Debes ser amable con tu hermana —dijo el Cardenal De Mare sin mucho entusiasmo.

No podía pedirle al Rey que cambiara el destinatario del título nobiliario por Ippólito. Y ya no sintió pena al ver a su hijo actuar de forma tan patética.

—Las familias tienen que permanecer unidas, incluso cuando tu hermana es el centro de atención, tú tienes que apoyarla, del mismo modo que ella lo tiene que hacer en otra circunstancia. ¡No me digas que pensabas que te mimaría para siempre!

Ante las frías palabras de su padre, las lágrimas brotaron de los ojos amatistas de Isabella.

Pero el Cardenal no sintió pena por su hija. 

—Tienes que ganarte mi favor para al menos conseguir algo —como golpe final, añadió—: Aunque dicen que una persona sin hijos es afortunada.

—¡Padre! —gritó Isabella.

El Cardenal dio la espalda a sus odiosos hijos y salió sin piedad del salón. Su túnica blanca ondeaba mientras caminaba. Sólo estarían protegidos mientras él llevara esa túnica blanca.

Isabella tuvo una sensación de crisis. Tenía que organizar un método para arreglárselas sola rápidamente antes de que su padre se jubilara. Sus ojos violetas temblaban de ansiedad.

Y poco sabía que su ansiedad se haría realidad el día en que su hermana recibiera el segundo edicto real.

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