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SLR – Capítulo 174

 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 174: Cuando un reino no tiene suficiente monedas de oro

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—Pero aún hay una salida… —dijo el Cardenal.


A León III se le iluminaron los ojos y fue todo oídos ante las palabras del Cardenal.


—Patrocinar la Guerra Santa sería la clave.


León III miró al Cardenal con cara de estupefacción. '¡¿Patrocinar la Guerra Santa...?!'


—Si proporciona más monedas de oro que Filippo IV o monedas de oro en la cantidad equivalente a Filippo IV, la Santa Sede no ignorará la solicitud de mediación del Reino Etrusco.


El Cardenal decía que debían gastar una fortuna para derrotar al Rey Galicano.


El Cardenal De Mare miró a los presentes con ojos penetrantes. 


—Su Santidad el Papa quiere enviar el ejército para las Terceras Cruzadas, así que querrá evitar que estalle una guerra entre los países jesarcas que le apoyan económicamente.


Aunque era un Cardenal religioso, fue directo al grano y no embelleció la situación diciendo que "el deber del Papa era unir un mundo celestial entre países jesarcas".


Su argumento era directo y sencillo: el Papa tendría problemas si sus respaldos financieros se enfrentaban entre sí durante la Guerra Santa. Su Santidad necesitaba que sus respaldos fueran solidarios y estuvieran en situaciones estables para que la Guerra Santa terminara con éxito. Pero si su dos monarcas entraran en conflicto, el Papa se pondría del lado de su benefactor económico.


—¿Cuánto cree que costaría? ¿Tiene datos previos? —preguntó atentamente el Marqués Baltazar.


Las últimas Cruzadas estallaron hace cuarenta años, así que los precios no podían ser los mismos.


—Nos costaría al menos 100.000 ducados (unos 100 millones de dólares) —notificó el Cardenal De Mare con serenidad.


—Oh, mi... —gimió el Rey.


—¿Cuánto tiempo tenemos para decidirnos? —preguntó el Rey en lugar del Conde Baltazar, que no podía atreverse a preguntar por los detalles.


El Cardenal De Mare respondió—: El gran duque Sternheim pronto entrará en guerra. Como el objetivo es terminar la expedición antes del invierno, cuanto más rápido mejor. Planeaba partir a la guerra esta primavera, pero debido a la falta de dinero, no le queda más remedio que partir tardíamente a finales del verano.


—¿Qué tal si lo posponemos hasta la próxima primavera...?


Pero el Cardenal De Mare negó con la cabeza y dijo—: Eso no es posible, ya que algunos monarcas de las potencias aliadas del norte acompañarán al ejército dentro de este año. Por lo tanto, la decisión debe tomarse dentro de cuatro días, y una semana a más tardar, y un mensajero debe ser enviado a la Santa Sede inmediatamente para reunirse con el Gran Duque Sternheim al menos una vez antes de que vaya a la batalla.


Parecía tener un dolor de cabeza, porque León III se frotó las sienes con dolor y dijo—: Creo que debe marcharse, Santidad. Decidiremos después de las discusiones internas.


Vaya. Qué cambio de actitud', pensó el Cardenal De Mare y soltó una risita silenciosa de disgusto.


Pero no dejó traslucir lo más mínimo sus pensamientos internos. Se enderezó, se levantó e hizo una reverencia. 


—Por favor, infórmeme de su decisión después de considerarlo detenidamente.


Después de eso, el Cardenal dio media vuelta y se marchó sin vacilar. Sabía que el dinero no podía conseguirse a través de diversas experiencias. Nunca en su carrera había visto a alguien que actuará así proporcionara ayuda financiera a otros. Chasqueó la lengua en silencio y cruzó el pasillo.


* * *


—¡Mi señora! ¡señora! Tenemos un gran problema! —gritó Petrucia, haciendo un escándalo mientras corría hacia el despacho de Ariadne.


Ariadne no la regañó por armar jaleo y preguntó—: ¿Cuál es el problema, Petrucia?


Pero Sancha, de pie junto a Ariadne, fulminó con la mirada a Petrucia y le reprendió—: ¡Cuida tus modales! Estamos en el despacho de mi señora.


Pero Petrucia ni se inmutó y no se sintió intimidada por Sancha en lo más mínimo. 


—¡Ese no es importante ahora! Tenemos un problema grave.


Los ojos de Sancha se volvieron ardientes de ira. Parecía que Sancha consideraba a Petrucia su rival. La niña inteligente había irrumpido de repente en su vida, y a Sancha no le hacía ninguna gracia.


Ariadne temió que las chicas se pelearan, así que cambió rápidamente de tema. 


—¿Qué quieres decir con que tenemos un problema grave, Petrucia?


—¡He oído que en Harenae ha aparecido una plaga de ratas muertas! —exclamó Petrucia.


En 1123, se veían ratas muertas aquí y allá en el reino etrusco cada tres días como mínimo. Pero las "plagas de ratas muertas" eran raras.


N/T: Recen por no transmigrar en esta novela porque se desmayarían con la falta de higiene y/o cosas peores jajaja. Puagh, qué asco me dio esta parte.


Ansiosa, Ariadne enderezó el cuerpo y preguntó—: ¿Ya?


—Sí, probablemente la plaga apareció por primera vez hace una semana —continuó Petrucia—. En cuanto el cliente de Bocanegro en Harenae vio la plaga de ratas muertas, envió el mensajero urgente más rápido a San Carlo. Creo que somos los únicos que lo sabemos.


La aparición de plagas de ratas muertas fue una señal ominosa que notificó el comienzo de la gran peste en 1123. Las ratas muertas aparecieron primero en Harenae, destruyendo totalmente los graneros del sur, y este fenómeno se dirigió gradualmente hacia el norte.


—¿Cómo está el mensajero? —preguntó Ariadne.


—¿Perdón? —replicó Petrucia.


—¿Tiene fiebre, dolor de garganta o algún otro síntoma?


—No he oído nada de eso.


Ariadne arrugó la frente. 


—Asegúrate de que el mensajero descanse lo suficiente en un anexo del edificio de la empresa y restrinja en lo posible que se reúna con otras personas. Diles que esto es imprescindible.


Petrucia sí que era lista, y preguntó—: ¿Y el nivel de reclusión es?


Ariadne trató de recordar el manual de respuesta a la plaga, tardíamente establecido y comprobado, de su vida anterior.


—Lo mejor sería que se recluyera solo en el anexo.


Se produjeron muchos debates sobre la causa de la peste, que podía ser el aire contaminado, el veneno, el olor, las ratas con enfermedades contagiosas o las pulgas que vivían en las mantas. Los médicos afirmaban que la causa era "el veneno y el olor", y la Santa Sede insistía en que era "el castigo de Dios". Pero no se había llegado a ninguna conclusión precisa.


Sin embargo, los hechos recogidos fueron que la peste bubónica se propagaba explosivamente cuando la gente se reunía en grandes grupos, y las personas que se encontraban en el mismo edificio con los infectados eran propensas a contraer la enfermedad.


—Debe estar recluido al menos una semana —advirtió Ariadne—. Incluso los sirvientes que le sirvan comidas no deben hablarle y nadie debe visitar el anexo a menos que sea completamente necesario.


—Lo haré, señora —prometió Petrucia.


—Y asegúrate de usar sólo agua hervida, y no le toques ni a él ni a su ropa —añadió Ariadne.


'Y ni siquiera toques el cadáver de una persona infectada.' Pero Ariadne sólo decía eso en su mente porque aún no había muerto nadie a causa de la enfermedad.


—¿Se entregaron la cera y el trigo comprados por Bocanegro? —preguntó Ariadne.


—El trigo estaba todo almacenado en los depósitos —respondió Petrucia—. Pero la cera se sigue entregando mediante transporte marítimo o transporte interior en vagones.


—Cancela el acuerdo sobre la compra de cera para los que no han sido almacenados —ordenó Ariadne.


—¿Perdón? —preguntó Petrucia, mirando sorprendida a Ariadne con los ojos muy abiertos.


—La fecha prevista para el CEO Caruso era finales de julio, pero las cosas se están acelerando más de lo que pensaba —explicó Ariadne.


Si no actuaban de inmediato y transportaban tardíamente la mercancía a San Carlo, los gérmenes también llegarían a la capital. Y Ariadne no podía permitirlo.


—No te preocupes. Compensaré oportunamente los gastos de cancelación ya que cambié de opinión. Pero no puedo permitir que se entregue la mercancía —dijo Ariadne.


Petrucia parecía disgustada porque la multa no cubría todas las pérdidas. A Ariadne le pareció tan linda la cara de disgusto de la niña que le acarició la mejilla.


—No te arrepentirás. No te preocupes —le tranquilizó Ariadne—. Dile a tu padre que deje la cera asegurada en el amarradero y que la venda un mes después.


—Pero no estoy segura... de que mi padre pueda permitírselo —dijo Petrucia insegura.


Bocanegro y compañía lo pusieron todo en este acuerdo y les sobraba poco dinero. Una pequeña fuga podría hundir un gran barco.


—Señora, ¿podría reconsiderarlo? —suplicó Petrucia.


Ariadne frunció el ceño. Si ayudaba a Bocanegro y compañía a salir, las mercancías que se dirigían a la capital podrían ser portadoras de la peste bubónica. Por supuesto, tenía que ocurrir algún día, pero ella no podía permitir que sus seres queridos se infectaran en ese proceso.


—Me temo que no puedo —se disculpa Ariadne.


—Le diré a padre lo que dijiste…


Tras terminar su conversación con Petrucia, Ariadne se volvió hacia Sancha y le ordenó—: Sancha, entrega cartas oficiales a todos los habitantes de la casa en calidad de criada principal en funciones. La carta debe decir que se abstengan de salir o visitar los barrios bajos a menos que sea completamente necesario por el momento.


La peste negra se extendería gradualmente desde sur hasta norte. En 1123, el transporte logístico en el continente central no estaba muy desarrollado. El volumen de mercancías era pequeño y el tiempo de viaje, lento. Se tardaba al menos 30 días en transportar mercancías de Harenae a San Carlo en un convoy de mercancías. La gran plaga se dirigía lentamente hacia el norte a través de comerciantes y viajeros.


—Hmm... mi señora —empezó Sancha.


—¿Qué pasa? —preguntó Ariadne.


—En estos días, Lady Isabella es una visitante frecuente de los barrios bajos.


—¿Qué? ¿Por qué? —replicó Ariadne, perpleja.


Isabella De Mare no tenía nada que ver con los barrios bajos. Ariadne abrió los ojos con incredulidad. La Isabella que ella conocía podía pagar a los indigentes para que le permitieran darles una paliza por diversión, pero nunca se ofrecería como voluntaria en los barrios bajos.


—Estos días, Lady Isabella realiza actividades de voluntariado con mujeres de la nobleza. Seguro que ha oído hablar de ello, mi señora —dijo Sancha.


—Ah, sí. La Asociación de Mujeres de Silver Cross, ¿no? —recuerdó Ariadne.


—Cierto. Creo que sale con la Condesa Balzzo y el Conde Contarini. La última vez fue al asilo de ancianos, y esta vez, al orfanato. Todas esas instalaciones se encuentran en las calles de Commune Nuova.


Sancha sabía adónde se dirigía el carruaje de Isabella.


Ariadne frunció el ceño. 


—Bueno, Isabella no pestañearía ante una carta oficial de una jefa de criadas en funciones.


Pero aún tenían tiempo hasta que la peste azotara San Carlo en pleno apogeo.


—Yo mismo avisaré a Isabella. Sólo asegúrarte de notificar a los demás en la casa.


—Sí, señora.


* * *


Por último, el príncipe Alfonso se vistió de etiqueta para participar en un acto oficial. El Archiduque Juldenburg de Sternheim le visitó y Filippo IV le preparó un banquete.


Como el sucesor al trono de Etrusco estaba en palacio, Filippo no tenía excusa para dejarlo fuera, así que el príncipe Alfonso pudo por fin salir de su habitación y tomar un poco el aire.


—¡Oh! ¡Me alegro de que nos encontremos de nuevo, primo! —saludó Filippo IV.


El rey gallico era extremadamente amable y educado en los encuentros cara a cara. De momento, no parecía en absoluto el principal impulsor de poner a Alfonso bajo arresto domiciliario.


—Por favor, saluda al Archiduque Juldenburg del Gran Ducado de Sternheim. Es el guardián de la religión y la espada de la Santa Sede y será el Comandante Supremo de la Guerra Santa en Jesarche.


Filippo IV había conversado en gallico con el príncipe Alfonso, pero ahora hablaba en la antigua lengua del Imperio de Ratania, la lengua oficial del continente. Hubo una diferencia abismal en su hospitalidad. El Príncipe Alfonso se mordió el labio en secreto, enfadado.


El Archiduque Juldenburg era un hombre de unos cuarenta años, corpulento pero delgado. Su puente nasal alto y sus mejillas hundidas correspondían a la reputación de ahorrador del Gran Duque. Algunos cabellos prematuramente canosos empezaban a asomar entre su lacio cabello castaño, y sus facciones decentes y la mirada correcta de su rostro expresaban la devoción y los buenos modales del monarca del norte.


—Basta. Me estás avergonzando —dijo el Gran Duque, haciendo un gesto con la mano para que parara.


En ese momento, Filippo IV presentó al Príncipe Alfonso al Gran Duque Juldenburg. 


—Y por favor salude al Príncipe Alfonso de Carlo del Reino Etrusco. Es muy reputado por su excelencia y valentía.


—Así que usted es el Príncipe de Etrusco. He oído hablar mucho de ti —saludó el archiduque.


Tal vez ajeno a la ligera tensión entre el príncipe Alfonso y Filippo IV, el archiduque Juldenburg sonrió cálidamente y le tendió la mano. Alfonso le cogió la mano y la estrechó. El apretón de manos del Gran Duque fue firme y fiable.


Filippo IV parecía llevar una máscara transparente mientras sonreía al Príncipe y al Gran Duque que se daban la mano, y la princesa Auguste, a su lado, se retorcía las puntas del pelo como contrariada.


Pero al Archiduque de Sternheim tampoco parecía gustarle la Princesa. Para una persona ahorrativa y sencilla del norte, la realeza de Gallico parecía excesivamente espléndida a la vez que carente de dignidad. Como un parvenu, gastaban demasiadas monedas de oro en lujos vacíos. Y la princesa Auguste era la representante de la ostentación.


Por alguna razón, se sentaba demasiado cerca de su hermano mayor e incluso le seguía a la mesa de negociación. Pero Filippo IV no se lo impidió a su hermana menor. El rey fingió una cálida sonrisa mientras la princesa Auguste recortaba la ayuda financiera y los gastos para apoyar la Guerra Santa y se ridiculizó del propósito de la guerra. Siendo un devoto creyente, el Archiduque Juldenburg no podía soportar lo que ella hacía.


Pero el Archiduque visitó hoy para pedir préstamos, no solo un centavo o dos, sino mucho dinero. Le gustara o no, los hermanos corruptos eran ensenciales y podían suponer la victoria o la derrota de la Guerra Santa.


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