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SLR – Capítulo 100

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 100: Corazón sincero 


Ariadne saltó como golpeada por la electricidad y cambió de posición.

Sabía bien por experiencia cómo un hombre podía apuñalarla por la espalda una vez que satisfacía sus deseos instintivos por nada.

—Ari, ¿no me amas? —preguntó Alfonso con nostalgia—. Acércate a mí.

—Por eso Isabella será nombrada Reina.

La impactante noticia que había dado Césare sonó en sus oídos. Ariadne apartó la mano de Alfonso con gran fuerza.

—¡No! se negó Ariadne.
Miró a Alfonso directamente a los ojos y articuló: —No quiero.

Alfonso quedó desconcertado. El rechazo de Ariadne fue como un cubo de agua fría salpicándole la cabeza. Pero como el caballero que siempre fue, se disculpó: 

—Siento haberte sobresaltado.

Bajó la mano, la abrazó por los hombros y le dio un beso en la mejilla.

—¿Así está mejor? —preguntó Alfonso, con el corazón palpitándole de ansiedad.

Pero los labios de Ariadne se curvaron en una sonrisa sin dejar de mirar al Príncipe. Sonrió feliz, besó a Alfonso y respondió.

—Mucho mejor.

Los labios de Alfonso también se curvaron en una sonrisa. Los jóvenes amantes gorjearon y rieron. Rozaron sus narices y buscaron sus labios. Tras unos juguetones picotazos, sus lenguas se unieron en un profundo beso.

El tiempo pasó volando mientras continaban besándose apasionadamente. Pero un súbito gruñido resonó en toda el área de descanso, interrumpiendo su amor.
Ariadne miró a Alfonso a la cara, y él se volvió hacia otro lado, ruborizado. Procedía de su estómago. Sólo entonces Ariadne recobró el sentido y escrutó a Alfonso de arriba abajo.

El atuendo del Príncipe revelaba claramente el duro viaje que había experimentado en los últimos días. Había obligado a su caballo a atravesar los caminos cubiertos de nieve día y noche bajo el frío invernal.

Acarició suavemente el pelo de Alfonso detrás de las orejas y dijo: 

—Qué viaje tan duro. Debes estar muerto de hambre. ¿Cuándo comiste por última vez?
—Ayer cené cecina.

Pero ya era por la tarde y casi la hora de cenar. Eso significaba que Alfonso no había comido nada en todo el día.

Sorprendida, Ariadne se levantó de un salto. 

—¡Oh, no! ¡Tienes que comer! Espera un momento.

Corrió a la fregadera conectada con el comedor. Tras regresar al pasado, Ariadne evitaba compulsivamente la comida. Después de que la dura dieta se convirtiera en rutina durante tanto tiempo, sentía oleadas de náuseas con sólo ver comida.

Sin embargo, como señora de la casa, tenía que prestar mucha atención a que todos los habitantes estuvieran bien alimentados. Supervisar la preparación de las comidas era el trabajo que más odiaba. Pero la comida era para su amado Alfonso, y ella estaba más que dispuesta a preparar una comida caliente para él.

Se dirigió a la cocina vacía. Las sirvientas estaban ausentes, ya que era entre la hora de comer y la de cenar. Cogió todo el pan y la carne que encontró en la alacena y los colocó en la bandeja. El vino caliente y la sopa caliente no podían faltar, ya que Alfonso acababa de escapar del frío invernal.

Después de preparar un pequeño banquete en la gran bandeja, se lo pensó un momento y trajo algo para el postre. Su misión estaba cumplida, cerró la alacena y regresó a la zona de descanso.

—Aquí tienes. A comer.

Pero sólo había una cuchara y un tenedor. Alfonso levantó una ceja y preguntó: 

—¿Y tú?
—Ya he comido. —respondió ella sin pestañear, pero Alfonso la escrutó sagazmente de arriba abajo. Parecía como si hubiera pasado hambre durante al menos cuatro días, y no sólo por haberse saltado el almuerzo de hoy.

Pero en lugar de acusarla de mentir, Alfonso sonrió y dijo: 

—Come otra vez conmigo.

Instó a Ariadne a comer con él, poniendo como excusa que no le gustaba comer solo. Ante eso, ella trajo de mala gana su vajilla. Pero picoteó la sopa y se limitó a humedecerse los labios con ella, negándose a llevársela a la boca. No trajo ninguna verdura cruda para ella, ya que su intención era servir comida sólo para el Príncipe. Entre el menú, la sopa le produjo menos náuseas.

Alfonso miró fijamente a Ariadne, que tenía la cucharada de sopa flotando en el aire. Ella se dio cuenta tarde de que la estaban mirando y levantó la vista, encontrándose con los ojos del Príncipe.

—¿Qué?
—No comes mucho, ¿verdad? —el Príncipe observó atentamente sus muñecas delgadas, su nuca y sus mejillas hundidas—. No creo que tu familia te haga pasar hambre después de todas las contribuciones que has hecho. Te estás matando de hambre voluntariamente, ¿no?

Ariadne evitó sus ojos. Pero Alfonso se negó a sacarla del apuro.

—Abre la boca.

Ariadne se estremeció y tembló. La sola idea de meterse comida en la boca la ponía enferma. Comer la haría engordar. Y si engordaba...

—Dice que eres demasiado grande y que siente como si estuviera haciendo el amor con un hombre.

Ella no podía dejar que eso sucediera de nuevo.
Ariadne se negó obstinadamente a abrir la boca, dejando la cuchara flotando en el aire. Alfonso frunció el ceño. Al ver que Alfonso fruncía las cejas, ella hizo un mohín.

'¿Qué? ¿Te vas a enfadar conmigo por negarme a comer?'

Ella esperaba que Alfonso dijera que estaba dolido, pero, de repente, sus labios se clavaron en los de ella.
Su Alteza tomó un sorbo de la leche templada azucarada con frutos secos y la besó, dándole el postre mientras ella estaba desprevenida, haciéndoselo tragar. La dulzura la abrumó. '¿Por qué es tan dulce? ¿Es la leche o el beso?'

Era el primer tentempié azucarado que probaba en los últimos diez meses, desde que regresó al pasado. Normalmente, se habría quedado atónita y lo habría escupido, gritando enfadada, pero el dulzor, ya fuera causado por el beso o por el postre, se apoderó de ella, y no tuvo más remedio que ceder.

—Ohh...

Alfonso despegó los labios. Un hilo de saliva, parecido a la seda de una telaraña, era la única prueba de que se habían besado. Ariadne se limpió apresuradamente las comisuras de los labios.

—Alfonso, ¡qué demonios...!
—Ari, ojalá estés sana.

Ariadne estaba a punto de enfadarse, pero su ira se calmó ante las dulces palabras de Alfonso.

—No quiero que adelgaces cada vez más. Me gustaría que comieras con gusto y no dejaras que los pensamientos problemáticos te agobiaran.

Le limpió los restos de los labios con el dedo. Ariadne se había limpiado los labios descuidadamente, dejando saliva y leche en su boca.

—Eres guapa.

Ariadne se estremeció y tembló de ansiedad. Todos los hombres engatusaban a las mujeres con palabras agradables al oído para que se acostaran con ellos. Ariadne había oído muchas en su vida anterior.

Entonces le respondió sin rodeos: 

—Digas lo que digas, hoy no me acostaré contigo.

Ante las hirientes palabras de Ariadne, los ojos azul grisáceo de Alfonso temblaron sutilmente. Pero no se enfadó con ella. En lugar de eso, presionó suavemente sus labios sobre su frente con su cuerpo pegado justo contra el de ella.

—Ari, no hables así—, suplicó Alfonso. —No quería decir eso.
Eligió cuidadosamente sus palabras y continuó: —Para mí, eres la chica más guapa del mundo. No tienes que ponerte a dieta ni vestirte con lujo. Sólo quiero que hagas las cosas que te gustan y comas los manjares que te gustan. Quiero que seas tú misma y disfrutes de una vida cómoda.

Era una vida que el príncipe Alfonso no podía tener. Pero él también ganaría una vida de libertad y comodidad para sí mismo. Una vida en la que podría ser él mismo y hacer las cosas que le gustaban. Y sin duda regalaría esa vida a la mujer que amaba, costase lo que costase.

Acarició, sostuvo y agarró firmemente las manos de Ariadne.

—No he podido evitar visitarte. Estaba demasiado preocupado por ti —dijo Alfonso, acariciándole suavemente la frente—. Es extraño. Eres competente y lo haces todo a la perfección, pero, de alguna manera, me siento protector contigo. No puedo dejar de pensar en ti, de preocuparme por ti y de cuidarte.

Durante su viaje, el príncipe Alfonso se dio cuenta de que la difunta era Arabella, no Ariadne, y de que no tenía motivos para ir a San Carlo. Pero, de algún modo, no pudo evitar ir. Porque en el fondo, ella le importaba y la amaba. Su cariño y su afecto le llevaron a San Carlo.

Ariadne había querido mucho a Arabella, y su hermana pequeña era la única en quien podía confiar entre los diabólicos villanos de la casa. Al ponerse en el lugar de Ariadne, sintió que se le iba a romper el corazón.

La chica de pelo negro que tenía delante, que se hacía la fuerte pero en realidad era una blandengue por dentro, ahora no tenía a nadie con quien contar. Quería correr hacia ella y decirle que podía confiar en él.

Aún era un adolescente sin ningún poder real. Era príncipe e hijo único, pero aún no tenía heredero al trono. Aún así, podía hacer muchas cosas. Aunque no fuera Príncipe, no, aunque fuera plebeyo, podía hacer muchas cosas. Y una de ellas era consolar a la muchacha que tenía delante, decirle que no estaba sola y que él siempre estaría ahí para apoyarla.

Por eso había viajado tres días y tres noches bajo la tormenta de nieve. Era algo ridículo, pero su desafío lo llevó hasta la chica que amaba.

—No hagas que me preocupe por no alimentarte. Hasta los niños pequeños saben alimentarse solos después de cumplir cuatro años —se burló Alfonso—. Por eso he venido hasta San Carlo, para asegurarme de que te alimentas.

Alfonso frotó la nariz en la cara de Ariadne. 

—Eres un bebé grande.
—¡No lo soy!
—Entonces, come sin mi ayuda.

Alfonso hizo que Ariadne sujetara la cuchara y empujó el plato de sopa delante de ella.

Con todo lo que él hacía, ella no podía evitar hacer lo que él quería. Levantó una cucharada de sopa clara con carne y setas, pero de alguna manera, no pudo llevársela a la boca.

En ese momento, Alfonso, sentado a su lado, le susurró al oído: 

—No me hagas darte de comer otra vez.

Episodio-100-En-esta-vida-soy-la-reina

Ariadne se sobresaltó cuando la voz de barítono de Alfonso interrumpió sus pensamientos. Desconcertada, se llevó la cuchara a la boca.
El sabor de las setas secas y de la sabrosa ternera le llenó la boca y tragó saliva.

Hacía tanto tiempo que no comía como es debido. Al principio le supo raro y por un segundo se sintió enferma. Pero a medida que la sopa bajaba por su garganta, recordó lo feliz que la hacían los platos sabrosos. 'Ah, sí. Esto me gustaba…'

Mientras Ariadne tragaba la cucharada de sopa, Alfonso le dio unas palmaditas en la cabeza y la animó.

—Toma otro bocado. —le instó.

Los ánimos de Alfonso convencieron a Ariadne para tomar otra cucharada de sopa. El sabor le pareció tenue al principio, pero esta vez, la sustanciosa sopa despertó deliciosamente sus papilas gustativas.

No necesitaba que nadie la empujara a tomar la tercera cucharada de sopa.

Alfonso apoyó la barbilla en la mano mientras la miraba todo el rato con una sonrisa de satisfacción. Cuando Ariadne terminó la sopa de ternera y setas, comió también los ñoquis de patata y el cordero asado.

Hacía tanto tiempo que no comía carne, y el olor a caza le impedía comer una gran ración, pero había hecho progresos considerables. Alfonso también estaba hambriento, ya que lo único que había comido durante tres días seguidos era cecina de vaca, así que comió con fervor.

El Príncipe fue el que más comió y prácticamente dejó los platos limpios. En un abrir y cerrar de ojos, la bandeja llena de manjares se acabó, y quedó vacía. Después de que Alfonso se tragara el último trozo de cordero, pareció querer más.

—¿Quieres más? —preguntó Ariadne.
—No, estoy bien. Es que no quería que se desperdiciara el último trozo.

La comida no era lo bastante buena para un príncipe, pero parecía satisfecho. Ariadne rió en voz baja.
Pero en ese momento, se dio cuenta de que el arroz con leche de la esquina de la mesa estaba sin tocar.

—¿No vas a tomar postre? —preguntó.

Alfonso miró el arroz con leche y dijo: 

—No me gustan los aperitivos azucarados. Y odio la sensación viscosa del pudin.

Ariadne se detuvo un segundo. Pero el Príncipe había dado un gran mordisco al sanguinaccio dolce que ella le dio sin rechistar.

N/T Sanguinaccio dolce: Sanguinaccio dolce es un pudín italiano hecho con sangre de cerdo y endulzado con azúcar. Se sirve como postre. 

Ella trató de interrogarle sutilmente: 

—Pero nunca te he visto dejar el postre sin tocar en las reuniones oficiales.

Alfonso sonrió con amargura y dijo: 

—Eso es porque no quiero molestar a los mozos de los fregaderos. Si dejo comida en mi plato en reuniones oficiales o en el palacio real, se juegan el cuello.

La reina Margarita prestaba una atención excepcional a que su hijo estuviera bien alimentado. La niñera de Alfonso lo sabía y quería ganarse el favor de la Reina, así que cada vez que el Príncipe dejaba comida, se lo hacía pasar mal a las trabajadoras del servicio. Se enfadaba y exigía y acusaba al jefe de cocina, preguntándole por qué hacía comidas tan pobres y por qué las comidas no eran del gusto de Alfonso.

Y la niñera del Príncipe tenía mucha más voz y voto que el jefe de cocina del palacio del Príncipe. Alfonso fue testigo de cómo despedían a varios jefes de cocina y criados y cómo golpeaban a las criadas cada vez que dejaba comida en el plato.

—Tengo que obligarme a tragar, me guste o no.

Ariadne sintió que el corazón se le hundía hasta los pies. '¿Era por eso por lo que se había comido todo el sanguinaccio dolce que le había dado?' Ariadne acarició inconscientemente la mejilla de Alfonso. 'Aunque se lo pregunte ahora, nunca lo sabré.' Algunas preguntas nunca tienen respuesta, pero Ariadne no necesitaba que él se la dijera. Su corazón le dijo la respuesta.

Esta vez, Ariadne fue la primera en tocarle, haciendo que la cara de Alfonso se iluminara. Una suave sonrisa cruzó su rostro.

—Cuídate, come bien y duerme bien —le pidió a Ariadne—. Creo que ahora emprenderé el camino de vuelta.

El tono de Alfonso era distinto al de antes. Su voz rompió sus pensamientos, y Ariadne dejó escapar una breve carcajada.

—¿Alteza? Suenas tan digno de repente. —se burló Ariadne.

Alfonso miró a Ariadne a los ojos y siguió riendo.

—Claro que lo soy. No puedo usar el mismo tono con mi novia que con mis amigos.

Ariadne no pudo evitar sonrojarse en ese momento. No quería que él la viera sonrojarse, así que replicó juguetona: 

—¿Soy tu novia?

Normalmente, la cara de Alfonso se habría puesto roja como un tomate. Pero había cambiado. Mantenía su color habitual, pero no pudo evitar que sus orejas se volvieran rosadas.
Aún así, asintió apasionadamente y dijo: 

—Sí, lo eres —tras enfatizar sus palabras, añadió—: Sólo dame tiempo.

Ariadne sonrió feliz. La calidez llenó su corazón. Las palabras de Alfonso eran como un fuerte analgésico que le quitaba toda la tragedia y la miseria de la vida.

Estaba acostumbrada a cuidar de su hombre. Y como la mujer que era, preguntó: 

—¿Cómo has disimulado tu ausencia? No parece que hayas declarado oficialmente unas vacaciones.
—No te preocupes por eso—volvió a decir el príncipe Alfonso con voz firme y segura—. Yo me ocuparé de todo.

A Ariadne le sorprendió un poco ver a Alfonso tan firme y decidido, a diferencia del dulce caballero que solía ser. Era tan diferente de Césare. En el pasado, siempre tenía que hacer algo para obtener algo a cambio.

Césare se habría quejado y le habría pedido ayuda, diciéndole lo difícil que era la situación en la que se encontraba. Y seguiría y seguiría hablando de lo difícil que era encubrir su ausencia y de lo increíble que era por conseguirlo. Ella había escuchado sus alardes y súplicas durante años.

Ariadne se asombró de lo diferentes que eran, pero enseguida se animó y asintió. Alfonso tendría un plan y ella estaba dispuesta a confiar en él.

—Cuídate tú también —y añadió—: No te agobies.

Si no hacía nada y lo dejaba todo en manos del destino, Alfonso y ella cumplirían su deseo.

La propuesta de matrimonio concertada entre el príncipe etrusco y la gran Duquesa gallica se rompería, y el rey ordenaría al príncipe Alfonso que se casara en su lugar con una de las hijas del Cardenal De Mare.

Pero para tal ofrenda se requiere un sacrificio. Y la reina Margarita sería la ofrenda, un cordero blanco, para ser puesto en el altar.

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