PQC – Capítulo 18
Parece que caí en un juego de harén inverso
Capítulo 18
El supervisor volvió a aparecer de repente, tirando de un caballo tras él, y preguntó.
—¿Le gustaría ir de caza, Alteza?
¿Cazar? Bueno que si el hobby de la princesa era la caza, y los caballeros fueron contratados para acompañarla en una cacería, eso tendría mucho más sentido.
—Puede seleccionar a quien quiera, Alteza. Se preparará enseguida. —dijo el hombre.
—¿Al que yo quiera? —repetí.
—¡Oh! Aunque el de allí todavía no se ha recuperado del todo del tobillo roto desde la última vez. —añadió el supervisor.
Miré hacia donde señalaba su dedo y vi al hombre que había soltado la espada cuando establecimos contacto visual.
—Puede seguir llevándolo, por supuesto, pero puede que le resulte incómodo jugar con él, ya que era su tobillo el que la sostenía en su posición original…
'¿Tobillo? ¿Posición?'
—Con lo de la última vez te refieres a... —me interrumpí y miré a Robért en busca de ayuda.
Al final, acercó la cara a mi oído y me lo explicó en un susurro.
—He oído que estaban teniendo sexo sobre un caballo cuando se cayó. —dijo.
—¡¿Qué?! —chillé, mi voz resonó por toda la sala de entrenamiento. Me quedé boquiabierta, pero entonces me di cuenta de que los demás estaban más sorprendidos por mi sobresalto. Antes de que pudiera recuperarme, Robért empeoró las cosas y me dio más información que no necesitaba oír.
—¿No dijo que fornicar en los cotos de caza era su pasatiempo favorito, Alteza?
Forni* qué. ¿Cuándo lo hice? Nunca dije tal cosa. Toda la sangre se me subió a la cabeza, y de repente me sentí mareada.
—Bueno, supongo que en realidad no hay problema, ya que de todas formas tienen la manguera seca. —añadió Robért.
—¿Manguera? ¿Seca...?
Sinceramente pensé que le había oído mal.
—Todos los hombres del palacio están estrictamente controlados para evitar cualquier accidente indeseado, ¿no es así?—continuó Robért, mirándome inquisitivamente—. Y, por supuesto, todos son inspeccionados regularmente para garantizar su protección.
Sin poder contenerme, solté.
—¿Tú también?
La mirada desdeñosa de Robért me dio la respuesta. Todos. Cada uno de ellos. Había oído que el Emperador era estéril, pero no tenía ni idea de que en realidad lo eran casi todos. Volví la mirada a la fila de hombres, que ahora permanecían confusos, conscientes de mi mirada fija.
—La razón por la que estoy aquí hoy... —empecé.
—Sí, Alteza. —respondieron.
—No es ir de caza—tomé aire—. Voy a disolver esta orden de caballeros lo antes posible.
—¿Su Alteza?
—¿Qué es lo que...
—¡¿Nos está abandonando, Su Alteza?!
Ante mi repentino anuncio, los hombres empezaron a llorar en señal de protesta. Justo entonces, me di cuenta de que otro hombre salía lentamente del edificio que había detrás de ellos. Tenía la piel lisa y brillante, de color caramelo, una figura tonificada, el pelo negro rizado y unos inquietantes ojos amarillos que casi le hacían parecer un animal salvaje. Desde luego, era suficiente para captar toda mi atención. Pero su expresión, una vez visible al sol, era todo lo contrario de lo que parecía desprender su cuerpo. Parecía apático y mortalmente cansado, como alguien que no quisiera involucrarse en absolutamente nada. Por fin llegó al final de la fila, de pie, despreocupado, sobre una pierna y con una mano en el bolsillo.
—¡Su Alteza, por favor explique por qué!
Me di cuenta de que había estado demasiado ocupada mirándole como para responder a sus gritos. El hombre, cuyo pelo estaba tan revuelto que podría haber sido un nido de pájaros, se estiró y bostezó ampliamente.
—¡Lamentamos lo que le haya molestado! ¡Por favor, perdónenos, Su Alteza!
—¡Perdónenos, Su Alteza!
Finalmente conseguí apartar la mirada del hombre que acababa de llegar.
—¿Alguna vez dije que serías ejecutado? —pregunté.
—Pero...
—¿Con qué propósito existe esta orden de caballería? —pregunté.
—Existimos para... su placer, Su Alteza…
Me pasé las manos por el pelo con un suspiro.
—¿Quién podría llamar a eso una orden de caballeros? —pregunté.
Los hombres intercambiaron miradas nerviosas, pero ninguno respondió.
—Os diré cómo podéis salvaros todos—continué—. Tanto si estáis cualificados como si no, presentaos al examen de promoción que se celebrará en breve. Si alguno aprueba, seguirá siendo un caballero imperial.
—...
—Si suspenden, pueden simplemente abandonar el palacio. Y si no desean hacer el examen, entonces puedes irse ahora mismo.
—¡Pero Alteza! ¿Cómo podríamos aprobar? ¡Incluso los aprendices de caballero de ahí fuera suspenden todos los años...!
—Entonces, ¿qué razón hay para que vivas aquí con fondos imperiales? —pregunté.
La expresión de los hombres se endureció. Parecía que por fin comprendían la realidad de su posible disolución.
—¿De verdad no podíais ver esto como una posibilidad? ¿Creíais que seguiríais siendo guapos para siempre? ¿Que os favorecería a todos por el resto de vuestras vidas?
—Nosotros... pero, ¿a dónde podemos ir ahora?
—¡Hemos hecho todo lo que nos ha pedido, Su Alteza! ¡Todo! ¿Por qué nos hace esto?
—¿Estás diciendo que quieres seguir viviendo así? —pregunté.
Se hizo un silencio de estupefacción y todas las objeciones se detuvieron.
—Todo lo que has ganado siendo mi mascota, son cosas que pueden desaparecer—continué—. ¿De verdad quieres seguir viviendo así? Digamos que hoy has conseguido convencerme. ¿Y mañana? ¿O pasado mañana? Entonces, ¿qué harás?
—¡No tenemos adónde ir! —se lamentó alguien.
Todos los hombres empezaron a divagar de forma incoherente, intentando explicar las diversas situaciones en las que se encontraban. Algunos habían sido chambelanes, otros bibliotecarios, alguno había repartido leche en la capital, uno de ellos era el hijo menor de un barón, pero todos acabaron diciendo cosas como: “¡Puede que él no tenga preocupaciones, pero nosotros no somos como él!”
¿Como quién? Seguí sus miradas y vi al hombre de antes, que ahora miraba al cielo distraídamente. Al sentir que todas las miradas se dirigían a él, bajó la vista con el ceño fruncido.
—¡Le enseñó el gran maestro de los caballeros imperiales, así que claro que no tiene por qué preocuparse! —se quejó alguien.
—¿Qué has dicho? —le pregunté.
—Era el segundo al mando de los caballeros imperiales antes de venir aquí…
Caminé hacia el hombre del que hablaban.
—¿Es cierto?
El hombre me miró directamente a los ojos.
—Dicen la verdad. —dijo.
—Así que Leo Depete... —mencioné.
—Es mi maestro.
Por fin podía entender por qué el gran maestro me detestaba tanto. Sabiendo que no podía continuar una conversación sólo con él, me apresuré a terminar lo que había venido a hacer.
—Ahora, estoy segura de que todos necesitaréis dinero para encontrar un nuevo trabajo—anuncié.
Debió de ser lo más acertado, porque el alboroto terminó por calmarse.
—Os proporcionaré ayuda económica más que suficiente a cada uno de vosotros. Pronto se hará una declaración oficial. Si no queréis hacer el examen, coged el dinero y marchaos. Si no, usadlo para recibir formación como aprendices.
Se escucharon murmullos de nuevo, pero el ambiente era distinto al de antes. Los hombres intercambiaron miradas y conversaronn en voz baja. Justo cuando su atención se desviaba de mí, alguien se me acerca corriendo.
—¡¿De verdad cree que puede compensarme por todo el tiempo que he pasado aquí?! ¡No puedo irme! ¡Tómeme... acójame como concubino, Alteza! —gritó. Cuando retrocedí sorprendida, se arrojó a mis pies, agarrándose a mis tobillos y sin soltarme—. ¡Alteza! ¡No me haga esto! Me tenías cariño, ¿verdad? ¡Te gustaba! ¿No es así?
Cuando intenté apartar el pie, se puso en pie de un salto, con los ojos desorbitados, e intentó abrazarme.
—¡Aaah!
Sus brazos se doblaron hacia atrás con fuerza antes de que pudieran llegar a mi cintura. Entonces mi visión se bloqueó de repente, así que no pude procesar lo que pasó después. Después de un segundo, me di cuenta de que Robért estaba de pie frente a mí, de espaldas a mí. Me miró por encima del hombro y nuestras miradas se cruzaron un instante. Cuando le aparté de mi camino, vi a mi agresor rodando por el suelo, llorando de dolor. A su lado estaba el anterior segundo al mando, en la misma posición que antes.
—Discúlpeme por esto. —dijo el protegido de Leo Depete. Con la mano aún en el bolsillo, dirigió una profunda patada al vientre del hombre, que recibió un golpe seco. El hombre se encogió al instante, demasiado dolorido para gritar.
—¡Ungh! ¡Ungh!
Por un momento, sólo quedó en el aire el sonido de sus gruñidos ahogados.
—Al ser tomados por improvisto, y usted estando ahí de pie, uno de ellos tenía que perder la cabeza. —dijo con calma el segundo al mando—. Permítame que me ocupe de esto por usted, Su Alteza.
"Yo. Hablaré. Con. Ellos." Puntuaba cada palabra con una patada.
—Para. —le ordené. Siguió clavando el pie en el estómago del hombre sin responder. Suspiré.
—Te prometo que me encargaré de ello, para que deje de quejarse. A este paso morirá. —dije. Ante mis palabras, el segundo al mando sonrió por primera vez.
—Lo estaba vigilando, Su Alteza—dijo—. Estará bien.
Agarró al hombre inconsciente por el cuello y empezó a arrastrarlo hacia el interior del edificio.
—Espera. —lo llamé.
Miró hacia atrás. La curiosidad se apoderó de mí. Todos estaban tan confusos y alterados por la repentina noticia, incluido el hombre inconsciente, que era de esperar que nadie fuera capaz de aceptarlo todo de inmediato y, sin embargo, aquel hombre había parecido tranquilo e indiferente desde el principio.
—¿Tú... no estás molesto en absoluto? —le pregunté. Giró la cabeza ligeramente y volvió a mirarme a los ojos.
—Bueno, no lo sé. —respondió.
—...
—A lo mejor es que no parezco disgustado.
Desapareció en el edificio, arrastrando al hombre con él, dejando un largo rastro en la suciedad de los terrenos de la sala de entrenamiento.
De pie a mi lado, Robért dijo.
—Fue el segundo al mando más joven de la historia, y el primero de una familia plebeya. Se llama Siger.
Me lamí los labios, con un sabor amargo llenándome la boca, y me di la vuelta. Era hora de irme.
* * *
Apenas había luz en la habitación. Etsen estaba sentado en una silla mientras Arielle sollozaba en su regazo, con la cara hundida en sus rodillas. Le acarició suavemente el pelo y le besó la coronilla.
—Tienes que calmarte, Arielle. —le dijo en tono apaciguador.
Arielle se apartó de su contacto y siguió llorando. Le golpeó la rodilla con el puño y luego levantó la cabeza. Al ver su cara, manchada de lágrimas y contorsionada por la rabia, la expresión de Etsen se arrugó.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó.
—¡Te lo dije, no puedo decirlo!
—Arielle.
—Por favor. Necesito tu ayuda, Etsen—Arielle se llevó la mano a la mejilla y le dijo—. Nada ha cambiado. Haz lo que siempre has hecho. Seguiré estando a tu lado. Me quieres, ¿verdad?
—¿Odias a esa mujer...? ¿Por qué?
Arielle asintió, apretando los dientes.
—¡Tú también! Tú... sientes lo mismo, ¿verdad? —preguntó.
Etsen no contestó. Tras una pausa, dijo.
—Si te dijera que lo dejaras todo y vinieras conmigo…
—...
—Dirías que no, ¿verdad? —terminó. Etsen miró a Arielle a la cara, la abrazó y le acarició el pelo.
—De acuerdo—murmuró—. Haré lo que me pidas.
—...
—Así que, por favor, no llores.
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