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PQC – Capítulo 16


Parece que caí en un juego de harén inverso

Capítulo 16


—No deseo discutir lo imposible —dije—. Sin embargo... la gente no puede cambiar sin culpa. 

Al menos, así es como yo lo veía. 

—La culpa no hace nada por los que ya han sido víctimas, Robért, pero tal vez pueda evitar que algo similar vuelva a suceder en el futuro.
—...
—Por eso es importante. —añadí. El rostro inexpresivo de Robért acabó por arrugarse.
—¿Quién...?

Se inclinó, agarrándose fuertemente las rodillas con las manos. Su paciencia había llegado a su fin y ya no podía fingir que no estaba afectado. Una sombra se dibujó en su rostro mientras su cuidado pelo rubio caía sobre su frente.

—¿Quién demonios te ha hecho así? —preguntó por fin, con la voz luchando por mantenerse emocionalmente distante y el rostro demacrado.
—Dejémoslo por hoy. —le dije—. Vuelve y descansa un poco.
—¿Es Nadrika? ¿Se ha enamorado de él? —preguntó. Cuando Robért se volvió y vio mi expresión, torció la boca. Se levantó de su asiento. —Haré lo que deseas.
—Sí, así es. —dije.

Los dos habíamos hablado al mismo tiempo, pero cada uno había oído claramente al otro.

—Es amable, cosa que valoro, pero lo que en realidad ha cambiado es... mi propia voluntad. —dije, levantando la vista hacia él. Robért me ignoró, como si se arrepintiera de haber preguntado.
—Le... recomendaré algunos libros —dijo finalmente—. Ahora que tengo una idea de cuánto sabe. Tendrásque leerlos todos antes de la próxima lección si quiere seguir el ritmo.

Robért garabateó rápidamente algunos títulos en un trozo de papel y lo colocó sobre la mesa antes de darse la vuelta. Caminó unos pasos hacia la puerta y se detuvo. De espaldas a mí, me dijo—: Si eso es todo lo que le ha hecho falta para enamorarse, entonces debería haberme amado a mí primero.
—No esperes que te compense por el tiempo perdido, Robért. —le contesté.
—Veo que sigue siendo igual: la crueldad le resulta muy fácil, Alteza.
—Tal vez sea cierto. —respondí, considerando lo rápido que me había adaptado a este mundo, a este cuerpo. De repente se me ocurrió que no podía recordar cómo era en el otro mundo.

* * *

Una brisa húmeda entraba por la ventana mientras el sol poniente extendía lánguidamente sus rayos anaranjados en la habitación. Sólo se veía la silueta oscura de una mujer, de cuya boca salía un humo blanco y turbio.

—¿Quién dijo que estaba aquí? —preguntó, levantando lentamente su cuerpo pálido y desnudo de la cama. Sosteniendo el cigarrillo entre dos dedos, dejó que un sirviente la cubriera con una túnica roja con una cresta dorada. Su pecho subía y bajaba visiblemente mientras daba una calada al cigarrillo. El humo le llegaba hasta los pies.

—El señor Juranne está aquí, Alteza.

Inclinándose desde la distancia, Robért tragó saliva con nerviosismo. Había sido abandonado tras fracasar en su intento de satisfacer a la princesa en la primera noche de su concubinato, pero ahora... Si pudiera tener una oportunidad más, se aseguraría de superar a cualquier otro... La mujer finalmente separó sus labios rojos para hablar.

—¿Juranne? ¿Quién es?

Inclinó la cabeza, con los sedosos mechones rojos de su pelo cayendo.
—¡...!

Robért se despertó sobresaltado, jadeando. Estaba en su dormitorio. Se agarró la frente con la mano y se tapó los ojos. Aún estaba oscuro fuera. El recuerdo que más temía recordar había aparecido y se había reproducido ante sus ojos.

—¿Y Juranne?
—Soy Robért Juranne, Alteza.

Ni siquiera era la primera vez que la princesa no se acordaba de él. Robért suspiró débilmente. Pero no importaba. Si se olvidaba, él se lo recordaría. Siempre y cuando pudiera permanecer a su lado. En verdad, eso era todo lo que necesitaba.

* * *

Un anciano de pelo blanco estaba sentado en un rincón de la biblioteca, dormitando. Parecía el bibliotecario jefe, pero cuando entré y tomé asiento cerca de él, ni se inmutó. Me levanté, busqué los libros que me había recomendado Robért y los hojeé mientras esperaba sentado. Pronto, un chambelán se me acercó en silencio.

—¿Qué has averiguado? —pregunté.
—Nadie dice haber visto a Arielle Rose—respondió—. Incluso lo he comprobado con las damas de compañía de la alcoba de Su Majestad, así que no se me ha podido escapar nada.
—Buen trabajo.

Volví la mirada a mi libro, y sentí que el chambelán se alejaba rápidamente. ¿Así que Arielle aún no ha encontrado con el Emperador? Cerré mi libro. Sea como fuere, tenía trabajo que hacer.

* * *

Robért siguió viniendo a sus conferencias. Incluso después de que nos separáramos en tan malos términos la primera vez, nunca faltó a clase y realizaba sus tareas a la perfección. Gracias a su ayuda, pude aprender mucho.

—Hoy has dado una gran lección, como siempre. —le dije después de nuestra última sesión.
—Sólo cumplo con mi deber. —respondió rotundamente Robért, bajando la mirada. 

Lo miré de reojo mientras recogía sus libros y se levantaba. Su rostro pálido y sus ojos hundidos tenían un encanto apenado, sus pestañas proyectaban largas sombras sobre sus ojos verde oscuro. Entonces su ceja empezó a crisparse. Me di cuenta de que probablemente le irritaba mi mirada. Pero aún así, no giró la cabeza para mirarme. Porque si lo hacía, tendría que encontrarse con mi mirada. Era como si luchara consigo mismo por querer mirarme o no.

Al observarle, sentí más curiosidad por su pasado. Para alguien tan inteligente como para ser tutor de la familia imperial, ¿qué clase de vida podría haber llevado antes de elegir encerrarse en palacio y pasar todas esas noches en vela suspirando por amor?

—¿Eras un erudito? —le pregunté.
—Era bibliotecario. —respondió Robért.
—¿Bibliotecario?—mis ojos se abrieron un poco y señalé los libros que llevaba bajo el brazo—. ¡Pues sí que encaja contigo!—exclamé. Me miró con expresión inescrutable.
—Gracias. —dijo.
—¿No quieres volver a ser bibliotecario?
—No estoy seguro.
—¿No lo has pensado? —le pregunté.
—¿De qué serviría? No es como si pudiera volver a serlo simplemente diciendo que quiero.
—Quiero decir, podría hacer que ocurriera por ti.
—Los concubinos expulsadas no pueden tener títulos, Su Alteza...
—Cierto. Supongo que normalmente serían exiliados, o como mínimo se les prohibiría volver a casarse.

Quizás a Robért no le habían dejado otra opción desde que llegó a este palacio como concubino.

—Pero eso no te ocurrirá a ti. —dije.
—¿Perdón?
—Digo que si quieres, tanto si te expulso como si te mantengo, podrás empezar a trabajar de nuevo. Te ayudaré. —dije.
—¿Si quiero, quiere decir?
—Sí. ¿Por qué no?
—¿Aunque sea un concubino que cometió adulterio?

Hice una mueca de dolor, no esperaba que Robért sacara el tema con tanta brusquedad. Cuando levanté la vista, me observaba con expresión seria. Su mirada no era ni fría ni cálida, ni expresaba esperanza ni rabia.

—Dije que no te acusarían por eso. Ese asunto está cerrado. —le dije.
—Supongo que es cierto, teniendo en cuenta que usted no está preocupada por mí en absoluto, Su Alteza.
—...
—¿Pero por qué está siendo tan amable conmigo de repente? —preguntó.
—Yo nunca...
—Lo que quiero es a usted, Alteza. —interrumpió Robért.
—¿Qué?
—¿Me lo concedería entonces?

Era atrevido que lo dijera, sobre todo para alguien que, literalmente, acababa de admitir su adulterio... Robért me miró fijamente durante un momento antes de bajar la cabeza bruscamente.

—Hasta mañana, Alteza. —dijo.
—Bien. —respondí tras una pausa. 

Cuando salió de la habitación, me pasé las manos por el pelo. No había intentado ser amable con él. Pero si él se sentía así... No, ese era su problema. ¿Podría significar esto que estaba de nuevo enamorado de la princesa...? Quiero decir, ¿de mí? Era extraño, y simplemente erróneo.

Esperé a que se alejara y me levanté. Tenía que ir a un sitio. Tenía que cumplir una promesa que había hecho antes. Recogí el chal del sofá, me lo puse sobre los hombros y los brazos, empujé la puerta y salí.

Ruido seco.

La puerta chocó contra algo al abrirse. Cuando asomé la cabeza por la rendija, vi que una persona daba un respingo de sorpresa y se apartaba. Era Robért.

—¿Qué haces ahí? —le pregunté. Parecía que sólo había estado allí de pie, sin hacer ni concentrarse en nada en particular.
—Estaba a punto de irme. Pero no puede salir así como así...
—¿Qué, tengo que llamar a la puerta cuando salgo de mi habitación? —pregunté.
—No... —vacilante preguntó—: Entonces, um, ¿a dónde va, Su Alteza?
—Hmm... A los campos de entrenamiento. —respondí.
—¿Los campos de entrenamiento...?
—Me dijeron que los aposentos de los caballeros están justo enfrente.

Por un momento, nos quedamos en silencio, uno frente al otro.

—¿No te vas a ir? —pregunté.
—¿Va a ir sin escolta?
—Sí. 

Le hice un gesto con la mano para despedirme y separarnos, pero Robért se limitó a moverse incómodo, sin hacer ademán de irse. Entonces apretó los labios en una línea firme y decidida y me tendió la mano.

—¿Queréis que os acompañe, Alteza? —preguntó.
—...

¿Querría? Era una peculiar elección de palabras. Robért extendió más la mano y yo miré su palma blanca y lisa.

—Bien. —respondí, apartándome de su mano.
—Gracias, Alteza. 

Robért dio largas zancadas para pasar a mi lado y luego se adelantó sin decir palabra mientras yo empezaba a seguirle.


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