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SLR – Capítulo 550


Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 550: Para una persona con ictericia, el mundo entero parece amarillo

N/T La ictericia es la coloración amarillenta de la piel y las mucosas debido al aumento de la concentración de la bilirrubina en la sangre.

El documento era un edicto -en otras palabras, una orden- más que una oferta. El Papa no había tenido tiempo de pensar en salvar las apariencias. Sería vergonzoso que un edicto papal fuera ignorado, por supuesto, pero eso no era importante; en ese caso, el Papa terminaría arrastrándose ante el Rey de Gallico de todos modos.

Sin embargo, no había olvidado hacer un sutil intento de tenerlo todo. El edicto no especificaba el nombre del destinatario en caso de que sólo uno de los dos, el príncipe o el rey de Etrusco, accediera a enviar el ejército.

Como sus enviados estaban frente al príncipe en ese momento, se lamentaron y gritaron a pleno pulmón su nombre, que no figuraba en ninguna parte del edicto.

—¡Oh sabio salvador de Jesarche, victorioso comandante de la Cruzada, Alteza el Príncipe Alfonso -nosotros, los siervos de Trevero, os suplicamos! —imploró arrodillado en el suelo aquel cuya posición era inmediatamente inferior a la de un obispo. Era un secretario de la Iglesia que ostentaba el título de monseñor, pero ni siquiera un clérigo de élite como él podía permitirse levantar la cabeza y actuar con altivez cuando el propio papa había abandonado toda dignidad. Ese era el trato que se dispensaba a quien poseía la forma más cruda de poder, es decir, a los soldados.

El Príncipe Alfonso había oído hablar de las tensiones entre Gallico y la Santa Sede por el puerto de Pisarino, pero el hecho de que Gallico estuviera reuniendo armas de asedio en la frontera era nuevo para él.

—¿Cree de verdad Su Santidad, el Papa que Filippo IV invadirá la Ciudad de Oro? —preguntó.

—Si no estuviera planeando invadir Trevero, ¿por qué estaría reuniendo a su ejército en la frontera entre su país y la Santa Sede?

Tenía razón. Un ejército con arietes, artillería de asedio y trebuchets difícilmente podía fingir que su propósito era otro que la invasión.

N/T trebuchets: El fundíbulo, trabuquete, almajaneque o lanzapiedras fue un arma de asedio medieval, empleada para destruir murallas o lanzar proyectiles de piedra sobre los muros.

—¿Ha declarado la guerra?

Los reinos del Continente Central obedecían enérgicamente la costumbre tácita de enviar una declaración de guerra antes de invadir. La habían tomado de los caballeros, que se retaban formalmente a duelo. Incumplirla les acarreaba ser calificados de sucios comunes, hasta el punto de no poder dar la cara.

—Todavía no se ha recibido ninguna declaración oficial, pero los altos ejecutivos de Trevero predicen que Gallico no tardará en enviar algún tipo de excusa ofensiva al respecto.

Un monarca que perteneciera a la Iglesia no podía enviar la habitual declaración de guerra, diciendo: "El día X del mes X, esta nación iniciará una operación militar en su país debido a su infundada pretensión de dominio sobre el Puerto de Pisarino", cuando estaba atacando a la Santa Sede. Históricamente, la denuncia de libertinaje sexual era la táctica más común en estas situaciones.

—¡Ya tiemblo al pensar qué clase de horripilantes tonterías se dirán!

—Probablemente acusarán a alguien de incesto —añadió el enviado adjunto.

Alfonso se aclaró la garganta, de repente incapaz de mantener una cara seria.

—Que un monarca creyente invada la sede de la Iglesia es absurdo —dijo resueltamente el enviado principal.

Su ayudante asintió.

—Para justificar algo tan extraño, tendrá que alegar como mínimo que el Papa debe ser castigado por convertir la Ciudad de Oro en Sodoma y Gomorra, y que necesita purificar la Ciudad Santa mediante el poder militar.

El incesto entre hermanos fue durante mucho tiempo uno de los temas favoritos de los informes acusatorios, aunque parezca irónico.

—Nos hemos preparado mentalmente para luchar —imploró el jefe de los enviados—. Por favor, Alteza, no se deje influir por los rumores, sean cuales sean.

El príncipe Alfonso, que sabía perfectamente lo que Filippo IV había hecho con su hermana, tuvo que taparse la cara con la mano un momento para reordenar sus facciones.

—La hermana de Su Santidad el Papa Justianus hace tiempo que falleció —dijo el señor Manfredi para consolar a los enviados—. No deberían preocuparse por informes absurdos como…

Alfonso rogó urgentemente a Manfredi que tuviera más tacto. 'La hermana del rey de Gallico también ha muerto, señor Manfredi'.

El señor Bernardino también lanzó una mirada a Manfredi para decirle que se callara. 'Que alguien esté muerto no significa que no se hubieran realizado actos extraños con él cuando vivía. Ya lo sabes, Manfredi'.

La acusación sería falsa, de todos modos; no necesitaba tener sentido. El Papa Justianus nunca se había visto envuelto en ningún tipo de escándalo relacionado con mujeres, por lo que se daban las condiciones ideales para que alguien ejerciera su creatividad y le acusara de que le gustaban los hombres. En vista de su avanzada edad, que le dificultaba la actividad física, incluso podían improvisar algo que sonara plausible imaginando escenarios en los que aceptara sobornos. ¿Le gustaban los hombres y aceptaba sobornos? Aún mejor.

La heterodoxia era otro amado sabor de la acusación, pero Justianus no había sido un erudito en su juventud y por lo tanto no había escrito muchos documentos que pudieran ser usados para atacarle. Además, en una lucha sobre doctrina, la Santa Sede tenía una ventaja abrumadora sobre un simple rey. Gallico probablemente no adoptaría esa táctica.

En cualquier caso, el motivo de la declaración de guerra no importaba cuando el ejército se acercaba.

—¡Sólo las montañas Prinoyak se interponen entre Trevero y el lugar donde se está reuniendo el ejército gallico! —se lamentó uno de los enviados. No había fortalezas, guerrillas, trampas ni fuerzas de defensa, nada que pudiera bloquear la invasión.

—Así que tardarán tres semanas como mucho, diez días si son rápidos —murmuró el señor Manfredi, con cara de estupefacción.

—¿Cómo son sus capacidades defensivas? —preguntó Alfonso.

El enviado suspiró profundamente ante la pregunta. Se sentía avergonzado de discutir este asunto francamente con un forastero, pero no podía ocultar exactamente la verdad dado que había venido aquí a pedir refuerzos.

—Nuestra opinión es que si las murallas de la ciudad sobreviven tres días después de su llegada, habremos hecho un buen trabajo de defensa.

El príncipe respondió a esto con un prolongado silencio. El enviado empezó a impacientarse. En estas situaciones, lo normal era que la persona que había recibido la llamada respondiera: "¡Iré!", en un arranque de fervor religioso y se preocupara después de las consecuencias. Una vez que la persona empezaba a pensar en ello, era poco probable que la Santa Sede recibiera ayuda alguna.

—¡Su Alteza! —suplicó—. ¡La Ciudad de Oro está a punto de ser conquistada, no por herejes, sino por un monarca que pertenece a la Iglesia!

El enviado principal, que nunca se había rebajado ante nadie en su vida, gritó desesperado:

—¡Oh Héroe del Continente, que luchó en la Cruzada y devolviste Jesarche a los fieles, por favor no aparte la mirada del sufrimiento del Siervo de Dios más destacado!

—Gredo y Salamanta nos han dado la espalda. Si usted también dices que no, Trevero no podrá hacer otra cosa que ser conquistado.

Alfonso no dio una respuesta de inmediato a pesar de las súplicas. Sólo volvió a hablar después de que pasara mucho tiempo en silencio.

—Ya que habéis tenido que viajar bastante para llegar hasta aquí, ordenaré a mis sirvientes que os den alojamiento. Deberían bañarse y descansar.

—¡Alteza! —aullaron los dos enviados al unísono.

—Tenéis que hacerlo independientemente de mi respuesta —respondió el joven y apuesto príncipe rubio con una sonrisa irónica. Su actitud permanecía inalterable a pesar de sus lacrimógenas súplicas—. ¿Cómo esperáis volver a Trevero con las noticias, sean cuales sean, si antes no dormís bien?

Se levantó de su silla en la sala de reuniones sin esperar a que los enviados volvieran a hablar.

—¡Su Alteza! ¡Su Alteza!

Aunque Alfonso se mostraba inamovible en apariencia, los gritos de angustia que se oían a sus espaldas le tocaban la fibra sensible. El Salvador del Continente Central, el Príncipe Cruzado que había luchado contra los herejes y había vencido: estos títulos le habían convertido en objeto de culto, pero al mismo tiempo le habían dado una carga que soportar.

Si no iba a la guerra, Trevero, la Ciudad de Oro, ardería bajo los pies del ejército conquistador-Trevero, la ciudad de las agujas, que le había acogido con todas sus fuerzas. El hermoso santuario de la Iglesia, la ciudad de la felicidad donde se había casado con su esposa, estaba a punto de ser pisoteada por las botas de combate de Filippo IV.

***

Todos los miembros destacados de los Caballeros del Casco Nero se reunieron en el despacho del príncipe.

—Los enviados de Trevero afirman que Gallico está reuniendo armas de asedio en la frontera. ¿Le parece creíble?

El señor Manfredi había estado a cargo de los exploradores en el asunto de los bandidos, pero era tarea del señor Bernardino recopilar los informes diarios que llegaban de diversas regiones.

—Alteza —dijo con cuidado—, uno de los informes que recibimos a principios de mes de una ciudad del norte de Gallico contenía la nota de que se había trasladado un ariete.

El príncipe le miró con expresión adusta. Inclinó la cabeza y continuó:

—No lo transmití inmediatamente porque no era artillería de asedio, el alarde del ejército gallico. Sin embargo, el ariete probablemente se dirigía directamente a Trevero o a un almacén de cañones de asedio, liberando así a los cañones para ir a Trevero.

—Sólo Filippo haría algo así —se lamentó Alfonso. Incluso él, un faro de sentido común, sabía que era una tontería esperar que Filippo no atacara. Un monarca creyente atacando la sede de su propia fe era indignante, por supuesto, pero él era una persona indignante.

Alfonso había visto a Filippo y Auguste en persona cuando se habían encerrado en su pequeño mundo. No importa cómo se les describiera -atrapados, absortos, cautivados, desquiciados, trastornados, salvajes-, encajaban en todas las definiciones. Hablar de la piedad religiosa que debe tener un monarca sólo caería en saco roto.

—Pero Su Alteza, ¿deberíamos realmente... ir a la guerra?

Bernardino y Manfredi llevaban mucho tiempo en el Palacio Carlo, al lado del príncipe Alfonso para mantenerlo a salvo, pero eran caballeros por naturaleza. La cuestión de ir a la guerra ahora no era militar, sino política.

A Alfonso le costaba hablar.

—Nosotros... bueno, si usted nos ordena ir, Su Alteza, es nuestro deber ir.

—Iremos al campo de batalla con una canción en el corazón.

En sus mentes, esto ya había dejado de ser un enfrentamiento en la frontera. Era un choque físico de soldados, pero estaban dispuestos a obedecer las órdenes de Alfonso. Eran realmente las bien afiladas espadas de un monarca.

—Pero no puedo evitar sentirme incómodo por el hecho de que Gredo y Salamanta se negaran a enviar soldados.

Eso también molestaba a Alfonso. Creía que Justianus VIII no había ofrecido suficiente compensación a los líderes seculares a los que había pedido que vinieran a salvarle, o que esos dos reinos carecían de la destreza militar para enfrentarse a Filippo IV.

Sólo el sonido de los leños ardiendo en la chimenea, emitiendo chispas de vez en cuando, rompía el implacable silencio... hasta que una voz baja, suave y femenina le puso fin.

—¿Qué quiere hacer, señor?

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