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SLR – Capítulo 434

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 434: El sabor del poder

El hombre que había detenido el carruaje dorado de Alfonso era el capitán de un equipo de guardias apostados a la entrada del Palacio Carlo. Junto con otros nueve guardias que se apiñaban y miraban cautelosamente a su capitán por detrás, hablaba con mucho cuidado. No parecía muy seguro de sí mismo.

—P-por favor, perdóneme, Su Alteza. Se nos ordenó estrictamente controlar al pasajero, aunque le acompañara.

Estas palabras contenían muchas pistas. La forma en que estaban redactadas sugería que quien había dado la orden había mencionado explícitamente a Alfonso. Es más, si hubiera sido León III quien la hubiera dado, lo habría dicho enseguida. Esto significaba que no había sido el rey quien había dado la orden.

Sólo había una persona que encajara en esta descripción. Alfonso apretó los dientes y murmuró—: Rubina...

El capitán supuso que Alfonso había omitido el título “Duquesa”, pero no lo había oído. Sin embargo, la realidad era siempre mucho más dura. Lo que Alfonso se contuvo de decir fue: “Esa mujer por fin ha perdido la cabeza.”

En cualquier caso, el capitán no refutó al Príncipe, inclinando la cabeza. Era una tímida admisión de que, en efecto, había sido la duquesa Rubina. Alfonso respiró hondo, tratando de no levantar la voz.

Este hombre no había hecho nada malo. Ni siquiera el capitán de toda la guardia podría haber ido en contra de las órdenes de Rubina. Este hombre simplemente dirigía un equipo de guardias, y esperar que él denegara una orden de la duquesa Rubina era pedir demasiado.

Además, Alfonso no tenía nada que ocultar. No llevaba un asesino ni explosivos a palacio, sino a su pareja para el baile. Tampoco llevaba veneno a escondidas, como cierta persona. Con un profundo suspiro, abrió las cortinas.

—Mira —dijo.

Las cortinas, confeccionadas con terciopelo nuevo de la mejor calidad, se hicieron a un lado. El hombre parpadeó sorprendido ante la lujosa tela que nunca antes había visto, y Ariadne entrecerró los ojos ante la repentina luz. Reprimiendo su fastidio lo mejor que pudo, Alfonso mencionó pacientemente—: Sólo la condesa de Mare y yo estamos en el carruaje.

El carruaje era espacioso y lujoso. Aparte de cojines y similares para los pasajeros, contenía pocos objetos, y no había espacio para que alguien se escondiera. Esto debería haberle dicho al hombre lo suficiente. Alfonso cerró las cortinas y se dispuso a dar la orden de avanzar de nuevo, pero los guardias se negaron a apartarse. Sus cejas se crisparon.

—Mis disculpas, pero... —dijo el hombre nerviosamente—. La condesa Ariadne de Mare no puede entrar.

* * *

SLR – Capítulo 434-1

La duquesa Rubina se acarició los labios con el largo abanico de plumas de pavo real.

—He oído que el hermano adoptivo de esa mujer era traficante de drogas.

Había sido su hermanastro, pero luego se descubrió que no era nada de eso. Había oído los detalles complicados, pero la duquesa Rubina no era muy exigente con esas cosas.

‘Su madre era una amante del Cardenal. Y los otros hijos que tenía la otra amante tenía eran también hijos del Cardenal.’

Rubina llegó a la conclusión de que Ippólito, entonces, era algo parecido a un hermano. Eso fue suficiente para satisfacerla. Lo había planeado todo suponiendo que Ippólito era hermano de Ariadne de Mare y de Isabella de Mare.

—La familia de un criminal buscado no puede entrar en el palacio. Por supuesto que no.

Se sentía bien ser poderoso, ignorar las pequeñas discrepancias y dejar que todo siguiera su propio camino. Si la duquesa Rubina se hubiera enterado del incidente de la magia negra, lo habría aprovechado con más júbilo que nadie. Con poder o sin él, cuanto más sofisticado fuera un complot, y cuanto más justificado, mejor. Afortunadamente, sin embargo, la Santa Sede había prohibido expresamente toda mención del incidente, y Rubina no estaba particularmente bien enterada.

Una información así requería amigos que la tuvieran. La Duquesa no tenía el encanto social para hacer amigos propios, y no habían pasado más que unos pocos años cuando se había hecho lo suficientemente poderosa como para ofrecer ciertos beneficios a cambio de amistad, como única dama de palacio.

Como tal, a menudo se encontraba haciendo cosas o siendo colocada en situaciones que no eran apropiadas para su posición. Incluso ahora, no se había enterado de las noticias más rápido que nadie, sino que se preguntaba por qué el Cardenal de Mare no había logrado convertirse en Papa.

El hecho de que Ippólito de Mare había traficado con powack, sin embargo, era conocido por todo el mundo, y esta era la justificación perfecta para Rubina, a quien le gustaban las tácticas de fuerza bruta. Hacía apenas unos días, se había publicado un aviso de búsqueda tardía.

La semana pasada, el hijo mayor de la casa Morocini, una de las familias más antiguas de San Carlo, había muerto de síndrome de abstinencia. Llevaba sufriendo desde que el tabaco powack había dejado de circular en el mercado. De madrugada, se había arrastrado hasta la torre más alta de su mansión y se había arrojado a su propio jardín.

Esto conmocionó a toda la ciudad. El hijo de una de las casas más prestigiosas había tomado una decisión desautorizada por la Iglesia. Un problema aún mayor era cuántos jóvenes hijos de grandes familias sufrían síntomas similares.

El conde Morocini tomó inmediatamente cartas en el asunto. Las demás familias cuyos hijos eran adictos al tabaco con powack también alzaron la voz, exigiendo que Ippólito de Mare fuera capturado y castigado.

León III no era el tipo de persona que desaprovecharía una oportunidad de ganar popularidad gratuitamente. Como el cardenal de Mare ya había sido desplazado, no había por qué temer su reacción. Incluso si aún le quedaba algo de influencia, la Casa de de Mare ya había cortado lazos con Ippólito por su cuenta. Esto había sido una declaración de que no querían tener nada que ver con Ippólito. León III, sin nada que se interpusiera en su camino, sintió un refrescante placer al ordenar que Ippólito de Mare fuera incluido en la lista de criminales buscados en todo el reino.

‘Cualquiera que traiga la cabeza de Ippólito de Mare a San Carlo recibirá 50 ducados.’

El poder sólo se echaba de menos cuando desaparecía. Si el cardenal de Mare no se hubiera arruinado, el anuncio habría rezado ‘Ippólito de San Carlo’ en su lugar. El poder también encubría el comportamiento barato: el Rey había ofrecido una mísera suma de 5 ducados al principio, pero el conde Morocini había ofrecido 45 de su bolsillo. El total se había convertido así en 50, pero eso era un secreto. En cualquier caso, Rubina estaba disfrutando plenamente de la situación.

—¡Son la familia del criminal de Mare! ¡Cómo se atreven a intentar entrar en el palacio!

Clemente de Bartolini, sentada cortésmente frente a la duquesa Rubina, no podía ocultar el placer en sus ojos. Había sido Clemente quien se había asegurado de que Isabella estuviera con Ariadne. Para ser más precisos, Clemente había sacado a colación el incidente con Ippólito precisamente para apuntar a Isabella, y la duquesa Rubina había incluido también a Ariadne.

Reírse cuando las hermanas de Mare estaban a punto de ser rechazadas en la puerta del baile no era precisamente un buen comportamiento como damas de la nobleza; las damas estaban educadas para ocultar sus sentimientos. Pero a Clemente no le importaba. Desde que había visto a Isabella aferrarse a DiPascale, Clemente había renunciado a la cautela.

La duquesa Rubina, que nunca había sido educada como dama noble, tenía aún menos inhibiciones. Había sido incluida en la sociedad noble como esposa de alguien, y era una amante, no una esposa propiamente dicha. Nadie le exigía que fuera digna. La salvaje Rubina gritó con confianza—: ¡Deberían estar agradecidos de que su mansión no esté siendo registrada inmediatamente! ¿Cómo se atreven a intentar entrar en el palacio? ¡No tiene sentido!

—Por supuesto —dijo Devorah, la dama de compañía que procedía de una nobleza de bajo rango y creía que la sumisión incondicional era clave para sobrevivir. Si Rubina hubiera tenido autoridad sobre los guardias o algún tipo de poder legal, realmente habría registrado la mansión de Mare. Lamentablemente, su hijo había sido privado del título de Comandante Supremo por culpa de Ariadne de Mare. León III se lo había arrebatado, pero eso era lo que Rubina creía.

‘Maldita z*rra.’

Ariadne era una escoria que había intentado seducir tanto a su hijo como a su marido. León III seguía sin poder ocultar su incomodidad cada vez que se mencionaba a Ariadne de Mare. Los que no tuvieran ni idea de lo que había ocurrido podrían decir simplemente que debía caerle mal, pero la duquesa Rubina había sufrido lo suficiente como para saber que su falta de calma significaba que era consciente de ella.

Tal comportamiento no surgiría a menos que él todavía quisiera a la mujer.

‘Esa z*rra.’

Además, esta sirena de la vida real había atrapado al pez más gordo de San Carlo: Alfonso de Carlo. El príncipe Alfonso adoraba a esta mujer plebeya convertida en condesa que no tenía nada a su nombre, colmándola de atenciones cada vez que podía.

‘Me pregunto si ella usa algún tipo de droga para mantenerlo enamorado de ella.’

Ahora mismo, la Duquesa estaba atormentando a Ariadne de Mare e insultando al Príncipe Alfonso.

‘Necesita ser pisoteada hasta desaparecer.’

Si la duquesa Rubina hubiera sido un poco más lista, habría investigado los rumores malintencionados sobre la condesa de Mare antes de exponer su aversión. Pero le gustaba ser directa, y había decidido tomar el camino que tenía a su alcance. Se aseguraría de que Ariadne no volviera a poner un pie en la alta sociedad.

—Como la dama más alta del palacio, me corresponde mantener una apariencia de orden.

Rubina tenía el control del palacio. Normalmente era ella quien decidía a quién se invitaba al baile, pero León III se lo había prohibido esta vez. Sin embargo, no importaba si Ariadne había sido invitada, ya que podía ser rechazada en la puerta. León III le guardaba rencor a Ariadne de Mare, y no se quejaría sólo porque Rubina le hiciera pasar un mal rato. Si además eso molestaba a su hijo, tal vez incluso lo disfrutara, alegando excusas absurdas para no intervenir.

—¿Quién sabe? Quizá esa z*rra se meta powack de contrabando bajo el vestido.

Era una excusa al azar, pero sonaba bastante razonable dicha en voz alta. Clemente cerró los labios y asintió. Los ojos de Devorah revoloteaban nerviosos, pero siguió aplaudiendo como un mono. La duquesa Rubina rió con ganas mientras se sentaba en medio de ellas.

—Si quiere entrar, tendrá que someterse a un registro.

Luego entrecerró los ojos. Al parecer, se le había ocurrido una buena idea. La visión de una joven condesa siendo registrada por un guardia masculino en público, incluso dentro de su vestido, sería un espectáculo extremadamente entretenido.

—¿Por qué no vamos a mirar?

* * *

Ippólito había puesto así en apuros a su hermana y a una mujer que en realidad no era su hermana, completamente inconsciente del dolor que había causado. Sin embargo, él estaba lejos de todos estos problemas.

—El Reino Salamanta... ¡Por fin!

Había corrido más allá de la frontera, sobre las montañas Prinoyak, y finalmente llegó aquí.

—Creía que estaba muerto... —murmuró, estirando la espalda encorvada y pisando una piedra junto al sendero de la montaña. Algo pasó volando junto a su oído. Era una flecha, y esta vez hizo contacto, llevándose un tercio de su oreja derecha.

—¡J*der!

Su mano sosteniendo su oreja salió empapada en sangre.

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