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SLR – Capítulo 272

 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 272: Compartiendo secretos 

El padre y la hija siguieron sus caminos individuales. Pero fue el Cardenal el primero en pasar a la acción.

—Señor Baltazar, el Cardenal de Mare desea verle.

—¿Yo?

Tras ser convocado por el cardenal de Mare, Rafael se dirige a la capilla de San Ercole sumido en sus pensamientos.

'¿Por qué demonios quiere verme Su Santidad el Cardenal...?'

Rafael era teólogo y miembro de la tertulia teológica organizada por la Gran Capilla para eruditos prometedores, pero era un joven que no estaba en condiciones de entrevistarse en privado con el cardenal de Mare, representante de todas las parroquias etruscas.

Llegó a la conclusión de que el Cardenal sólo le convocaría por ser hijo del Marqués Baltazar o por su estrecha amistad con su hija, no por sus logros. Y vio el panorama completo.

'Si tuviera que ver con mi familia, habría pedido conocer a mi padre. Entonces, nuestra discusión tiene que ser sobre Ari.'

Y la suposición de Rafael era correcta.

—Así que... me gustaría que convencieras a mi hija.

—¿Perdón?

Pero el tema que el cardenal de Mare le había planteado a Rafael era completamente inesperado.

—Convence a mi hija para que se case con el Duque Césare.

La sangre se escurrió del rostro ya pálido del joven, pero el cardenal de Mare se tocó la barba sin cuidado.

—Bueno...

Rafael de Baltazar, el joven de pelo plateado, se esforzaba por mantener una cara seria ante él. Pero el cardenal de Mare era viejo y experimentado y veía claramente que el joven quería declinar su petición.

—Tengo la intención de casar a mi hija con la familia real. Y eso es definitivo—concluyó tajante el cardenal—. Esa chica no me escuchará. Pero tú eres amigo de mi hija, ¿no? Por favor, ve y convéncela.

Rafael se sintió realmente turbado en su interior. Ariadne no sabía que en la alta sociedad se referían a Rafael como el "muso terribile" (boca horrible). Esto se debía a su tendencia a hacer comentarios mordaces, sobre todo a los chicos de su edad, sin dudarlo un instante.

N/T muso terribile: Del italiano, muso significa boca u hocico y terribile es terrible. Se refiere a alguien mordaz que es crítico y que no se calla lo que piensa.

Si el Cardenal de Mare hubiera tenido la misma edad, Rafael se habría abalanzado sobre él sin descanso, probablemente con una réplica como: "Deja de decir semejante basura". En realidad, las palmas de las manos de Rafael estaban húmedas de impaciencia, mientras pensaba en la multitud de formas en que podría desatar su ataque verbal.

Pero el hombre que tenía delante era el padre de Ariadne. No sólo era el padre de la mujer por la que sentía afecto y a la que necesitaba impresionar para conseguir su mano en matrimonio, sino que también tenía la llave del éxito para su carrera religiosa de toda la vida, que ahora ocupaba el segundo lugar en su lista de prioridades. No podía negarse a sus peticiones por ambas razones. Le temblaban los labios.

Al ver a Rafael vacilante e incapaz de responder, el cardenal sintió en su interior una alegría triunfal al comprobar que su corazonada era cierta. Para él, estaba claro que el joven sentía afecto por su hija. Y a su hija también le gustaba él, al menos como persona. Ese joven habría pensado que podría ganarse su corazón si se esforzaba un poco más.

Pero el Cardenal estaba preparado para hacer una revelación significativa. 'Ni se te ocurra estar con mi hija. Conoce tu posición y distánciate de ella.'

—He preparado mi carruaje. Te llevará a mi casa. Tan pronto como llegues, se te permitirá entrar. Ariadne estará en casa. Sube a su habitación y tened una buena charla.

Finalmente, Rafael asintió con la cabeza. Sabía que debería haber respondido en voz alta, pero no se atrevía a hacerlo.

Pero el cardenal parecía satisfecho con su reacción, aunque reticente. Sólo pretendía alcanzar sus objetivos con eficacia y no era el tipo de persona que disfrutaba intimidando a los demás en beneficio propio. Sin embargo, no tenía por qué dar a conocer a su oponente la baraja de cartas que tenía en la mano.

El cardenal trató de sonar despreocupado al decir—: Eso me recuerda algo. He oído que tus notas en los exámenes de habilitación para el lectorado fueron excelentes.

Los estudiantes de teología de Padua se sometían al examen de lectorado al terminar sus estudios. Los lectores podían leer reverencialmente la Biblia durante la misa. Este cargo suponía el primer paso hacia el sacerdocio.

—Gracias.

Sin embargo, un individuo de la talla de Cardenal no habría tenido conocimiento de él, Rafael de Baltazar, a menos que hubiera indagado a propósito en sus antecedentes.

—¿Saben tus padres que hiciste el examen?

Por supuesto, el Cardenal ya sabía la respuesta. Como el hermano mayor de Rafael había fallecido, él era el único hijo de la familia Baltazar. Si Rafael se hacía sacerdote, alguien de la línea colateral dirigiría la familia. Por lo tanto, sus padres no le habrían dejado salirse con la suya una vez que lo supieran.

—Ellos... probablemente aún no lo saben —respondió Rafael con voz temblorosa.

El cardenal dijo a propósito en tono generoso—: Ya veo. Lo comprendo. El camino para despertar a la verdad de la religión es espinoso. Por muy devotos que sean tus padres, no estarán dispuestos a ver sufrir a su hijo —con una sonrisa, añadió—. Pero aún así, creo que merece la pena sufrir por ese camino.

'Así que dedícate a la Santa Sede y aléjate ya de mi hija. Yo, en cambio, se lo ocultaré a tus padres.'

Después de decir lo que tenía que decir, el Cardenal pidió a Rafael que se marchara. 

—Buen viaje.

—...

—Los caballos te están esperando.

—Sí, Su Santidad...

* * *

En el tambaleante carruaje, Rafael pensó detenidamente en lo que diría cuando se encontrara con Ariadne.

'Creo que lo mejor para ti sería casarte con el Duque Césare.'

No, preferiría que le desgarraran los labios a decir eso.

Odiaba tener que persuadir a la mujer que amaba para que se casara con otro hombre, pero odiaba aún más que el hombre con el que tuviera que casarse fuera Césare.

Césare era un vividor que engañaba descaradamente a otras mujeres y un rufián temerario. Rafael conocía a Césare desde la infancia y era plenamente consciente de que muchos de los rumores que circulaban sobre él en la alta sociedad eran ciertos. Césare tenía mal genio y era poco fiable. A Rafael le resultaba asombroso que un padre contemplara siquiera la posibilidad de concertar un matrimonio entre Césare y su propia hija.

—Pase, por favor.

Siguiendo la guía del mayordomo de la casa, Rafael se dirigió a la habitación de Ariadne. Durante su viaje, Rafael llegó a la conclusión de que no se atrevía a hacer lo que decía el Cardenal de Mare. Decidió ser sincero.

Tu padre me pidió que te convenciera, pero no creo que sea una buena decisión.

'Sí, eso es lo que haría.'

Rafael llamó suavemente a la puerta del estudio de Ariadne.

Toc. Toc.

Pero no hubo respuesta en la habitación. Volvió a llamar a la puerta.

Toc. Toc.

Pero, de nuevo, no hubo respuesta. Finalmente, Rafael abrió la puerta ligeramente abierta de par en par y decidió entrar en el estudio de Ariadne.

—¿Ari...?

Estaba dormida. La brisa de principios de verano entraba por la ventana abierta, agitando las cortinas de lino. Justo delante de la ventana había un gigantesco escritorio de madera maciza, y sobre él yacía una muchacha delgada y pintoresca que utilizaba los brazos como almohada.

Rafael sonrió. Lo primero que hizo fue cerrar las ventanas detrás del escritorio de Ariadne.

—Te resfriarás.

No había nadie cerca que pudiera oírle, pero susurró para sus adentros. Estar tumbado boca abajo sobre el escritorio tampoco era bueno para el cuello y los hombros. Pensaba despertar a Ariadne para que al menos durmiera en el sofá. Le sacudió suavemente la espalda.

—Ari, Ari. Despierta.

Pero debía de estar profundamente dormida porque ni se inmutó. Le desenredó los brazos que usaba como almohada. Así acabaría teniendo calambres.

—Deberías levantarte y dormir en el sofá.

Tiró de su mano izquierda. Como su cabeza empujaba su fino guante de seda, éste se levantó, y la textura sedosa estaba resbaladiza. Rafael sólo dio un suave tirón, pero el guante de Ariadne se deslizó solo.

Rafael miró a Ariadne con expresión atónita. Por debajo del codo izquierdo, su brazo mostraba un rojo sanguinolento, casi como si estuviera bañado en sangre fresca.

Habría sido al menos mejor si toda la zona estuviera ensangrentada en un tono coherente. Pero toda su mano izquierda estaba incoherentemente ensangrentada con manchas rojas irregulares y tenía un color diferente, como si se hubiera quemado terriblemente. Las quemaduras parecían más recientes a medida que bajaban por el codo, y las heridas parecían más duras a medida que bajaban por los dedos.

Y Rafael volvió a quedarse estupefacto. No había conseguido mantener la compostura y mostraba crudamente su cara de estupefacción y pánico, y Ariadne se había despertado y le miraba directamente con expresión estupefacta.

—Ari… —aturdido, Rafael titubeó—: No quise mirar... Yo...

Ariadne se apresuró a coger el guante de la mano de Rafael y corrió a un rincón del estudio con la mano izquierda a la espalda. Sus grandes ojos verdes se llenaron de lágrimas.

—Ari, lo siento… —desconcertado, Rafael agitó la mano en el aire—. Perdón por irrumpir... Su Santidad el Cardenal me pidió que entrara, pero no debí hacerlo sin tu permiso.

Rafael divagó para disculparse.

Ante eso, Ariadne apenas consiguió abrir la boca y decir—: No es contagioso....

Por alguna razón, esas palabras hicieron que a Rafael se le rompiera aún más el corazón.

—Oh, Dios mío… —se cubrió la cara con las manos. Quería ir a abrazarla—. Eso no me importa.

'"Sólo estaba un poco sorprendido" era la expresión que se acercaba más a la verdad', pero ni siquiera pudo decir esas palabras al ver la cara de dolor de Ariadne. Era cierto que se había quedado atónito al ver su mano y, para ser sincero, le había parecido desagradable.

—Pero cómo... ¿Qué te ha pasado en la mano?

Rafael y Ariadne conocían la mayoría de los secretos del otro, pero él no sabía nada de esto. Ariadne no dijo nada, lo que hizo que Rafael se sintiera culpable por haber siquiera preguntado.

—Lo siento... No preguntaré si eso te incomoda.

Ambos guardaron silencio. El aire pesado e incómodo parecía simbolizar un océano que Rafael tenía que cruzar en su largo viaje para llegar a Ariadne.

Tras un largo momento de silencio, Ariadne fue la primera en hablar. 

—Guardarás... mi secreto, ¿verdad?

Su rostro parecía a la vez desesperado y disgustado.

Rafael asintió con fiereza. 

—Por supuesto que lo haré.

Era lo menos que podía hacer por ella.

—Te prometo que no diré una palabra sobre tu mano a nadie hasta el día de mi muerte.

Y esa promesa le salió del fondo del corazón.

Ariadne debió sentir la sinceridad de Rafael porque mostró una leve sonrisa. 

—Confiaré en ti.

Rafael dejó escapar una sonrisa de alivio. Ariadne bajó un poco la cabeza. Lo único que podía hacer por el momento era confiar en él.

Normalmente, prefería morir antes que depender de otra persona para sobrevivir. No podía confiar en su prometido de su vida anterior ni en su padre. ¿Podría confiar en Rafael? El tiempo respondería a su pregunta.

—Ari, ven aquí —dijo Rafael con cuidado a Ariadne, que permanecía impasible en un rincón del estudio.

—Toma asiento. Parece que tú eres la invitada, no yo.

Ariadne asintió con la cabeza. Demasiados pensamientos nublaban la mente de Rafael que olvidó por completo el recado que le había encomendado el cardenal de Mare y su intención de informar a Ari al respecto. Justo en ese momento, oyeron pasos procedentes del exterior de su estudio.

Sobresaltada, Ariadne intentó introducir el brazo izquierdo en el guante, pero estaba demasiado nerviosa para ponérselo correctamente. Su mano izquierda, que parecía quemada o indispuesta, temblaba con urgencia. Rafael se preguntó si debía mirarla o desviar la mirada. ¿Desviar la mirada la tranquilizaría o la incomodaría?

—Mi Señora.

Pero afortunadamente, era su criada Sancha.

Ariadne dejó de intentar ponerse el guante y respondió con voz aliviada—: ¿Qué pasa, Sancha?

La voz de Sancha expresaba una ligera ansiedad. —Milady, creo que será mejor que baje.

Ariadne replicó—: ¿Ahora mismo?

—Sí —respondió Sancha—. Su Majestad el Rey ha enviado un documento. No será anunciado en persona como la última vez. Parecía una carta, pero me temo que debe recibirla usted misma.

Ariadne tenía que ocuparse de este asunto inmediatamente. Se puso los guantes y se arregló antes de bajar las escaleras, y Rafael la siguió.

Se toparon con el criado del Rey que sostenía un sobre de pergamino ribeteado en oro, excepcionalmente grande y espléndido, que parecía demasiado extravagante para una simple carta. El criado se ciñó a la etiqueta de la corte al presentar la misiva de Su Majestad. Siguiendo los protocolos adecuados, Ariadne aceptó la carta y, una vez cumplidas las formalidades necesarias, abrió el sobre y extrajo su contenido.

En marcado contraste con el glamuroso sobre, la carta era simple y llana. En el sobre sólo había un trozo de pergamino que indicaba dos líneas.

[Por la presente permito la anulación del compromiso de acuerdo con la petición de la condesa de Mare.

León III]

La hija del Cardenal había logrado su objetivo a sus espaldas.

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