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SLR – Capítulo 270

 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 270: Arrepentimiento y súplicas (2)

Cuando Ariadne declaró romper su compromiso, Césare la miró con expresión petrificada, pero apenas consiguió forzar una sonrisa en su rostro.

—Por fin hablas sin honoríficos.

—He dicho que rompas nuestro compromiso.

Ariadne siempre se había dirigido cortésmente a Césare con honoríficos. Él le había rogado que le hablara como a un amigo, pero ella nunca lo hacía. Era como si llevara más de una década dirigiéndose a Césare con adjetivos honoríficos y no se atreviera a hablarle de manera informal. Pero como su relación estaba llegando a su fin, finalmente hizo lo que él le dijo.

—Nunca pensé que llegaría este día —dijo Césare, doblando los ojos en una sonrisa forzada.

Hizo todo lo posible por recomponerse, sólo para salir herido de nuevo.

—Deja de decir cosas tan ridículas. Tenemos que acabar con esto —dijo Ariadne con firmeza.

—Ari —suplicó Césare.

—No me llames así —le advirtió Ariadne, mirando a Césare con ojos verde oscuro—. Me das asco.

'Desearía que pudieras experimentar el mismo dolor interior que yo he experimentado; o al menos, llegar a comprender parcialmente mi dolor.'

Y las palabras como agujas de Ariadne parecían haber clavado en la diana del corazón de Césare. Sus ojos azules como el agua temblaban trágicamente.

—Por favor, no digas eso. Puedo explicarlo todo.

—¿Explicar qué? Lo que hiciste no tiene explicación.

Había estado con su hermana en su fiesta de cumpleaños y Césare había metido la cara bajo su falda.

—¿Se te ocurre alguna explicación?

Por primera vez, Ariadne mostró una rabia irrefrenable en su relación con Césare en esta vida.

—¡¿Qué explicación puedes dar sobre lo que he visto?!

Césare le gritó—: ¡Me amenazó!

—¿Qué?

—¡Isabella me amenazó con que gritaría si no la besaba!

Normalmente, las mujeres proferían amenazas de gritos si un hombre intentaba besarlas, no cuando un hombre se abstenía de hacerlo, a menos que existiera algún vínculo previo entre ellos.

Los ojos de Ariadne se volvieron penetrantes y preguntó—: Entonces, ¿antes había algo entre vosotros dos?

Ante la afilada pregunta de Ariadne, Césare se estremeció y tembló. Los ojos de Ariadne se habían vuelto agudos sólo durante una fracción de segundo, pero él lo vio claramente todo.

—Cuéntame toda la historia sin mentiras.

Césare miró a Ariadne como un cachorro en apuros con su amo.

—Si lo hago... ¿me perdonarás?

—Eso lo decidiré yo después de escuchar toda la historia.

La mente de Césare empezó a acelerarse, buscando desesperadamente una solución. Sin embargo, Ariadne captó enseguida su agitación y añadió con tono tenso—: Si te pillo en una mentira... no diré ni una palabra más.

Césare sintió un sudor frío en la espalda. Sintió un fuerte impulso de omitir partes de la situación en su beneficio, pero le faltaba confianza en engañar con éxito a su dama. Aún no había oído los detalles de Isabella, pero Isabella de Mare y el cardenal de Mare eran su familia, y sabían todo. Al final, ella sabría la verdad.

Césare escupió lo que realmente sucedió aquel día. Isabella le buscó y, cuando lo encontró, la confundió con Ariadne. Procedió a relatar todo el incidente, detallando cómo Isabella le había obligado a mantener un contacto físico inapropiado.

—Entonces... Cuando volví, Isabella se había ido... Y así es como terminó.

Césare quería utilizar que se acostaron en su dormitorio como excusa para lo sucedido en el baile, pero, claro, Ariadne no podía evitar sentirse aturdida por su anterior aventura.

—¿Así que, al final, te acostaste con mi hermana? —preguntó Ariadne con incredulidad.

Déjà vu. El mismo maldito déjà vu. ¿Sedujo Isabella a Césare de la misma manera en su vida anterior?

—Yo... estaba borracho —dijo Césare, ligeramente molesto, poniéndose la mano en la frente—. Estaba completamente borracho desde aquella mañana.

La rabia de Ariadne surgió ante la actitud descarada de Césare. Debería estar arrodillado, suplicando clemencia. Pero, ¿cómo se atrevía a sonar molesto?

Cuando Césare vio que Ariadne levantaba las cejas, supo al instante que había cometido un error. Cambió de posición y empezó a pedir clemencia. Ariadne odiaba que bebiera y, sobre todo, que lo hiciera durante el día. Finalmente, volvió a inventar una patética excusa.

—¿Recuerdas nuestra pelea en el baile del Festival de Primavera? No pude ponerme en contacto contigo. ¡Estaba destrozado y me emborraché por la mañana! —Césare rogó y suplicó—. Pero sólo lo hice porque quería verte. Por favor, perdóname sólo esta vez.

—¿Cómo puedo estar segura de que tendré que perdonarte sólo esta vez? —espetó Ariadne—. ¿Te acostarás con todas las mujeres que te seduzcan cada vez que te emborraches?

—No, no. ¡Claro que no!

—¡Esa es tu lógica!

—¡Nunca volveré a beber! Lo prometo.

—¡No seas ridículo! ¡No me creo eso! Te he oído decir eso docenas de veces.

Sin embargo, Césare le había prometido a Ariadne que reduciría su consumo de alcohol, no que se abstendría para siempre. Se sintió un poco desconcertado, pero dado el intenso enfado de Ariadne, reconoció que no era el momento adecuado para discutir por detalles menores como aquel.

—Beberás para siempre y perderás el control cada vez que una mujer se te insinúe.

—¡No, de verdad que no! —Césare protestó—. ¡¿Cómo puedes decir que me acostaré con todas las mujeres que me seduzcan?! Me has entendido mal!

Pero el comentario sarcástico de Ariadne le atravesó como una flecha. 

—¿Entonces por qué? ¿Te acostaste con Isabella porque la deseabas desde el principio?

Una sonrisa malvada cruzó su rostro, pero al mirarla de cerca, su expresión aparentemente dura se retorcía de dolor y pena.

—¿Te gustaba tanto mi hermosa hermana como para perder el control?

Césare sabía que Ariadne hablaba con sinceridad y que se trataba de una prueba. Si no la superaba, sería el fin para ellos.

Le temblaba la voz. 

—Las cartas...

—¿Qué?

No quería hablar de ello. Estaría tirando por la borda todo su orgullo.

—Vi... las cartas.

—¿Qué cartas? —Césare soltó cada palabra entre dientes apretados como un niño de mala leche que no quiere comer zanahorias—. Las cartas. Que tú escribiste. A Alfonso.

Ariadne por fin se dio cuenta de adónde había llevado Isabella sus cartas perdidas. Y Césare había leído esas cartas que susurraban sus verdaderos sentimientos y su anhelo por Alfonso.

Con voz dolida, Césare espetó a Ariadne—: ¿Desde cuándo sales con esa serpiente? —sin palabras, Ariadne miró a Césare. Sus grandes y redondos ojos verdes lo miraban fijamente—. ¿Te acostaste con ese bastardo?

—¡Césare!

Ariadne quiso gritarle por decir cosas que no debía, pero cerró la boca al ver rodar las lágrimas de sus ojos azules como el agua.

—¿Me rechazaste porque lo echabas de menos y querías verle?

Abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla.

Sus pensamientos eran demasiado complejos como para decir que sí en el acto.

Al principio se había sentido así, pero sus sentimientos habían cambiado con el tiempo.

Es cierto que se distanció de Césare por la nostalgia y la culpa que sentía por Alfonso. Sin embargo, la última razón por la que no podía aceptar a Césare como posible esposo era únicamente él.

—No es por... Alfonso —dijo Ariadne, mirando a Césare con ojos verdes llorosos—. La razón por la que te alejé... fue por ti.

'Porque no confiaba en ti. Por más que lo intenté, no pude averiguar qué clase de persona eres.'

Pero después de ver las cartas de Ariadne, Césare pensó que mentía.

—¡Al diablo con tus consuelos! —se revolvió el pelo con rabia—. ¡Siempre fuiste así! —respondió ferozmente.

Y seguía enfadado. Césare se levantó de su asiento y caminó por la habitación para calmarse. Llevaba un buen rato caminando de espaldas a ella.

Pero entonces, se volvió para mirar a Ariadne con los ojos llorosos. 

—¿Qué hace a ese bastardo mejor que yo?

Desde que nació, Alfonso le había robado todo lo que Césare había deseado desesperadamente. Le había arrebatado el amor de los Reyes, una posición estable en el palacio real, el asiento delantero en los actos oficiales e incluso el amor de su amada dama.

—¡¿Por qué me lo quita todo?!

'Tú, el trono y el mundo son suyos. Todo lo que tengo son cosas indignas.'

Damas superficiales de la alta sociedad y mujeres de rango inferior eran sus admiradoras, pero él no las quería. Querían estar con él sólo para ascender de estatus gratuitamente.

Pero la gente digna hasta los huesos, la gente a la que quería, no se interesaba por él.

Césare cayó de rodillas ante los pies de Ariadne. Quiso cogerla de la mano, pero temió que ella lo apartara, así que la agarró del dobladillo de la falda.

—¿No puedes amarme, sólo a mí?

Sus ojos azules se llenaron de lágrimas. Era un hombre de unos veinte años, pero parecía un cachorrito triste.

Mientras Césare le agarraba el dobladillo, Ariadne replicó con calma—: Así que querías vengarte de mí por escribir a Alfonso.

Césare asintió ferozmente. Estaba sollozando.

—Querías aliviar el rencor que me has estado guardando acostándote con Isabella.

Volvió a asentir sin pensar. Sus palabras salían mezcladas con sollozos. 

—Yo no... No me acosté con Isabella porque la amaba. No es así… —Césare continuó con voz entrecortada—: Lo siento... Ojalá no te hubiera hecho daño...

Ariadne dijo en voz baja—: Hubiera sido mejor que dijeras que te acostaste con ella porque era demasiado hermosa para resistirse.

'Deberías haber dicho que perdiste el control por la impresionante belleza de Isabella. De ser así, me habría deshecho de todas las damas de la capital que son más bellas que yo. Podríamos haber estado juntos si no estuvieras destrozado por dentro y fueras una persona superficial que sólo tiene jerarquía en su mente.'

Al oír sus palabras, Césare dio un respingo y agitó las manos en señal de no. 

—¡No! ¡Nunca! —con la cara manchada de lágrimas, divagó—: ¡No es más guapa que tú! Tú lo eres mucho más.

Había interpretado mecánicamente las palabras de Ariadne y se apresuró a negar la belleza de Isabella.

—Isabella tiene el pecho plano. Era tan plano como una tabla, y la confundí con un hombre. Era como si dos pasas se aferraran a un acantilado. Era demasiado delgada y huesuda. Cada vez que me tocaba su piel, ¡me dolía! Una mujer con curvas como tú es una verdadera belleza. No me acosté con ella por su belleza.

Pero la lacrimógena confesión de Césare no logró el objetivo esperado.

Ariadne se quedó mirando a Césare con expresión atónita.

El pasado y el presente se entrecruzaban en su mente.

—Dice que eres demasiado grande y que se siente como si estuviera haciendo el amor con un hombre. Piensa que tu pelo parece un cuervo porque es demasiado negro.

La voz suave de Isabella resonó en sus oídos y su rostro triunfante cruzó su mente.

—Casi te confundió con una vaca porque tus pechos eran demasiado grandes y caídos.

Fue una decalcomanía perfecta.

N/T decalcomania: Esta técnica de arte no consiste precisamente en copiar un dibujo de otro. Podríamos afirmar que consiste en ver donde otro no ve, o bien, ve otras cosas.

—Ja, ja, ja. HA HA HA HA!

En ese momento, Ariadne no pudo evitar soltar una carcajada repentina.

—Ja, ja. ¡Jajaja! ¡Ja, ja, ja, ja!

Pero una lágrima rodó en medio de su risa incontrolable.

Se había aferrado al último hilo de esperanza hasta ahora.

Isabella había transmitido los pensamientos de Césare sobre ella casi al final de su vida anterior. E Isabella no era una mensajera en la que pudiera confiar.

Así que tenía una pizca de esperanza de que ella se hubiera inventado esa parte, que simplemente hubiera malinterpretado a Césare, que su esfuerzo de una década no se hubiera echado a perder y que esta vez ella y Césare podrían vivir felices para siempre.

Paradójicamente, sus esperanzas se hicieron añicos cuando Césare habló mal de Isabella. Ariadne supo entonces que si Césare estuviera loco de amor por Isabella, habría menospreciado a Ariadne como hizo con Isabella.

Por las palabras que escuchó de Isabella en el pasado, Ariadne sintió una terrible sensación de derrota. Por aquel entonces, pensaba que podía hacer cualquier cosa con tal de ganar y hacer pagar a Isabella por lo que había hecho. Ahora, era totalmente capaz de devolvérsela, pero no quería hacerlo en absoluto.

Ante la abrupta e incontrolable risa de Ariadne, Césare siguió todos sus movimientos con ojos intimidados. Tras cortar en seco su risa maníaca, Ariadne esbozó una leve sonrisa con un deje de tristeza.

—¿Ari...? —Césare la llamó atentamente.

En lugar de una respuesta, Ariadne besó ligeramente la frente de Césare, que estaba de rodillas.

Esperaba que él también encontrara la paz en esta vida.

—Césare...

Nunca deberían haberse cruzado. Sollozó. Sintió autocompasión al darse cuenta de que había gastado su tiempo y energía en vano. Abrumada por la falta de control, su gran ilusión había hecho añicos su sueño.

Pero ella no quería ser tan baja como Isabella y entregar alegremente sus palabras a su hermana. Y ni siquiera quería ser la ganadora de su batalla con Isabella.

—Que Dios te bendiga.

'No tengo poder para salvarte porque ya no puedo estar contigo.'

Ariadne se levantó.

—¿Ari...?

Césare no entendía qué significaban sus acciones, pero su instinto animal le decía que las cosas no iban bien.

—¿Ari? ¡Ari!

Pero ella salió lentamente de su estudio como siempre hacía.

Delante de la puerta del estudio estaba la doncella principal, Sancha, que subió corriendo con retraso al enterarse de la visita del duque Césare y se movía inquieta, junto con Guiseppe y sus subordinados, por si algo salía mal.

Ariadne dio una orden a Guiseppe con voz compuesta. —Por favor, escolta al invitado hasta la puerta principal —y añadió—: Nunca volverá aquí.

Césare oyó todo lo que Ariadne decía a través de la rendija entre la puerta de madera abierta del estudio. Todavía de rodillas, su frente se desplomó sobre el suelo de madera de color marrón rojizo oscuro como si estuviera mentalmente destrozado. Los empleados de Ariadne se limitaron a desviar la mirada al verle llorar desconsoladamente en silencio a través de la puerta abierta del estudio. Sus gritos eran de lamento, ya que su dolor le salía del fondo del corazón, y sonaba como un pajarillo que había perdido a su madre.

Lloró durante mucho tiempo. Lo único que le quedaba era el cisne Linville dormido en la caja de seda húmeda. Había perdido la oportunidad de dárselo para siempre.

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