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SLR – Capítulo 215

 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 215: Un sentimiento que no puedo perdonar y aceptar 

Pálida, Ariadne bajó al salón. Aunque la chimenea calentaba la estancia, se cubrió los hombros con un chal de piel de cordero y se puso unos gruesos guantes de cuero.

Césare se levantó de su sitio y saludó a Ariadne, entrando desganado en el salón.

—¡Mi señora! Estáis muy pálida. ¿Estáis enferma? —preguntó Césare, preocupado. Se adelantó, cogió a Ariadne de la mano y la llevó al diván. Fue tan natural, como si él fuera el anfitrión y Ariadne la invitada.

Ariadne se estremeció al sentir la mano de Césare tocando la suya durante un segundo, pero pronto permitió que le cogiera la mano izquierda enguantada y la guiara.

Después de sentarse en el sofá, dijo sin fuerzas—: No es nada. Sólo estoy un poco cansada.

Al instante Cesaré respondió—: Definitivamente es algo. Nunca te había visto tan falta de energía.

Sus rasgos perfectos y cincelados expresaban preocupación. Ariadne podía pintar su cara con los ojos cerrados y recordar su voz sin esfuerzo, pero nunca antes lo había visto tan concentrado en ella.

Ariadne trató de hacer memoria y se preguntó si sería el mismo hombre. Entonces, soltó una broma para romper el hielo—: Espero que no sea la peste negra.

—Oh, no —bromeó Césare, sonriendo. Sus dientes rectos se mostraban con picardía—, Eso significaría que yo también estoy infectado.

Los dos estaban solos en el salón cerrado, sin equipo de protección.

Ella esbozó una sonrisa y dijo—: Desgraciadamente, me temo que sí.

—¿Significa eso que estaremos aislados en el mismo lugar? —preguntó Césare, sonriendo mientras recorría con la mirada el salón—. Es una mansión magnífica. Perfecta para una estancia de diez días. Y sería mejor que tú y yo compartiéramos la misma habitación. Sería demasiado aburrido estra yo solo.

Ariadne abrió los ojos y preguntó—: ¿No vuelves a casa?

—Vamos, Lady De Mare. Haz honor a tu nombre. Es por nuestra nación y nuestro pueblo. Si vuelvo a casa, esparciré gérmenes por todas partes, y los pobres miembros de mi casa estarán expuestos a la enfermedad —Césare movió la cabeza de un lado a otro y comentó—: El público dice que lady Ariadne De Mare es un ángel bajado del cielo y es lo bastante agradable como para alimentar a todo el refugio.

—Tendrás que dormir en casa —dijo Ariadne rotundamente.

—En realidad, tienes el corazón frío hasta los huesos —Césare entornó los ojos y miró a Ariadne—. Pero uno de los rumores es cierto.

—¿Cuál?

—Que eres una completo genia —Césare la miró con ojos amables. 

—Gracias...

Ariadne se quedó atónita ante lo que acababa de decir Césare. Se recogió el pelo detrás de la oreja. ¿De verdad acababa de oír lo que creía haber oído? Quería eliminar todos los obstáculos que le tapaban los oídos para oír mejor.

Ni en sueños supo Césare que Ariadne dudaba de sus oídos y siguió hablando—: Gracias a ti, salí del apuro —miró por la ventana de la mansión De Mare. Vio a lo lejos la torre oeste del Palacio Carlo en el fondo—. Fui nombrado Comandante Supremo en contra de mi voluntad sólo para ser derrotado. El cargo era demasiado abrumador para mí.

Antes de lograr la victoria, Césare temía cargar con la culpa de la derrota y ser encerrado en la torre oeste. —Yo estaba en mi peor momento cuando experimentaba la derrota. Y después de perder la batalla, la gente necesitaba a alguien a quien culpar.

Los ojos de Ariadne siguieron a los de Césare, y al instante leyó sus pensamientos.

—De ninguna manera —dijo con sarcasmo—. No habría salido como pensabas. Recibiste la aprobación oficial como linaje real. Una sola derrota no haría que te encerraran en la torre oeste.

Se tragó las siguientes palabras: "Sólo encierran ahí a gente sin respaldo como yo". No pudo decirlo en voz alta porque el Césare que tenía delante no sabía que él la había encerrado una vez en la torre oeste.

Ariadne se vio a sí misma perdiendo poco a poco la calma contra Césare. Estaba tan segura de que no sentía ni una sola gota de afecto por Césare. Todo lo que sentía por él era furia y resentimiento. Estaba furiosa. Eso no tenía nada que ver con el afecto.

Ajeno a sus pensamientos, Césare rió y bajó la cabeza. —Estás sobreestimando excesivamente a mi querido padre.

Rubina había sido la amante del rey durante más de veinte años, pero en cuanto se sospechó que había perjudicado a la reina Margarita, fue obligada a ingresar en la prisión subterránea, no en la torre oeste.

Y León III ni siquiera se había ocupado del caso de la reina Margarita con un corazón sincero. Tuvo la oportunidad de investigar la muerte de la Reina, pero hizo la vista gorda por miedo al Reino Gallico, temeroso de que la investigación pudiera acarrearle desventajas políticas. Parecía que no tenía intención de vengarse. Y el autor intelectual del asesinato de la Reina seguía siendo un misterio.

—Ni siquiera soy el heredero legal —protestó Césare—. Y aunque lo fuera, ¿crees que me dejaría libre cuando puede echarme la culpa a mí y hacer que me cuelguen del muro del castillo en vez de a él? ¿De verdad?

—Bueno, no creo que renunciara a la oportunidad —admitió Ariadne, riendo—. Pero colgarte en el muro del castillo le pondría en gran peligro, así que lo dejaría para el final.

Porque después de colgar a Césare como sacrificio, el propio Rey era el único que quedaba en la lista de sacrificios. Ella no quería decir que León III tendría piedad de su linaje, simplemente quería decir que el Rey no lo ejecutaría por un asunto trivial como ese. Se lo guardaría para cuando tuviera algo más grande que ganar.

—Ahora que lo pienso... tienes razón —dijo Césare y miró a Ariadne como poseído—. Qué raro.

—¿Qué? —preguntó Ariadne.

—¿Pusiste algún tipo de droga en mi té?

Tras hacer una pregunta absurda, cogió la taza de té de la mesa y miró en su interior. Por supuesto, dentro no había nada más que té.

—No suelo confiar en los demás.

Ariadne asintió con la cabeza. Césare se dejaba convencer fácilmente, pero eso no significaba que confiara en los demás. Eso lo sabía.

—Pero digas lo que digas me convences. Confío en ti sin dudarlo. ¿Pero por qué?

Ariadne se rió ante la ridícula pregunta.

—Eso es probablemente porque sólo digo las cosas correctas.

—Eso también es cierto.

Al ver que Césare asentía con credulidad, a Ariadne le pareció de algún modo risible. 

—No hay nada en el té. Y parece que eres tú el que está enfermo, no yo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Dicen que la gente cambia cuando le llega la hora.

—¿Significa eso que puedo quedarme a dormir?

—Eso no tiene sentido.

—Si yo estoy infectado con la peste negra, tú también. Cuantos más seamos, mejor, y aislarnos juntos reducirá costes y esfuerzos. Es bueno en más de un sentido —sonriendo, Césare se descubrió la capa—. ¿No tienes calor? La leña está ardiendo muy bien.

Ariadne aún llevaba puesto su grueso chal y sus guantes.

—¿Todavía no te sientes bien? Pareces mucho más animada que cuando entraste en la habitación.

Césare inspeccionaba atentamente el rostro y el aire de Ariadne. En realidad, esto no había ocurrido nunca. En su vida anterior, Césare nunca se preocupó por su prometida con tanta dedicación.

Le halagaba cuando se embellecía en los bailes, se disgustaba cuando su actuación en el baile era más pobre que la de otras damas nobles, se enfadaba cuando no podía cumplir un horario por enfermedad, y le encantaba cuando obtenía el crédito después de que ella lo apoyara. Pero Césare rara vez, o nunca, mostraba interés por ella. No, nunca lo había hecho.

¿Habría mostrado interés por Isabella? Ariadne lo dudaba. Césare no había nacido así.

—Me siento un poco mejor —admitió Ariadne—. La habitación está un poco caliente.

Césare pasó junto a la mesa del té y se sentó al lado de Ariadne. 

—Déjame tu chal. Lo colgaré allí.

De nuevo, nunca antes había visto a Césare comportarse como un caballero. Ariadne no pudo soportarlo más y soltó—: ¿Qué te pasa? No parecéis vos mismo, duque Césare.

Sus rasgos cincelados mostraban una risa deliciosa. —Eres muy extraña. Ni siquiera nos conocemos tanto, pero ¿cómo sabes tan bien cómo soy? No me estarás acosando, ¿verdad?

A Ariadne se le ocurrió una excusa. 

—Los chismes de la alta sociedad son rápidos.

—No se puede confiar en el público. La gente no me conoce de verdad. 

Miró a Ariadne con ojos profundos. Sus ojos azul agua bajo las largas pestañas se clavaron en los de ella.

Una vez deseó desesperadamente que sus ojos se clavaran en los suyos. Una vez, su mayor y único deseo en la vida fue que él se fijara en ella, que ella fuera el centro de su mundo. ¿Se cumplió su deseo en esta vida?

—La gente te describe como la reencarnación de un ángel bajado del cielo. Pero eso no puede ser —Césare extendió la mano y levantó suavemente la barbilla de Ariadne—. Tu lengua es espinosa y tu personalidad venenosa. Siempre tienes que ganar en las peleas. No eres un ángel. Ojo por ojo, diente por diente. Nunca pierdes en un trato.

Los ojos azul agua de él y los ojos verdes de ella se encontraron. Césare hablaba de forma crítica, pero sus ojos azul agua, suaves y cariñosos, miraban con amor los ojos, la nariz y los labios de ella.

—Pero todo lo que haces es decir lo correcto, y tus deseos están dentro de los límites del sentido común. Ojo por ojo y diente por diente también vale para ti. Nunca haces peticiones irrazonables ni beneficios injustificables. Sorprendentemente, siempre das. Tu lengua es punzante, pero por dentro eres una blandengue.

Césare ladeó lentamente la cara.

Estaban demasiado lejos para besarse, pero sus narices se giraron oblicuos mientras sus labios se encontraron alineados.

—¿Sabes lo que es gracioso? Esas cosas realmente no importan. No tengo ni idea de por qué, pero mis ojos están ciegos a todo lo demás excepto a ti.

Avergonzada, Ariadne evitó sus ojos. Estaba ruborizada. 

—Hace calor.

Pensó que debía apartarse de su vista. Césare también cambió de postura y enderezó su rostro ladeado.

—¿Tienes calor? Déjame coger tu chal.

En lugar de quitarse el chal de piel de cordero, le tendió el hombro. Césare se quitó el chal con naturalidad, como si ya lo hubiera hecho muchas veces.

Una vez descubierto el chal, pudo ver su clavícula rosácea. No estaba seguro de si su piel se había enrojecido porque la leña ardiendo la hacía sudar y su piel sudorosa rozaba la piel de cordero o si era sólo por el ambiente caldeado.

—Oh, no —dijo Césare, preocupado —Césare recibió el chal de Ariadne, lo colgó en el reposabrazos del sillón y sacó un pañuelo. Apretó suavemente el pañuelo fresco contra su nuca. Gotas de sudor mancharon el pañuelo—. Tu piel está roja.

Ariadne echó un vistazo al pañuelo de Césare. 'Es mío. Tengo que recuperarlo.'

Y recordó a Césare llorando desamparado como un cachorrito perdido aquel día. ¿Era Césare sincero entonces? ¿Había cambiado, al menos un poco?

Como si calmara a un niño pequeño, dijo suavemente—: No es buena idea abrigarse cuando hace calor. Mi experiencia viene de la caza, pero una temperatura corporal demasiado alta va contra la salud —le tendió la mano—. Tus guantes, por favor.

En San Carlo, no era decoroso llevar guantes en interiores, a menos que se tratara de un acto oficial, como un baile. Pero el decoro no le importaba a Césare.

Quería que Ariadne se sintiera cómoda a su alrededor. Sólo quería verla con ropa sencilla de interior y sin maquillaje, como si fuera una parte natural de su vida. Nunca se había sentido así. Siempre había deseado una mujer de belleza impecable, como una obra maestra del arte: piel sin manchas y maquillaje en toda la cara.

Como Ariadne le había dejado su chal sin rechistar, Césare pensó que también podía quitarle los guantes.

Y, por alguna razón, fue primero a por su mano izquierda. En cuanto su mano tocó su guante izquierdo de cuero color caramelo, ella dio un respingo de sorpresa y apartó la mano.

—¡No me toques!

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