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SLR – Capítulo 153

 Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 153: Sospecha 

El anuncio de la criada sacudió el comedor. La condesa Rubina chilló como un ratón atrapado en una trampa.

—Eso es una gran mentira. ¡Mentiras! ¡Todas! ¡Y esa pequeña moza sólo trabajó para mí unos dos años como mucho!

Rubina señaló acusadoramente a la criada que se había puesto de rodillas delante de León III con la frente en el suelo todo el tiempo.

—¡Tú! ¡Aunque tramara cosas en secreto, tú no lo sabrías, soplona! ¡Ni siquiera eres mi criada principal! ¡Estás divagando sin saber de lo que estás hablando!

Pero incluso entre tanto temblor, la criada habló alto y claro, como si hubiera preparado de antemano lo que iba a decir.

—Tenemos pruebas, Su Respetable Majestad el Rey. Dos tipos de sustancias arsenicales fueron descubiertas en la habitación de la Condesa Rubina. La de la botella blanca es salvarsán, que mu señora usa en la zona afectada. ¡Pero la de la botella azul es arsénico venenoso!

Como dijo la criada, se incautaron dos frascos de arsénico en la habitación de la condesa Rubina.

Pero los materiales arsenicales no podían distinguirse entre las muestras auténticas de arsénico y salvarsán mediante la tecnología alquímica etrusca. La reacción de los dos materiales sería la misma.

Pero una vez que un animal o un prisionero lo comieran, obtendrían la respuesta en función del tiempo que tardaran en morir. El rostro de la condesa Rubina palideció y todo su cuerpo tembló como una hoja.

La atraparon.

Pero a pesar de su rostro, pálido como un fantasma, se negó a rendirse y gimió: 

—¡No! ¡Yo no lo hice! Te has equivocado de persona.

Ahora, la condesa Rubina apartó a la doncella postrada en el suelo y se colocó ella en su lugar.

Tirando de la pernera del pantalón de León III, suplicó: 

—¡Su Majestad! Si hubiera planeado envenenar a Su Majestad la Reina Margarita, lo habría hecho mucho antes. ¿Por qué lo habría retrasado hasta ahora?

Se le cayeron las lágrimas de los ojos y gimió sin control.

—¡Si hubiera querido ser reina, habría tomado medidas cuando la reina Margarita estaba embarazada de su hijo y cuando Césare era aún un bebito cubierto con pañales! —la condesa Rubina no cambió en absoluto de actitud y siguió alegando su inocencia—. ¡Su Majestad! ¡Soy demasiado vieja para dejarme llevar por mi pasión por la riqueza y el honor e intentar asesinar a Su Majestad de repente! ¡No soy culpable! ¡Soy inocente!

Todos en la sala se compadecieron de su desesperada súplica excepto León III. Estaba demasiado furioso para sentir lástima por ella. 

—¡Maldita traidora! No sabes cuáles son tus prioridades. Tenemos pruebas clarísimas aquí mismo, ¡pero sigues negándolas! Te tuve a mi lado durante casi treinta años, ¡pero nunca supe que fueras una mujer tan venenosa!

Las palabras del Rey parecían culparla de haber intentado envenenar a su esposa, pero en el fondo estaba furioso con la condesa Rubina por haber contado a todo el mundo en público que se había aplicado el salvarsán.

'¡El estado de salud de un Rey es un secreto nacional!'

León III llamó con vehemencia al jefe de la guardia. 

—¡Tú!

—¡Sí, Majestad!

—¡Meted a esa viciosa en la celda subterránea ahora mismo!

—¡Haré lo que me ordenes!

Los soldados reales agarraron los brazos de la condesa Rubina, dos a cada lado.

—¡Su Majestad! 

La Condesa Rubina miró a León III con una mirada devastada.

Pero León III miró furioso a Rubina a los ojos.

—¡Irás a la celda subterránea a la que perteneces!

Mientras el monarca lanzaba un rugido de ira, los soldados reales sacudieron violentamente y arrastraron a la condesa Rubina fuera de la sala de almuerzo, como si quisieran hacer justicia al rey. Los gritos de la condesa Rubina y los fuertes pisotones de los soldados llenaron ruidosamente el pasillo exterior.

La condesa Rubina, la querida amante del Rey durante décadas, estaba ahora encarcelada en la celda subterránea. Y esto ocurrió en cuestión de minutos.

La gente estaba atónita. Se reunieron en pequeños grupos de tres o cinco y se acercaron a la reina Margarita para consolarla. Otros, más ambiciosos, intentaron ganarse el favor de León III alabando su sabiduría y resolución. Antes de que la multitud pudiera alcanzarlos, el jefe de la guardia preguntó en voz baja a León III: 

—Majestad el Rey, ¿qué debemos hacer con la doncella?

—Hmm. 

Leo III gimió en lugar de dar una respuesta, ya que no tenía ni idea.

El secretario del Rey y señor Delfinosa, de pie junto a él, resumió los hechos. 

—Su Majestad el Rey. Aunque esa doncella se entregó, apoyó a la Condesa, incluso después de darse cuenta de sus intenciones de asesinar a la Reina. No parece razonable dejarla libre sin ningún castigo.

León III gimió. Pensaba liberar a la criada, ya que le había servido de pretexto para deshacerse de su maldita ama, pero no podía hacerlo. Sin embargo, no tardó en recapacitar. Después de todo, él era un rey y ella una criada. Le dio las gracias por lo que había hecho, pero la humilde criada tenía que pagar por sus pecados.

—Entonces envíadla a la celda subterránea por ahora. Pensaremos qué hacer con ella más tarde.

—Lo haremos, Majestad.

El señor Delfinosa y el jefe de la guardia hicieron una reverencia y se marcharon. El jefe de la guardia señaló a los soldados reales con la barbilla. En ese momento, la tropa se dirigió al unísono hacia la doncella de la condesa Rubina, la sujetó y la llevó a la celda subterránea.

'No importa cuánto lo piense, algo está mal…'

Entre la bulliciosa multitud, Ariadne permaneció inmóvil como una estatua y se limitó a observar toda la situación.

La criada fue tomada cautiva por la guardia real en silencio. Al contrario que su ama, que forcejeaba y aullaba su resistencia, la criada no se resistió ni un ápice.

'Incluso si la criada incrimina a la Condesa Rubina aquí mismo, sería acusada como cómplice de la Condesa.'

La criada no obtenía ningún beneficio denunciando las fechorías de la condesa Rubina.

Si pensaba que su crimen quedaría cubierto por un premio concedido por Su Majestad el Rey, al menos debería haber luchado y haberse escandalizado cuando la arrastraron.

A diferencia de la humilde criada que era, no pestañeó cuando la arrastraron a la celda subterránea. Era como si lo hubiera sabido todo el tiempo.

'Y no había tal criada en mi vida anterior.'

Algo era muy, muy poco natural. Todas las pruebas apuntaban exactamente a la condesa Rubina.

—Así que, ¡supongo que el almuerzo de hoy ha terminado!

Mientras Ariadne estaba sumida en sus pensamientos, León III notificó que el almuerzo había terminado en tono cortante a las nobles. 

—¡El Palacio Carlo interrogará estrictamente a los prisioneros detenidos hasta que obtengamos las respuestas y conclusiones adecuadas! ¡Y confío en que nuestra respetable nobleza de San Carlo aquí presente no difunda rumores fuera de esta sala hasta que se hayan obtenido conclusiones! ¡Si lo hacéis, no pararé hasta atraparos!

Tras pronunciar estas palabras, León III se alejó estruendosamente de la sala de almuerzos estando fuera de sí.

El señor Delfinosa siguió fielmente a León III, pero se detuvo y declaró en voz alta: 

—Me temo que esta reunión no puede continuar. Espero que todos lleguéis sanos y salvos a casa.

Tras terminar sus palabras, el señor Delfinosa se apresuró a seguir a León III y abandonó el comedor.

En cuanto el señor Delfinosa terminó de hablar, criados y criadas se apresuraron a limpiar el comedor. Y todos los demás, excepto las mujeres de la nobleza reunidas en torno a la reina Margarita, fueron cortésmente escoltados por los criados para regresar a sus casas a través de los carruajes de cada casa.

En cuanto León III abandonó la sala, la condesa Marques, que había estado de pie junto a Ariadne, la agarró con cara de asombro. Y la marquesa Chibaut se puso a su lado.

—¡Lady De Mare! ¿Cómo demonios sabía que la condesa Rubina tenía salvarsán?

Detectar la veracidad de un rumor era una tarea ardua, pero cambiar la fuente de un hecho comprobado era pan comido.

Ariadne bajó la voz como si fuera a compartir un secreto y les dijo a las dos nobles: 

—Cuando fui voluntaria en el Refugio de Rambouillet, tuve la oportunidad de compartir profundas conversaciones con algunos plebeyos.

—¿Plebeyos? —replicó la condesa.

—Algunas personas en el Refugio de Rambouillet no no son simplemente nacido como indigentes de clase baja. Había muy pocas personas que incluso habían trabajado como criadas en palacio, pero muchas más conocían a aquellos sirvientes.

—¡Oh, Dios mío!

La condesa Marques supuso a grandes rasgos lo que Ariadne diría y se tapó la boca con las manos. Pero la marquesa Chibaut aún no había entendido lo que Ariadne quería decir y la miró sin comprender.

Ariadne giró la parte superior de su cuerpo hacia la condesa Marques y asintió con la cabeza. 

—Todas las sirvientas del palacio real lo sabían. Esos rumores son inapropiados en actos oficiales, pero tuve suerte de enterarme.

La condesa Marques y la marquesa Chibaut parecían escandalizadas por el hecho de que empleadas de la casa pudieran difundir tales rumores. Y ni siquiera eran ayudantes cercanas: eran sirvientas. Nunca habían pensado a fondo que personas que no pertenecieran a grupos de clase alta pudieran dedicarse a actividades intelectuales aparte del simple trabajo.

La condesa Marques soltó un estallido de cólera. 

—¡Cuando vuelva a casa, tengo que hacerles callar!

La marquesa Chibaut replicó: 

—¡Yo también! ¿Cómo pueden las sirvientas difundir tales rumores?

—¡Se olvidaron completamente de la posición en la que están!

Eran nobles hasta la médula. Aunque Ariadne les había dicho que la bocaza de aquella doncella las acababa de salvar del peligro, las nobles damas sólo pensaban en que algunos subordinados se habían extralimitado.

Ariadne sintió lástima por las criadas que trabajaban para la familia del marqués de Chibaut y la familia del conde Marqués. Su ambiente de trabajo se deterioraría por su culpa. Se disculpó en silencio. 'No tuve más remedio.'

La marquesa Chibaut y la condesa Marques abandonaron rápidamente la sala del almuerzo para interrogar a las criadas, y Ariadne miraba continuamente a su alrededor con ansiedad. Una bulliciosa multitud rodeaba a la reina Margarita.

'Debería haberme escabullido. Perdí mi oportunidad.'

La multitud estaba formada por mujeres de la nobleza que no eran muy cercanas a la Reina. La rodearon para decirle palabras de consuelo y aliento antes de marcharse para que Su Majestad se fijara en ellas. Parecían pensar: "Ya que la condesa Rubina está fuera del camino, la reina Margarita gobernará."

'Ahora no tengo ninguna posibilidad de colarme entre esa multitud. Hay demasiada gente…'

Ariadne se estaba quedando sin tiempo, así que buscó otra forma de hacer llegar sus palabras a la reina Margarita. Justo entonces, vio a la señora Carla.

Normalmente, Carla se habría puesto furiosa, diciendo: "Este es un evento organizado por el Palacio de la Reina. ¡¿Qué se cree el señor Delphinosa para declarar concluido el almuerzo sin permiso?!"

Pero ahora, desganada, ayudaba a los criados con la cara blanca como un fantasma y la boca cerrada y limpiaba las mesas.

—Señora Carla. —llamó Ariadne.

La señora Carla se dio la vuelta al instante. Tenía un aspecto terrible.

—Oh, me ha sorprendido, Lady De Mare.

La señora Carla estaba pálida como un fantasma.

Ariadne expresó su preocupación.

—Señora Carla, ¿se encuentra bien? No tiene buen aspecto.

Carla sacó un pañuelo, se secó la frente y contestó.

—Es que... no puedo creer que alguien intente matar a Su Majestad la Reina.

'No la culpo…'

La señora Carla había seguido a la reina Margarita desde su país hasta el reino etrusco. No tenía familia ni se había casado en este reino, y a la única que tenía a su lado era a la reina Margarita.

'Si algo malo le pasa a Su Majestad la Reina, es el fin para la señora Carla.'

Tenía todo el derecho a escandalizarse.

Ariadne agarró a la señora Carla de la manga, la apartó suavemente de los subordinados que limpiaban las mesas y bajó la voz a un susurro para que nadie de los alrededores pudiera oírla.

—Señora Carla. Por favor, vigile atentamente los alrededores de Su Majestad la Reina por el momento.

—¿Qué? —preguntó Carla, dando un respingo de sorpresa.

Ariadne apretó el hombro de Carla, que saltó sorprendida para que se recompusiera.

La señora Carla se recompuso rápidamente y la escuchó.

—¿Qué quiere decir con eso?

—¿Cree que la condesa Rubina es la única autora intelectual del asesinato de Su Majestad la Reina?

—¡No puede ser...! ¿Quién si no podría aliarse con ella...? Nadie le guarda rencor a Su Majestad! —protestó Carla.

—No lo sé. Pero hay algunos puntos sospechosos en este incidente —Ariadne comprobó rápidamente el perímetro y pidió le encarecidamente—: Señora Carla, por favor, tenga mucho cuidado con la comida y la bebida que se sirve a Su Majestad, la Reina. Debe estar fuera del alcance de desconocidos.

Los sirvientes reales ya casi habían terminado de limpiar las mesas y estaban echando a la gente, casi obligando a salir a los invitados. La mayoría de las personas que se encontraban cerca de la salida del comedor ya se habían marchado, y a Ariadne casi le había llegado la hora de marcharse también.

—Confío en la experiencia del Palacio Carlo en materia de seguridad, pero por favor, asegúrese de impedir que otras personas que no sean los ayudantes más cercanos de la Reina se acerquen a Su Majestad y compruebe si hay gente sospechosa por los alrededores —después de pensarlo un rato, Ariadne añadió—: Por favor, dígale a Su Majestad que se abstenga de bajar la guardia, ya que este asunto es serio. ¿De acuerdo?

Ariadne no quería que la reina Margarita se preocupara por nada, pero era diferente a que Su Majestad tuviera cautela ella misma y solo sus subordinados estuvieran atentos mientras ella se comportaba como siempre.

La señora Carla parecía muy sorprendida. Con los labios apretados, asintió apasionadamente.

—Lady De Mare.

El sirviente real se había acercado a ella antes de que se diera cuenta y la había llamado.

—Gracias por participar en el almuerzo del palacio real. Me temo que ahora es el momento de tomar su carruaje de regreso a casa. 

Era una forma educada de decir que debía marcharse. Ariadne miró hacia donde estaba la reina Margarita. Decenas de mujeres de la nobleza seguían rodeando a la reina como una cortina.

Aunque Ariadne preguntara al sirviente real si podía despedirse de la Reina antes de partir, su petición sería rechazada en el acto.

—Señora Carla, por favor, no olvide lo que le dije. —le recordó Ariadne una vez más.

—No se preocupe, Lady De Mare. —prometió Carla.

La señora Carla asintió una vez con una mirada decidida. Ella había sido nombrada directamente por la reina y había sido su ayudante más cercana durante treinta años. Era la mano derecha más digna de confianza.

Tras confirmar una vez más la resolución de la señora Carla, Ariadne siguió los pasos de la sirvienta real.

'Por favor... que todo vaya bien…'

* * *

—¡Conde Césare! ¡Estamos en un gran problema!

—¿Qué pasa? —espetó Césare irritado.

Césare se había tumbado perezosamente en la tumbona dispuesta en la terraza de la mansión del Conde de Como. Una tumbona era un artículo exótico tejido de ratán y un producto importado enviado recientemente desde el Imperio Moro.

—Aún no he tomado mi vaso de vino de hoy —se quejó Césare—. ¿Qué pasa? ¿Pidió mi madre verme inmediatamente?

Estaba a punto de empezar el día con una copa de vino espumoso y parecía muy disgustado por haber visto interrumpido su apacible ocio.

—No, Conde Césare, no es así.

El criado del palacio Carlo servía de mensajero entregando mensajes de la condesa Rubina a su hijo.

Se estremeció inquieto y dio la noticia.

—¡La condesa Rubina ha sido detenida en la celda subterránea!

—¡¿Qué?! —preguntó incrédulo el conde Césare.

Al instante se levantó de su asiento.

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