PQC – Capítulo 23
Parece que caí en un juego de harén inverso
Capítulo 23
Me preparé para salir antes de que saliera el sol, pensando que la luna iluminaría el camino. Me frustraba saber que sólo estaba alimentando los rumores, pero tenía que resolver las cosas. Llamé en silencio a Daisy a mi habitación. Al ver mi ropa, Daisy abrió los ojos y señaló.
—¡¿Qué lleva puesto?! —jadeó.
Estaba vestida con un uniforme de dama de compañía.
—¿Es esto una especie de... juego de rol?
—¿Eh...?
Pensé que había oído mal.
—Así que toda la noche ha estado... ¡Oh wow! —Daisy tragó saliva.
Me apreté la frente.
—No es así, Daisy. —le dije. Aunque hay que admitir... que parecía una idea divertida intentarlo con Nadrika.
—¿No lo es? Entonces, ¿qué es? —preguntó Daisy, su mirada atenta me hizo sentir incómoda. Me apresuré a explicarme antes de que pudiera hacerse otra idea equivocada.
—Me voy fuera del palacio.
—¿Afuera...?
—Lo siento, pero... No podía pensar en nadie más a quien preguntar.
—¡Puede pedírmelo! —exclamó Daisy—. ¡Puedo hacer cualquier cosa que necesite!
—Bien. Tienes que asegurarte de que no entre nadie. —le dije.
—¡Por supuesto, Su Alteza! Nadie... ¿Nadie? ¿Ni siquiera ese hombre?
Ignorándola, añadí:
—Debes convencer a todos de que sigo dentro. Sólo di que estoy de mal humor o que me encuentro mal, y que no dejaré entrar a nadie más. Siempre te he mostrado mi favor, así que nadie debería cuestionarlo.
—¿A dónde... a dónde va, Su Alteza?
Por fin, parecía estar entendiendo.
—Te lo dije —respondí—. Fuera del palacio. Y si no regreso por la mañana...
—¡Su Alteza! ¿Se dirige a algún lugar peligroso? ¡Lléveme con usted!
—No es peligroso, y volveré pronto. Pero por si acaso, si no...
—¡No se muera, Alteza! —gritó Daisy con lágrimas en los ojos, aferrándose ahora a la cintura de mi falda. Suspiré.
* * *
'Aden Franc'.
Mis ojos estaban fijos en el letrero manuscrito de la tienda garabateado en un papel que tenía delante. Era temprano y todas las tiendas estaban cerradas, Aden Franc incluida. Me bajé la capucha y me acerqué lentamente a la puerta para abrirla. Entré con cautela. Una mujer demacrada salió de la oscuridad y se inclinó profundamente ante mí.
—Le pido disculpas por haberte hecho venir de esta manera. Pero usted entiende nuestras circunstancias... No es fácil conseguir la mercancía en estos días.
Estudié a la mujer con atención. No parecía ser la jefa aquí.
—Por aquí. —me llamó, guiándome a través de otra puerta. Dentro de la habitación había un hombre sentado detrás de una mesa de madera. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió y se levantó de un salto para darme una exagerada bienvenida.
—¡Vaya, quién es éste! —exclamó. —Ha adelgazado, Alteza.
—...
No contesté.
—Seguro que el síndrome de abstinencia debió de ser brutal. —añadió. Quizá se debiera a todo el asunto del cambio de alma, pero yo no había experimentado ningún problema hasta el momento. Por supuesto, no necesitaba decírselo. Le miré tranquilamente, incapaz de saber si era él quien mandaba.
Había dos razones por las que me había arriesgado a venir personalmente hasta aquí. En primer lugar, dado que sería exacto describir la relación entre esta gente y yo como simbiótica -yo obtenía drogas de ellos, ellos se garantizaban dinero de mí-, probablemente habrían seguido intentando ponerse en contacto conmigo por cualquier medio posible, exponiéndome a un alto riesgo de ser descubierto. La otra razón era comprobarlo con mis propios ojos. Para averiguar el alcance de su operación, identificar al cabecilla y ver si sería capaz de conseguir que los detuvieran a todos. Por no hablar de si sería capaz de evitar cualquier charla innecesaria de salir.
—¿Y qué pasa con las drogas? —pregunté.
—Deberían estar llegando al palacio ahora mismo. —respondió el hombre.
¿Qué significa eso?
—Comprendo que le moleste, pero no hay remedio —continuó—. Es la política, ya ve, así que no puedo hacer nada al respecto. Podrá regresar en cuanto recibamos noticias de que la entrega se ha completado.
Por fin entendí lo que quería decir. La princesa tenía el poder de confiscar todas sus drogas, arrestar a sus traficantes y desbaratar toda su operación en un instante. Incluso si sólo enviaban la droga y luego la confiscaban, ella tenía los medios para salvarse. Así que, para garantizar su propia seguridad, obligaron a la princesa a esperar bajo su techo hasta que constara en los registros oficiales que el cargamento le había sido entregado con éxito. Es decir, si realmente quería las drogas.
Quizá ésta era la "debilidad" que pedía el juego. Antes de despertarme como la princesa, sin duda habría mostrado muchos signos de consumo de drogas y adicción que Arielle habría notado. En ese sentido, supongo, estaba haciendo definitivamente mi parte como bug sin identificar.
N/T: Arriba hace una referencia al error de juego que el sistema le sigue mostrando a Arielle que coincide con la aparición de la protagonista al transmigrar en el mundo y convertirse en la princesa.
—Si está aburrida, quizá pueda sacarles a algunos de los recién llegados. —sugirió el hombre. Al oír esas palabras, el sonido de metal raspando el suelo llegó desde el exterior de la habitación. Cuando se abrió la puerta, vi a un hombre con grilletes en los pies. Entró y le siguieron varios hombres con expresiones similares. Formaron una fila y se arrodillaron frente a mí. Todos iban vestidos con harapos, los ojos desenfocados y los rostros hundidos y demacrados. Me di la vuelta.
—¿Qué ocurre? ¿Ninguno es de su agrado? —preguntó el hombre con melodramática decepción—. Los preparé según sus preferencias de la última vez... Recuerdo que mencionó que le gustaban más los esclavos sazonados que los frescos.
—...
Podría haber seguido adelante y comprarlos a todos sólo por compasión por sus horrendas condiciones actuales. Tal vez entonces podría emanciparlos o encontrar otra forma de darles la libertad. Pero, ¿había alguna forma de garantizar que no volverían a ser esclavos? Si no tenían una identificación adecuada, ¿qué tipo de trabajo podrían encontrar en la capital? Mientras pensaba en llevarlos de vuelta a mi palacio, recordé de repente el inquietante rumor sobre mí. Una sensación ominosa me hizo sentir escalofríos. ¿Sería capaz de responsabilizarme de ellos hasta cualquier final?
—¿De dónde son? —pregunté.
Al confundir mi pregunta con interés, el hombre se rió encantado.
—Velod. —respondió.
Los compré todos en el acto.
Las cosas iban más despacio de lo que había previsto. Ya había salido el sol y las calles estaban llenas de ruido. Me tapé más la cabeza con la capucha.
—¿Ha venido sola? —preguntó el hombre.
Repugnada por sus sonrisas lascivas, le lancé una mirada de repugnancia.
—¿Yo? —espeté.
—Ah, no, claro que no. Supongo que pareces más nerviosa de lo normal...
Gritó a mis espaldas mientras me iba sin decir palabra.
—¡Los lavaré bien antes de enviarlos!
Sentía el sabor de la bilis en el fondo de la garganta. Las carreteras principales estaban mucho más concurridas de lo que esperaba. Era temprano, pero había grandes grupos de gente dispersos, algunos charlando y otros simplemente de pie.
De repente, sonó un grito en la lejanía, que se extendió por la multitud como una ola, provocando un inmenso alboroto. Retrocedí hasta un callejón e intenté averiguar la razón de todos aquellos gritos ensordecedores. Entonces me di cuenta de que los ojos de todos estaban fijos en el mismo punto a lo lejos. Un grupo de personas se acercaba desde lejos a caballo. Empezaron a esparcirse pétalos por todas partes, lanzados al aire. De pie al borde de la multitud, vi a un hombre de pelo azul oscuro y lo reconocí al instante.
—¡Pensaba que llegaba mañana...! —jadeé para mis adentros. Cuando volvió los ojos en mi dirección, giré sobre mí misma y eché a correr.
Tenía que llegar a palacio inmediatamente. Sabía que en ese momento se producía un frenesí similar de preparativos de bienvenida.
—Su Majestad le espera.
El chambelán del emperador estaba ante la puerta principal del palacio exterior. Los soldados y caballeros que regresaban de la batalla habían desmontado sus caballos. El hombre se volvió hacia el chambelán y los demás miembros del grupo de bienvenida.
—Deseo ver a Su Alteza primero —dijo—. Todos los demás pueden seguir sin mí.
—¿Cómo dice? Pero-.
Se interrumpió el chambelán.
El hombre no necesitó repetirlo. Se quitó la suciedad de los zapatos de combate y se alisó la solapa. Tras ajustarse los puños y el chaleco, dio media vuelta y se dirigió con paso seguro hacia el palacio de la princesa. Los espectadores intercambiaron miradas mientras observaban sus pasos suaves y decididos, sin poder hacer nada más que mirar, estupefactos. A pesar de ellos, el hombre no dio muestras de detenerse. Miraba al frente, sin perder de vista a nadie.
—Lo siento, pero no.
Fue la dama de compañía de la princesa quien le bloqueó el paso. El hombre recordaba haberla visto antes de ser enviado a la guerra. Parecía mayor ahora, las huellas del tiempo en su rostro le recordaban su propia ausencia.
—Me temo que no puede entrar. —le dijo.
—¿No quiere verme? —preguntó el hombre.
—No ha dicho nada… —respondió la jefa de las damas de compañía mientras negaba con la cabeza. Al parecer, no había recibido ninguna instrucción especial.
—¿Ni siquiera un mensaje para mí?
—No. No ha hecho ruido en toda la mañana, y sólo ha permitido a una dama de compañía entrar en su cámara...
—Debo verla por mí mismo.
—¡No! ¡Te castigarán otra vez! —gritó alarmada la jefa de las damas de compañía, interponiéndose en su camino.
—¿Has olvidado tus obligaciones? Pensé que se suponía que eras la más cercana para asistir y proteger a Su Alteza. —dijo el hombre con frialdad, dejándola sin habla. Rápidamente la esquivó y entró en el palacio. Ignorando todas las miradas exaltadas, avanzó con decisión, seguro de su camino, y finalmente llegó frente a la alcoba de la princesa. Los guardias que estaban junto a la puerta se sobresaltaron al verle y le despejaron el camino.
—Alteza. —llamó. Oyó una respiración agitada detrás de la puerta y pasos apresurados. Seguramente se trataba de la muchacha que había mencionado la dama de compañía. El hombre enarcó una ceja.
—Su Alteza —repitió—. ¿Se encuentra bien?
—...
—¿Qué haces? Abre la puerta. —ordenó.
Ante sus palabras, todos los criados salieron a protestar.
—Ábrela. —volvió a decir.
—Pero sin el permiso de Su Alteza...
—Tráeme la llave. ¿O quieres que derribe esta puerta?
En ese momento, la puerta se abrió lentamente. Cuando el hombre volvió la cabeza, vio a la dama de compañía de pie junto a la puerta, cubierta de sudor frío.
—Su Alteza le invita a pasar. —tartamudeó.
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