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SLR – Capítulo 114

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 114: El fin de Lucrecia (1)

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La cámara subterránea del norte no era realmente una cámara subterránea: era como una prisión. Había barrotes equipados y varios instrumentos de tortura aterradores llenaban la cámara. Y fue el lugar donde le cortaron a Zanobi los tendones de los brazos y las piernas.

Lucrecia tembló al sentir una fría brisa.

Estaba claro que las cosas no iban bien afuera. Cuando su marido no dijo ni una palabra sobre el desastre que había hecho, se sintió definitivamente ansiosa. No quería provocarle y pretendía callarse, pero se equivocó. Debería haberse apresurado e ir a decirle algo.

'No pasa nada. Todo irá bien.'

Lucrecia tenía un hijo orgulloso y una hija inteligente. Y ya habían crecido. Ellos la salvarían.

Aunque Lucrecia nunca se había preocupado por el rosario, ahora tocaba la cruz del rosario con los dedos y rezaba en silencio. Lo único que podía hacer en ese momento era rezar.

'Padre Nuestro Celestial, por favor ayuda a mis hijos y déjame escapar de esta horrible celda.'

* * *

Sin embargo, a diferencia del deseo de Lucrecia, sus hijos, ya adultos, no se pusieron de su lado. Al contrario, solo su marido que parecía haberla abandonado por completo intentó salvarla.

El Cardenal De Mare se movió incómodo y preguntó cuidadosamente.

—Señor Stampa. ¿Qué tal desterrarla en su lugar? Nuestros hijos la necesitan... Y no hace mucho que mandó al cielo a la más pequeña...

Pero el Sr. Stampa rechazó a fríamente la súplica del Cardenal.

—¡Entonces debería saber lo que es perder a una amada hija! ¡Mi hija es tan preciosa como la suya perdida! —rugió el Sr. Stampa, con las venas palpitándole de rabia.

Nunca imaginó que en su vida podría hablar con alguien de tan alto rango como Su Santidad. Pero la ira derribó los límites de la jerarquía y gritó con furia.

—¡Mi hija!, ¡Mi hija ni siquiera tuvo la oportunidad de ser madre! Y su cadáver no quedó de una pieza... ¡Me niego a moverme de este lugar hasta que vea a la mujer decapitada con mis propios ojos! —se lamentó.

El Cardenal De Mare tuvo que regresar sin llegar a ningún acuerdo.

Era algo razonable que Stampa pidiera una vida por otra para su pobre hija, pero también parecía demasiado dramático. El Sr. Stampa y los dos representantes de la Cooperativa de Residentes pidieron “una disculpa sincera”, lo cual era justo, pero también divagaron frenéticamente para que el Cardenal “colgara y decapitara inmediatamente a Lucrecia y diera vueltas por el centro de San Carlo mientras exhibía su cabeza”. Una exigencia que el Cardenal nunca podría aceptar.

Y ya que estaban, el representante de Commune Nuova sugirió con avidez que “convencería a ese loco y furioso Sr. Stampa si el Cardenal donaba mil ducados para su Cooperativa.”

Finalmente lograron llegar a un consenso poco después de medianoche, cuando afuera estaba oscuro como boca de lobo.

—Escolta a los invitados fuera de la casa. 

El Cardenal, agotado, hizo señas al mayordomo para que se despidiera de los invitados.

Las otras partes, que estaban empapadas de sudor y aún atenazadas por un frenesí de furia, marcharon triunfalmente desde el estudio del Cardenal hasta la puerta principal.

Tras mandar al mayordomo que acompañara a los invitados fuera de la casa, pidió a Sancha, la criada principal en funciones que:

—Prepara el veneno —con voz floja y desganada, añadió—: Consigue veneno que provoque una muerte inmediata. Se lo enviaré a Lucrecia a primera hora de la mañana.

Sancha hizo una profunda reverencia y contestó cortésmente: 

—Haré lo que me ordene, Santidad.

En cuanto el Cardenal De Mare desapareció de su vista, corrió a la velocidad del rayo hacia la señora Ariadne.
Sancha abrió la puerta de un tirón y se apresuró a entrar en su habitación. Ariadne ya estaba en la cama, Sancha se acercó y le susurró al oído. No podía ocultar su emoción.

—¡Señora! ¡Su Santidad me ordenó preparar el veneno! Se lo enviará a Madam Lucrecia a primera hora de la mañana!
—¡...!

Era tarde en la noche, pero los ojos verdes de Ariadne brillaban vívidamente, sin embargo. Pateó la manta de seda que la cubría y se sentó erguida en su cama.

Recordó a su madre biológica, tan borrosa ahora, siendo azotada y golpeada por Lucrecia.
Su madre había escondido a la pequeña Ariadne detrás de ella para protegerla, pero Lucrecia apartó a su madre de una patada sin piedad y agarró mechones de pelo de Ariadne.
Y la había llevado a San Carlo para sacrificarla como compañera de matrimonio de Césare y la había torturado de todas las maneras posibles.

—¡Mi vida habría sido mejor sin ti! ¡Sin ti!

Y recordó las últimas palabras que Arabella había oído, las palabras que la Regla de Oro le había hecho saber a Ariadne.

Ahora, era el momento de la venganza.

—Pero ni siquiera tenemos que preparar el veneno. Tenemos de sobra en el cobertizo. —dijo Ariadne
—Tenemos muchas botellas en el almacén de la fregadera. Y todas son de Madame Lucrecia. —dijo Sancha

Para Lucrecia era normal matar al menos a una o dos de sus criadas. Esta vez, tuvo mala suerte y la pillaron en el acto porque la víctima pertenecía a una buena familia. Normalmente, matar a unos cuantos indigentes no le hacía daño porque nadie los buscaba. Siempre se salía con la suya. Hasta ahora.

Por eso, Lucrecia prefería comprar el veneno en un lote porque tenía mucha gente con la que tratar.

—Tráemelo ahora. Tengo que llevárselo yo misma. —ordenó Ariadne.

—¿Qué? ¿Irá usted misma a llevárselo? —preguntó Sancha.

—Sí. No dejes que nadie más entre en la cámara subterránea. —dijo Ariadne.

Sancha trajo del cobertizo de la fregadera un frasco de belladona. El líquido púrpura de la belladona en el grueso frasco de cristal translúcido brillaba misteriosamente bajo la luz.

Ariadne colocó la botella de veneno tapada con un corcho en la bandeja de plata y se dirigió a la cámara subterránea del norte.

* * *

Lucrecia viajó mentalmente del cielo al infierno en el helado sótano norte. Hacía demasiado frío para dormir.

'Mis hijos no dejarían que me atraparan.'

'¿Pero por qué no vienen a por mí?'

'Es porque no tienen autoridad. Quieren hacerlo, pero Simon no les deja.'

Sus cambios de humor eran severos, y estaba a punto de volverse loca.
Pero en ese momento.

Crujido.

Oyó abrirse la puerta de roble que daba al pasillo. Tenía visita.

—¡¿Ippólito?!

Lucrecia había estado acuclillada en un rincón, y se levantó de un salto al oír el ruido. Pero el visitante guardó silencio.

—¿Isabella?

Los pasos de Ippólito eran ruidosos. Pero los pasos del visitante desconocido eran casi silenciosos. No parecia Isabella, porque sus pasos eran mas silenciosos que los de Ippólito. Sin embargo, lo único que oyó fue silencio después de llamar a su hija.

—¿Cariño...? —Lucrecia llamó atentamente a su marido, el que menos esperaba.

Clic.

Oyó una llave que abría la puerta cerrada. Una sombra se coló en la prisión. Volvió a cerrar la celda con calma y se volvió hacia Lucrecia.

—Lo lamento. Pero todas tus suposiciones eran erróneas. —se burló Ariadne.
—¡Tú! —chilló Lucrecia.

Su rostro palideció de asombro al darse cuenta de quién era la visita. Era la chica bastarda.

Iba vestida como si fuera la señora de una gran casa noble; no, parecía que formara parte de una familia real. Lucrecia observó su elegante y caro satén, su pelo pulcramente trenzado y el gran pendiente de perlas que colgaba de sus orejas. Pero no era su aspecto exterior lo que le daba un aire de nobleza. Eran todos sus movimientos. Todo lo que hacía la hacía parecer elegante y digna. Y en su largo y delgado dedo llevaba el anillo estampado en oro para la señora de la casa.

Episodio-114-En-esta-vida-soy-la-reina

En cuanto Lucrecia vio el sello de oro que se parecía al de la señora de la casa, perdió el control y chilló: 

—¡Tú! ¡Rata asquerosa! ¡Bastarda! ¿Cómo te atreves a venir a verme? ¿Dónde están mi Ippólito e Isabella?

—¿Por qué estás tan segura de que vendrán? —preguntó Ariadne, colocando la bandeja plateada sobre la mesa negra. El sonido de la bandeja resonó por toda la cámara subterránea.

Ariadne había dejado de actuar como una niña buena. Había llegado el momento de librar una batalla sangrienta, en la que se derramarían lágrimas y sangre.

—Padre te ha abandonado. —empezó Ariadne.

—¡¿Qué?! —preguntó Lucrecia con incredulidad.

—Hoy han visitado la casa la familia en duelo de Paolla Stampa y los representantes de la Cooperativa de Residentes. Y se acaban de marchar. Padre decidió ahorrar trescientos ducados y pagarles con tu vida en su lugar.

En realidad, el Cardenal tenía que pagarles trescientos ducados, como ya se había hablado, y la vida de Lucrecia era un coste adicional. Pero Ariadne lo distorsionó ligeramente.

—¡De ninguna manera! ¡No lo haría! —tartamudeó Lucrecia.

—Supongo que está harto de que envíes las monedas de oro de nuestra familia a los De Rossi. Si no me crees, bebe un sorbo —Ariadne señaló la botella de cristal que había sobre la mesa de madera—. ¿Te resulta familiar?

A Lucrecia se le cortó la respiración al ver la brillante sustancia púrpura en la botella de cristal. Por supuesto, sabía lo que era.

—Es extracto de belladona. He oído que sus efectos son milagrosos. Claro que tú lo sabrías mejor que yo. —Ariadne sonrió.

N/T belladona: La belladona es una planta de la familia de las solanáceas. Sus bayas son negras y brillantes, de un tamaño similar al de las cerezas. Su sabor es amargo y contienen un alcaloide llamado atropina, que en pequeñas dosis provoca alucinaciones, delirios y, en exceso, pérdida de memoria, parálisis y muerte. Una única baya puede matar a un niño.

Su uso se remonta a la Antigüedad. La faceta venenosa de la belladona despertó el interés de la reina Cleopatra. Contempló su uso cuando planeaba su suicidio. Para conocer bien los efectos de esta planta ordenó a su esclavo tomar el veneno. Murió rápido, pero dolorosamente. La reina descartó sin dudar la opción.

Lucrecia estaba tan conmocionada que le costaba respirar. Jadeaba furiosamente y gritaba:

—¿Y mi hijo? ¡¿Dónde está Ippólito?!

—Tu adorado hijo te utilizó como chivo expiatorio. El primero que sugirió descartarte fue papá. Pero me dijeron que padre no tardó ni quince minutos en convencer a Ippolito.

Lucrecia respiraba con dificultad. 

—¡De ninguna manera! Estás mintiendo. —gritó Lucrecia.

—También te hablaré de tu amada hija —continuó Ariadn—. La inocente actuación de Isabella es de alto nivel, sin duda.

Con los ojos fijos en Lucrecia, que jadeaba, Ariadne relató amablemente lo que había sucedido arriba.

—Ippólito le dijo a Isabella que “el Cardenal había decidido matarte”. Resultó que ella era mejor que él. Al menos le pidió una vez que te salvara.

Lucrecia pareció un poco aliviada ante la noticia, probablemente pensando que Ariadne diría: “Pero Isabella no tenía autoridad. Todo salió según la voluntad de padre.”

Pero las siguientes palabras de Ariadne destrozaron por completo las esperanzas de Lucrecia. 

—Ante eso, Ippolito replicó: “Una vez que te conviertas en la hija de una asesina, nunca te casarás”.

La sangre se drenó del rostro de Lucrecia. Conocía a sus hijos mejor que nadie y parecía saber lo que le esperaba.

—¡Isabella mantuvo la boca sellada y no dijo una palabra después de eso!

A Lucrecia le fallaron las rodillas y se desplomó sobre el suelo de piedra de la cámara subterránea.

—No…. Todo son mentiras. Todo...

—Oh, Lucrecia. Fuiste una gran madre —se burló Ariadne—. Hiciste todo lo que pudiste por tus hijos. ¡Pero mira lo que han hecho!

Ahora, Lucrecia estaba en el suelo y llorando desconsoladamente. Conocía muy bien a sus hijos. Sabía que Ariadne, la altiva muchacha, no mentía. Sus hijos harían tales cosas. Sabía que lo harían.
Pero aunque su cabeza lo sabía, su corazón no lo creía. Se negaba a creerlo. Una vez que lo hiciera, toda su vida se iría por el desagüe.

—Madre, hiciste todo esto por Ippólito, ¿verdad? —Ariadne sonrió, pero algo en su sonrisa parecía retorcido—. Maletta soltó la verdad antes de que la mataran. Dijo que Ippólito tenía otro padre.

Lucrecia palideció como un fantasma y sacudió la cabeza.

Mirando a Ariadne, dijo:

—¡Eso es mentira!

—He preguntado por aquí y por allá —continuó Ariadne—. Y me han dicho que estabas embarazada cuando te casaste con papá.

Tras obtener la útil información de Maletta, Ariadne pidió más información sobre todo a los criados que venían de Harenae.
No consiguió toda la historia, pero algunos le contaron cómo había sido cuando madame Lucrecia vino por primera vez al Cardenal De Mare para vivir con él.

—Supe que llevaste a Ippólito sólo siete meses. Eras joven y era tu primer hijo, pero ¿Salió adelante con siete meses? —Ariadne resopló con fuerza, echó la cabeza hacia atrás y se rió—. ¿Qué te parece más plausible? ¿Dar a luz a un hijo sano como Ippólito tras un parto prematuro? ¿O que una adolescente mienta sobre su embarazo?

—¡No! —chilló Lucrecia con todas sus fuerzas—. Todas tus afirmaciones proceden de rumores y suposiciones. No tienes pruebas. Ninguna prueba.

—¡Maletta era testigo! Pero tú la mataste. —replicó Ariadne.

—¡Lo que dijo también eran habladurías! ¿¡Cómo es posible que eso sea una prueba!?

A pesar de los gritos agudos de Lucrecia, Ariadne se adelantó hacia Lucrecia y la agarró del hombro.

—Ahorra tus fuerzas. No te resistas contra mí. Tu hijo te ha traicionado. No puedes morir sola. Tienes que arder con él en el infierno —Ariadne sacudió furiosamente el hombro de Lucrecia—. ¡¿Por qué! ¡¿Por qué te portaste tan mal con Arabella?! ¡Nunca te pedí que fueras amable conmigo! ¿Pero por qué? ¡¿Por qué actuaste tan cruel cuando era tu hija biológica?!

—Porque... ella arruinó mi vida. —dijo Lucrecia.

—¿Qué? —preguntó Ariadne, desconcertada.

—Podría haber escapado de San Carlo. Podría haber huido con el padre de Ippólito. Pero estaba embarazada de Arabella... ¡Lo arruinó todo! Ojalá nunca hubiera nacido.

¡Bofetada! Ariadne abofeteó a Lucrecia en la cara.

—¿Cómo pudiste hacer eso? Tú eras su madre.

—¡No sabes nada, ignorante! ¡Eres una pequeña perra!

Lucrecia gritó con la cabeza en el suelo, empapada en lágrimas.

—¡Convertirte en madre no significa que dejes de ser mujer! En teoría, tienes que sacrificarte por tu hijo. ¡Pero eso no es fácil! No, ¡es jodidamente difícil!

Lucrecia se tumbó en el suelo de piedra y lloró estruendosamente. 

—Yo sólo tomé decisiones que la vida me exigió que tomara, decisiones que pensé que eran las mejores para mí. Pero siempre me apretaron el cuello.

El rostro de Lucrecia estaba manchado de demasiadas lágrimas, parecía casi irreconocible. Y sus palabras eran casi indistinguibles. Sollozaba con demasiada fuerza para que sus palabras fueran pronunciadas correctamente.

—Tenía que salvar a Ippólito y a mi familia De Rossi y darles de comer. Por eso viví con Simon. Y tuve a su hija porque vivía con él. Pero por culpa de esa chica, ¡no pude irme con mi amante! ¿Por qué? ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué todo está tan jodido?!

Ariadne miró a Lucrecia con ojos fríos. 

—Por eso la mayoría de la gente no peca. ¿Por qué poner un huevo de cuco en el nido de otro pájaro? Si hubieras criado a Ippólito como madre soltera, podrías haber seguido a su padre con la cabeza bien alta.

Lucrecia levantó la cara manchada de lágrimas y fulminó con la mirada a Ariadne. 

—¡Listilla! La vida no es tan fácil.

—¡Si no hubieras matado a otra persona, la preciosa hija de la casa de otra persona, por el bien de tu hijo, no te habrían encerrado en un calabozo ni te habrían dado vino envenenado hoy! —dijo Ariadne.

—¿Una preciada hija de otra familia? No eran más que una humilde criada y una plebeya. No son nada comparados con mi precioso hijo. Sólo tuve mala suerte. ¿A quién le importa que mueran unos plebeyos? —replicó Lucrecia.

—¡Por eso tu vida termina tan miserablemente! —replicó Ariadne.

Lucrecia rechinó los dientes ferozmente. 

—¡Espero que tu futura hija también diga las mismas palabras mientras tú mueres miserablemente! —luego gritó: —¡Eres joven e ignorante! La vida no va como tú quieres. A veces, tienes que ensuciarte las manos y hacer lo que la vida te guíe.

Pero Ariadne sólo tenía unos diez años menos que Lucrecia ahora, cuando murió en su vida anterior.

—Lucrecia, tengo mucha más experiencia de la que crees.

Ariadne miró fijamente y disgustada a su madrastra.

—Admito que hice muchas cosas malvadas. Y también admito que metí mucho la pata. Pero no viví tan imprudentemente como tú.

A medida que Ariadne se acercaba, Lucrecia la miraba con miedo.

Ariadne bajó la voz hasta convertirla en un susurro. 

—Tu ingrato hijo te traicionó para salvarse a sí mismo. Después de todo lo que has hecho por él. Ya que morirás de todos modos, ¿por qué no vengarte? —entonces preguntó—: ¿Quién es el padre de Ippólito?

Lucrecia frunció lentamente los labios y luego los abrió.

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