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SLR – Capítulo 105

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 105: El secreto de su nacimiento (2)


La vieja comadrona tomó la temperatura a Maletta y comprobó su pulso y sus secreciones.

—Estás embarazada. Estoy segura. —declaró.

A Maletta se le iluminó la cara de alegría. 

—¿Estás segura? —volvió a preguntar.
—Claro que estoy segura —insistió la comadrona—. Es un embarazo prematuro, pero estás bien embarazada.
—¡Lo conseguí...!

La anciana chasqueó la lengua al ver a una joven soltera radiante de alegría por la noticia del embarazo. '¿Acaso los jóvenes de hoy en día no tienen ni idea de lo que es la ética y la moral?'

—Ten cuidado de momento —le advirtió la comadrona. —No bebas y no te beses con tu amante, aunque te ruegue de rodillas. Las relaciones sexuales pueden provocar abortos en los primeros meses de embarazo. Tienes que tener cuidado.

—¡Sí, claro! —coreó Maletta.

La criada entregó cinco monedas de plata de florines a la vieja comadrona y se apresuró a regresar a la mansión De Mare. Tenía que darle la buena noticia al joven amo de inmediato.
En cuanto Maletta llegó a la puerta principal, entregó con altanería su capa de piel al doméstico que custodiaba la puerta. Era como si fuera su superior. El doméstico miro a Maletta como si se hubiera vuelto loca, pero de alguna manera, se encontro recibiendo su capa de piel obedientemente.

—¡Joven amo!

Maletta llamó al señorito a pleno pulmón y subió corriendo a su habitación. Lo encontró en su habitación, recostado en la cama y leyendo un libro, cosa que rara vez hacía.

—Joven maestro, nuestro amor ha dado sus frutos. —exclamó.
—¿Eh?

Maletta esperaba que Ippólito la abrazara con alegría, pero él no se movió ni un milímetro de su sitio. Sin embargo, Maletta se negó a desanimarse.

—Amo, ¿cuándo celebraremos nuestra boda?

La expresión de Ippólito cambió sutilmente. Pero, ajena a la expresión de su rostro, Maletta estaba tan segura de que se casaría con ella que no dejaba de darle la lata. Su excitación la hizo ciega para ver la respuesta de Ippólito, y confundió que tenía la sartén por el mango.

'Tengo a tu bebé. ¿Qué puedes hacer al respecto? No tienes más remedio que casarte conmigo', pensó.

—¿Se lo has dicho a Su Santidad y a Lucrecia? —presionó Maletta—, ¿Cuándo se lo dirás? Serás tú quien se lo diga, ¿verdad? Creo que será mejor que se lo diga yo.

Ippólito no aguantó más y frunció el ceño en cuanto la criada mencionó a su padre. Era evidente que no le hacía ninguna gracia tener un hijo.

—De acuerdo, Maletta —se apresuró a decir Ippólito—. Tengo que decírselo. Menos mal que has sacado el tema. Iré directamente a decírselo a mamá.

Se levantó rápidamente. 

—Quédate ahí y espera pacientemente. —le pidió Ippólito con seriedad.
—¡Muy bien! ¡Genial! —exclamó Maletta, con el rostro radiante de alegría.

Maletta esperó, pero había pasado al menos una hora desde que Ippólito se marchó. No esperaba que informara a sus padres de su embarazo y les convenciera para que se casaran inmediatamente. Pero a medida que avanzaba el reloj y transcurría una hora, empezó a inquietarse.

'¿Habría huido...?'

No es que Maletta no hubiera pensado en ello, pero dudaba que fuera tan lejos. Decidió mantenerse fuerte. Aunque el Joven Amo huyera, lo mejor que podía hacer era quedarse en esta casa, pasara lo que pasara. Llevaba el bebé del único hijo del Cardenal. No la echarían, ¿verdad?

Todo tipo de pensamientos invadieron la mente de Maletta cuando se abrió la puerta. Maletta sonrió y se levantó de la silla.

—¿Amo?

Pero no se esperaba a las personas que entraron. Eran Niccolo, la señora Loretta -la nueva fiel seguidora de Lucrecia tras la muerte de Jiada- y algunos criados más.

Pero las personas que entraron no eran las esperadas. Eran Nicolo, la señora Loretta -la nueva fiel seguidora de Lucrecia tras la muerte de Jiada- y algunos criados más.

—¡Qué vulgar! Deberías avergonzarte de ti misma, ¡no presumir de tu embarazo prematrimonial!
—¿Eh? ¿Qué? —dijo Maletta, desconcertada.
—¿Quién sabe quién es el padre? De todos modos, ¡ya no puedes quedarte en esta casa!
—¿Cómo que no lo sabes? Es el hijo del señorito Ippólito, claro...
—¡Cállate! ¡Llévate a esa zorra!

A la orden del mayordomo, los sirvientes agarraron los brazos y piernas de Maletta.

—¡Ahhh! —gimió Maletta.

Hizo un ovillo con el cuerpo para protegerse el bajo vientre, pero no pudo evitar que los fuertes brazos de los criados la agarraran de brazos y piernas, haciéndola flotar en el aire.

—¡Noooo!

Maletta agitó los brazos y las piernas desesperadamente. 

—¡Imbéciles! ¡Soltadme! ¿Sabéis qué? El bebé que llevo es hijo del joven amo.

Mientras Maletta chillaba a pleno pulmón, Loretta se desconcertó y le dio una bofetada. 

—¡Eh, cállate!
—¿Quieres que te lo repita? Llevo el hijo del joven amo.
—¡Pequeña!

Como Loretta no consiguió cerrarle la boca a la criada, sacó rápidamente un paño de cocina sucio de su bolsillo delantero y se lo metió en la boca a Maletta.

—¡Uh! ¡Uh!

Nadie sabía lo que Maletta quería decir. Tal vez estaba diciendo: “¡Quitadme esta cosa asquerosa de la boca!” O, tal vez, sólo estaba luchando por respirar.

De todos modos, Loretta estaba satisfecha por el hecho de haber hecho callar a la criada. 

—¡Vamos! —dijo Loretta.

Rápidamente condujo a los fuertes sirvientes masculinos fuera del segundo piso, donde residía la familia De Mare, al anexo de la planta baja. Conectado al fregadero, el anexo era un lugar para lavar los platos y servir de almacén. También era un lugar para castigar y deshechar a las criadas.

***

Hace una hora, Ippólito se dirigió a la habitación de su madre, en el primer piso, nada más salir de su cuarto. Por supuesto, no tenía intención de pedirle su aprobación para el matrimonio.

—¡Madre!
—Oh, hijo mío. ¿Qué te trae por aquí?
—¡Mamá! ¡Estoy en un gran problema!
—¿Qué es? ¿Qué te pasa? Déjamelo a mí. Me ocuparé de lo que sea.

Antes de que Ippólito sacara el tema, se detuvo y miró con culpabilidad a su madre. Apreciaba a su hijo más que a nada en el mundo, pero ni siquiera Lucrecia le dejaría ir fácilmente en este caso.

—Bueno... Verás...
—Vamos, puedes contármelo. —instó Lucrecia.
—Bueno... Maletta está embarazada.

En ese momento, el grito de Lucrecia salió de algún lugar profundo de su estómago, y sonó como si un volcán hubiera entrado en erupción.

—¡¡¡QUÉ!!!
—Mamá, Maletta está embarazada. Por favor, ayúdame. —suplicó Ippólito.

Un padre normal preguntaría: “¿Qué quieres hacer?” Pero Ippólito había venido hasta aquí en busca de ayuda. Estaba claro cuáles eran sus intenciones: no quería ser el padre.

—¡¿Qué has hecho?!

Lucrecia golpeó a su hijo en la espalda. Era mucho más grande que ella, pero eso no importaba.

'¡Maldición!'

Ippólito parecía saber que esta vez sí que había metido la pata, porque ni siquiera expresó su dolor y aguantó obedientemente los golpes.

—¡Sabía que algún día acabarías así! Lo supe desde que jugaste con esa zorra.
—Lo sé, lo sé. Por favor, ¡ayúdame! —Ippólito estaba a punto de echarse a llorar.

En eso, Lucrecia le gritó por una razón diferente.

—¡Ey, chico! —le gritó. —¡Anímate y estira los hombros, sé valiente como un hombre!

Ippólito estaba confuso. Hacía sólo 30 segundos, su madre le había dado una paliza, pero ahora, de repente, le animaba.

A pesar de la confusión de su hijo, Lucrecia le acarició la espalda dolorida y le alisó la ropa arrugada. Pero su enfado no se había calmado del todo, y parecía más bien que volvía a pegarle, no a animarle.

—Los hombres a veces meten la pata. No es para tanto. Así que mantén la cabeza alta y no te dejes intimidar.

Qué gran madre.

Sin embargo, Lucrecia pasó junto a su hijo, que estaba acurrucado en el sofá, y tiró de la cuerda del timbre para llamar a su nueva ayudante, Loretta. Loretta no había estado con ella toda la vida como Jiada, pero ella y Lucrecia procedían de la misma ciudad natal.

—¡Loretta! ¡Tráeme al mayordomo! No te preocupes. Iré yo misma a ver a Niccolo.

Lucrecia buscó en su habitación para darle a Niccolo algunas monedas de oro como soborno.
Pero lo único que encontró en el saco del baúl fueron monedas de florín de plata. Al buscar más, había algunas monedas de ducado de oro, pero no muchas. Lucrecia frunció el ceño y sacó la tiara de zafiro rosa de Isabella de lo más profundo del lugar secreto del armario.

Episodio-105-En-esta-vida-soy-la-reina

—¡Loretta! Ve a confiar esto a la casa de empeños por la tarde a cambio de ducados de oro. —ordenó Lucrecia. 

Decidió utilizar las monedas de oro que le quedaban para salvar a su hijo de aquella sirvienta. Su hijo mayor era la razón de su vida y, por alguna ilógica razón, era su último amor.

Ippolito merecía casarse con la única hija de una antigua casa noble, alguien que sería bondadosa y de buen comportamiento. Así ganaría una fortuna, un feudo y popularidad en la alta sociedad de San Carlo. Ella creía que ese era su destino y se negaba a aceptar nada inferior a eso.

* * *

Mientras Lucrecia negociaba con el mayordomo Niccolo, Ippólito se retorcía nervioso en el sofá. Pasaron entre 30 y 40 minutos antes de que ella regresara. En cuanto regresó, Ippólito saltó del sofá como un pez fuera del agua y preguntó: 

—¿Cómo ha ido, madre?
—Ha ido bien. 

Lucrecia se quitó la bata, se sentó en el sofá y miró a su hijo. A diferencia de lo que era habitual en ella, Lucrecia se dispuso a disciplinar a su hijo como una madre responsable.
Pero la lección que le dio fue un poco extraña. 

—Es natural que los jóvenes se acuesten con mujeres. Y a veces, meten la pata y tienen bebés. Pero…

Ippólito no estaba acostumbrado al rostro severo de su madre, y en cuanto vaciló, se estremeció y agachó el cuello como una tortuga.

—Pero no puedes meter la pata antes de casarte. —continuó ella.

Por un segundo, pareció un consejo normal, pero pensándolo mejor, algo no encajaba.

—No estarás planeando casarte con una plebeya, ¿verdad?
—N-no. —tartamudeó Ippólito.
—¿Quién querría casarse con un hombre que tiene un hijo bastardo? Ninguna dama noble en su sano juicio lo haría.

Ippólito tragó saliva. No tenía ningún título nobiliario ni feudo que suceder. Si no heredaba un título o tierras a través de su noble esposa, cedidas por su suegro, se convertiría en plebeyo al fallecer su padre.

—Lo único que tienes que hacer es casarte con una dama decente. Después, haz lo que quieras —prosiguió Lucrecia—. Una vez que dé a luz a un niño, no podrá huir. Así que eres libre de hacer lo que quieras. Pero hasta entonces, ¡ Ten cuidado!

La ética de Ippólito no era muy exigente, así que podía soportarlo. Asintió con la cabeza.

—Sólo te ayudaré esta vez. ¡No habrá una segunda ocasión! —le advirtió Lucrecia. 

Finalmente, Ippólito dejó escapar una sonrisa de alivio. Para Lucrecia, la sonrisa que cruzaba el rostro de su hijo le hacía parecer inocente, como un niño pequeño. De repente, se colgó de su madre como un niño gigante y le dio las gracias. 

—Oh, mamá. Eres la mejor. ¡¿Qué puedo hacer sin ti?!

Tras agarrarse a los brazos de su madre y balancearlos de alegría, no olvidó preguntar.

—Madre, ¿y qué fue de ella? ¿Acaso arrojaron su cadáver al río Tivere?

De repente, Lucrecia no puso buena cara. 

—Hijo.
—¿Qué?
—¿Cómo pudiste...? Ella tiene a tu bebé. ¿Cómo pudiste ser tan cruel?

Lucrecia actuó como si nunca hubiera matado a un sirviente.

Había arruinado la vida de una mujer haciendo el trabajo sucio para su hijo, pero por alguna extraña razón, no quería llegar al extremo de matar a la criada. Sólo Lucrecia sabía por qué. Era por la simpatía que le producía su propia experiencia pasada.
Recordaba su juventud. Había apretado su creciente vientre con hileras de tela de algodón para ver al Cardenal De Mare, no, entonces era el fray Simon.
El padre la había abandonado a ella y a su hijo. Qué duro y terrible fue encontrar un lugar donde establecerse para ella, no, para ella y el bebé que llevaba dentro. Por eso estaba siendo inusualmente generosa. Y Lucrecia estaba muy orgullosa de sí misma por ser amable, para variar.

Pero su rara generosidad no duró mucho y se rompió en pedazos con las siguientes palabras de Ippólito: 

—Pero, madre. Ella sabe demasiado. Incluso sabe que Arabella tiene un padre diferente.
—¡¿Qué?!

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