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SLR – Capítulo 82

Hermana, en esta vida seré la reina

Capítulo 82: El momento en el que se pierde el cariño 


Ariadne estaba ansiosa. '¿Y si Lucrecia inventa una excusa, diciendo que sólo intentaba limpiar el desorden que hice en mi habitación?'

En estos días, el poder de los inquisidores prevalecía en el exterior. Perseguían a los culpables y los hacían investigar. Y el Cardenal era uno de los clérigos de más alto rango en la oficina de la gran capilla y supervisaba la capilla de San Ercole y las parroquias de San Carlo. Pero este ridículo incidente tuvo que estallar en su residencia oficial. Si Ariadne se relacionaba de algún modo, por poco que fuera su papel, se metería en un buen lío.

Pero Lucrecia era demasiado ignorante para inventar una excusa y arrastrarla.

Bueno, para ser más precisos, no es que Lucrecia no fuera lo bastante lista como para no encontrar una excusa. Era demasiado obvio que ella era la culpable.

—¡Cuando Niccolo me contó lo que estaba pasando, pensé que estaba haciendo una broma de mal gusto!—rugió el Cardenal con asombro.

Jiada, la fiel sirvienta de Lucrecia, había instigado a su señora a actuar. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que su señora iba en serio con lo de hacer magia negra en la casa, se acobardó. Así que acudió a Niccolo, su cuñado, para que delatara a Lucrecia fingiendo que le pedía ayuda. Aún así, intentó irse por las ramas hasta que llegó el día de la magia negra de Lucrecia. Jiada no aguantó más y lo contó todo. Justo antes de que Lucrecia practicara el arte oscuro, se lo contó todo a Niccolo, excepto la parte en la que metió la pata.

Cuando el mayordomo se enteró de todo, decidió que no debía guardárselo para sí. Así que notificó inmediatamente al Cardenal De Mare lo que había oído.

Si el Cardenal hubiera confiscado todos los accesorios relevantes de la habitación de Lucrecia antes de que todo esto sucediera, su acto supersticioso habría cesado, y el caso se habría cerrado pacíficamente. Su intento de magia negra no se habría realizado, y la sangre de la rana muerta se habría quedado sin usar en el frasco. La sangre podrida de la rana no se habría esparcido por la alfombra de marfil de la habitación de Ariadne, y todos se habrían reído de ello. Después de todo, era demasiado ridículo para ser cierto.

Pero Jiada había llegado un paso demasiado tarde. Cuando el Cardenal De Mare corrió presuroso hacia Lucrecia, su esposa ya estaba practicando la magia prohibida.

Al poner un pie en la habitación, se encontró con un pentagrama sin sentido, increíble y ridículo en el suelo de su casa, y junto al ominoso símbolo estaba sentada su esposa agachada.

—¿Estás loca? —preguntó asombrado el Cardenal.

Lo que veía era demasiado absurdo para creerlo. El asombro se apoderó de su ira.

—Esta es la residencia oficial del Cardenal —continuó desconcertado—. Y yo soy uno de los clérigos de más alto rango al servicio de nuestro Padre Celestial. Soy el líder espiritual de San Carlo, la mejor diócesis de Etrusco, y uno de los trece discípulos, justo por debajo de Su Santidad el Papa.

Señaló hacia el pentagrama manchado de sangre dibujado en el suelo.

—¿Pero qué hace esa cosa en mi casa? ¿Quieres ver a todos los de esta casa ardiendo en las hogueras ante el inquisidor?

Temblando ferozmente de arriba abajo, Lucrecia se dio cuenta por fin de lo que había hecho y de la consecuencia que le esperaba.

—No era mi intención hacer eso, Su Santidad... 

La voz de Lucrecia se entrecortó.

Pero era injusto que Lucrecia cargara con toda la culpa. Se vio totalmente atrapada en este acto ilícito porque la astróloga gitana no le había dado las instrucciones adecuadas en detalle. Esto explicaba por qué había garabateado el gigantesco pentagrama irreflexivamente en el suelo de madera de la casa sagrada.

La gitana adivina le había dicho que "pusiera el objeto necesario para la limpieza ritual en el centro mismo del pentagrama, dibujara el pentagrama con sangre de rana y quemara incienso y mirra en los quemadores de cada esquina para ahuyentar la energía maligna".

La gitana supuso que Lucrecia "dibujaría" con toda seguridad un gigantesco pentagrama con cada esquina fuera de la residencia oficial. Si la señora colocaba una estufa de gas portátil frente al establo, la segunda en un rincón del jardín trasero, la tercera en un lado del huerto de la servidumbre, y así sucesivamente, tendría menos probabilidades de ser atrapada. No era necesario que cada esquina del pentagrama estuviera conectada físicamente con sangre. Este hecho era de sentido común para los practicantes de magia negra.

Además, la supuesta "valiosa gema maldita" no estaba maldita, así que no había razón alguna para que el pentagrama se dibujara con precisión. No importaba si el pentagrama estaba inclinado o desigual, o incluso si se había dibujado accidentalmente como un hexagrama, así que la adivina ni siquiera encontró la necesidad de contar todos los detalles sobre el dibujo.

Sin embargo, Lucrecia no sabía nada de magia negra y creía firmemente que debía dibujarse un pentagrama pequeño y sangriento con la bóveda en el centro. Lucrecia se asomaba a hurtadillas a la habitación de Ariadne siempre que tenía ocasión, pero nunca estaba vacía. Pero hoy era el último día de la constelación de Ofiuco. Por suerte, hubo un breve momento en el que no había nadie en el estudio de Ariadne. Ella se apresuró a practicar la magia prohibida y se metió en este lío.

Hubo un error de comunicación entre ella y la gitana que la metió en este lío, pero no pudo explicarse adecuadamente ante el Cardenal, y aunque lo consiguiera, su ira no se apaciguaría.

Su silencio encendió su furia, y ahora dirigió su ira contra ella en pleno apogeo.

—Estaremos acabados. Estaremos muertos. ¿Y qué será de mi honor?

El Cardenal De Mare dedicó toda su vida a ascender en la escala jerárquica, lo que comenzó desde que era un huérfano que vivía en el pueblo junto a la orilla del mar. Había sido un niño delgado como un palo de 12 años, pero nunca dejó de escalar hasta ese día, y ahora era un hombre calvo de mediana edad con profundas arrugas alrededor de los ojos.

—¿Qué será de Simon De Mare, el respetable teólogo...? —se lamentó el Cardenal.

El Cardenal no tenía a nadie en quien confiar salvo a sí mismo en este mundo, pero se las arregló para sacar adelante su exitosa carrera. El motor más fuerte de su honor era su gran reputación como erudito e investigador teológico. Aunque se ha vuelto opaca con la edad, su pluma era afilada cuando era joven. Defendió las teorías de Baco y la teología definida por la razón racional. Persuadió al cuerpo religioso de que la caza de brujas, la magia negra, la hechicería, la inquisición y cualquier cosa de ese tipo eran delirios emocionales. Por lo tanto, debían llegar a Dios Celestial a través de la lógica y la racionalidad.

'Pero el Cardenal Simon De Mare tiene un pentagrama diabólico en su casa', bromearía la gente.

—¡Esto va en contra de todos los artículos y tesis que he escrito! —gritaba el Cardenal.

'¡Qué increíble! El hombre más conocido por su piedad e intelecto adora al diablo.'

—Y la gente dirá: "¡La razón por la que el Cardenal Simon De Mare se opuso a los inquisidores fue porque no quería que lo atraparan!"

No podía entender en qué estaba pensando su mujer. 

—¿En qué demonios estabas pensando para hacer semejante locura? —le preguntó.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Lucrecia. 

—Yo... —murmuró ella, tartamudeando.
—¿Qué? —le preguntó él.
—Lo hice por nuestra familia… —respondió ella—. Lo hice para beneficiar a todos los miembros de nuestra familia...

Aunque Lucrecia no consideraba a Ariadne como "familia', el Cardenal no llegó a culparla por ello.

Sollozando ferozmente, Lucrecia continuó.

—La adivina dijo... que Isabella acabó así por culpa de una fuerza maligna en la casa... que la limpieza ritual lo solucionaría todo...
—¡Cómo puedes creer eso, mujer ignorante! —bramó el Cardenal.

Su arrebato se basaba en parte en el desconcierto y en parte en la ira. Le resultaba demasiado doloroso hablar con una descerebrada. Ni siquiera sabía por dónde empezar. ¿Cómo podía convencer a Lucrecia de que lo que había hecho no era razonable?

Y un hecho inmutable y devastador se apoderó de él. Aquella mujer, con la que había vivido más de veinte años, no tenía ni idea de nada.

—¿No lo sabías? ¿No sabías lo que sería de nosotros si el inquisidor se enteraba? —se lamentó.
—Lo siento... Perdóname... —Lucrecia suplicó.

Los últimos veinte años pasaron ante los ojos del Cardenal. Se había esforzado tanto por dirigir esta casa.

Pensaba que podía contar con su mujer para mantenerle a él y a su familia, pero no. Ahora que lo pensaba, ella no era más que una molestia. Se aprovechaba de él como una sanguijuela. Y trajo muchas otras sanguijuelas a las que llamaba familia.

Él confundía a Lucrecia con una esposa fiel, pero su lado de la familia siempre estaba primero.
Se dio cuenta por primera vez cuando ella se puso del lado de Zanobi. Su hija bastarda emparentada por sangre era mucho más digna que ese Zanobi. Y su mujer, siendo su otra mitad de confianza, debería haberse puesto de su lado. Pero cuando se vio empujada al último extremo, eligió salvar a Zanobi en lugar de a Ariadne.

El Cardenal De Mare sintió que su corazón se enfriaba como el hielo. 

—Mira, Lucrecia. Creo que he sido lo suficientemente generoso. Has tenido muchas oportunidades.

La actitud del Cardenal hacia Lucrecia cambió sutilmente. Normalmente la llamaba "cariño" o 'tú', pero ahora se limitaba a llamarla por su nombre.

—No eres buena para la familia De Mare —concluyó—. Estás arruinando a mi familia.

Los ojos amatistas de Lucrecia se abrieron tanto que se le vio el blanco. Conocía demasiado bien a su marido. 

—No, no. ¡NO…! —gritó.
—Me pones enferma. Hemos terminado. —dijo el Cardenal con frialdad.

¡Crash!

El estruendo de la cerámica resonó por toda la habitación de Ariadne. Arabella se había colado en la entrada del estudio de Ariadne, pero se le cayó la muñeca de porcelana de las manos. La muñeca se estrelló contra el suelo de mármol con un golpe seco.

Cuando Lucrecia vio a la joven Arabella, se arrastró de rodillas hacia su hija como si su vida dependiera de ello. Casi se lanzó hacia su hija menor y la abrazó con fuerza.

Arabella se sorprendió del repentino abrazo de su madre y de verla cubierta de sangre de rana podrida. Dio un paso a un lado para evitar el movimiento desesperado de su madre, pero Lucrecia encerró a Arabella aún más fuerte en su pecho.

—¡Su Santidad!—gimió Lucrecia—. Soy la madre de sus hijos. Yo les di a luz.

N/T: y ahora intenta usar a Arabella cuando nunca le hacía caso, no mms vieja loca.

Lucrecia sabía lo frío que podía ser el Cardenal De Mare, así que puso toda su energía en suplicar perdón. Hoy, su marido decidió abandonarla. Y una vez que lo hizo, ella pasó a la historia.

—Di a luz a tres... ¡tres hijos! ¡Y vivimos juntos durante 22 años! ¡No puedes abandonarme así! ¡Piensa en nuestros hijos!

Pero el Cardenal no pestañeó. 

—Lo hago por mis hijos. —dijo con calma.

Sus ojos verde oscuro brillaban como minerales mientras miraba a Lucrecia. Clavó la mirada en los ojos amatista de la ignorante durante un largo rato. Sus ojos eran cautivadores, pero él nunca la había entendido realmente.

—Prefiero no tener señora en esta casa a una mujer incontrolable que se hace llamar madre—dijo con consternación—. ¿Quieres que Isabella se case? ¿Cómo podría conseguir un hombre adecuado cuando su madre está poseída por el diablo?

El Cardenal dijo todo lo que pensaba sin dejar de mirarla a los ojos.

—¿Quieres que Ippólito crezca y tenga una carrera exitosa? Sí, claro. ¿Cómo podría llegar a ser un brillante funcionario del gobierno, un soldado de gran reputación o un clérigo devoto teniendo una madre ignorante como tú?

Arabella estaba acurrucada entre sus padres, que libraban una reñida guerra de nervios. Luchaba por zafarse del seno de Lucrecia, pero ni el Cardenal ni su madre se preocupaban por la seguridad de su hija.

—Mejor ser huérfano de madre que tener una madre como tú.

El Cardenal De Mare se levantó y miró al mayordomo Niccolo, que se inclinaba nervioso en un rincón junto a Ariadne.

—Escucha. Lleva a esta mujer inmediatamente a Vergatum —ordenó el Cardenal—. Llévala a la pequeña habitación de Vergatum, y no dejes que tenga compañía.

El mayordomo se inclinó profundamente y dijo:

—¡Haré lo que me ordene, Su Santidad!

Al oír esas palabras, Lucrecia chilló. Abrazó más fuerte a Arabella y sacudió a su hija.

—¡Di algo! —suplicó Lucrecia—. ¡Dile algo a tu padre!

La sangre desapareció del rostro de Arabella. Parecía que estaba pegada al sitio. No podía decir una palabra y se limitaba a temblar de miedo.

—¡Eres mi hija! ¡Soy tu madre biológica! Di algo. ¡Di algo por mí!

Los gritos de Lucrecia eran casi tan fuertes como para que los oyera todo el vecindario.

El Cardenal sacudió la cabeza consternado y se acercó a ella.

—Basta. Este será tu último momento con ella. No te pongas en ridículo.

Agarró la mano izquierda de Lucrecia. En ese momento, Arabella se liberó por fin del asfixiante abrazo de su madre. Apresuradamente escapó de su seno.

Su Santidad sacó con fuerza el gigantesco anillo de oro de la mano izquierda de Lucrecia. El anillo que el Cardenal sacó simbolizaba que la persona que lo llevaba era la Señora de la familia De Mare. "De Mare", su apellido, se lo fue ganando a medida que escalaba peldaños en la jerarquía, de huérfano sin apellido a fraile, sacerdote y luego obispo. Su apellido, símbolo del mar y ganado con sudor y sangre, fue grabado en el anillo para la Señora.

Y desde que hizo el anillo, Lucrecia lo había llevado hasta ahora. Después de recoger el anillo, ordenó a su mayordomo.

—Llévatela.

Niccolo parecía incómodo pero asintió con la cabeza. La guió hasta la puerta. 

—Lo siento. Me temo que tenemos que irnos. —dijo Nicolo nervioso.

Lucrecia miró a su marido y gimió. 

—¡Me niego a irme!

Pero el Cardenal parecía haberla borrado de su memoria. Miró hacia otro lado y fingió no verla. La evitaba a propósito.

Niccolo no sabía qué hacer. Bajó la voz para que su Santidad no oyera los honores que le dirigía a Lucrecia.
Jugueteando, trató de calmarla. 

—Señora, ¡usted sabe que su Santidad no estará así por mucho tiempo! Me temo que desobedecerle no será lo mejor. Una vez que su ira se calme, estoy seguro de que lo reconsiderará. Pero por ahora, debemos irnos.

El mayordomo casi obligó a Lucrecia a salir de la habitación. No dejaba de mirar hacia atrás, arrepentida, mientras Niccolo tiraba de ella.

El Cardenal De Mare frotó el anillo para de la señora en su túnica de sacerdote y se lo entregó a Ariadne.

Episodio-82-En-esta-vida-soy-la-reina

 —Toma. Esto es tuyo. —dijo.

Ariadne recibió el brillante anillo dorado con los ojos muy abiertos. Este anillo era para la señora de la casa De Mare, y le otorgaba la autoridad para llevar el libro de contabilidad familiar de todos los ingresos y gastos.

—Pensé que pasaría este anillo a mi nuera. Ni en sueños imaginé que se lo daría a mi hija. —dijo el Cardenal con incredulidad.

Tenía el rostro rígido porque no podía creer lo que acababa de suceder. Su hija bastarda había salido a él. Él era de los que hacían avanzar los asuntos según lo que le decían sus pensamientos racionales, pero sus emociones le sobrepasaban tardíamente.

—Has hecho un buen trabajo. Creo que te mereces este anillo por el momento.

Después de que el Cardenal nombrara a Ariadne como Señora, la fatiga pareció vencerle de golpe. Se tambaleó al salir del estudio de su hija.

—Ocúpate de este desorden —ordenó—. Necesito descansar.

Ariadne fingió su fidelidad y se inclinó a espaldas de su padre mientras éste salía de la habitación. 

—Sí, padre.

“No es el fuerte el que vence, el que vence es fuerte”. Ariadne se dio cuenta de lo ciertas que eran estas palabras a través de su experiencia de hoy. Ella no hizo nada, pero Lucrecia cavó su propia tumba.

—...

Ariadne se puso el anillo de oro en el dedo índice de la mano izquierda. El vívido oro amarillento brilló salvajemente. Aunque Lucrecia llevaba el anillo en el dedo anular, pero su dedo joven era tan delgado que tuvo que usarlo en su dedo índice para que el anillo apenas encajara.


—Arabella. 

Ariadne llamó a su hermana menor, que temblaba como una loca en un rincón de la habitación. Besó la frente de Arabella.

—Ve a tu habitación por ahora —dijo Ariadne tranquilizadora—. Y no le cuentes a nadie lo que has visto hoy. Pronto iré a tu habitación.

Después de enviar a Arabella, llamó a Jiada.

—Jiada. Estarás sola. Limpia este desastre. —ordenó Ariadne.

Jiada también temblaba en un rincón de la habitación, pero sonrió. Por fin había algo que ella podía hacer.

Ariadne no podía permitir que ninguna criada viera el desordenado pentagrama manchado con la sangre de un animal muerto en la mansión sagrada. Puesto que Jiada lo había visto todo, lo correcto era ordenarle que lo limpiara.

Pero Ariadne no pensaba librarse de ella tan fácilmente.

—Y tenemos que hablar. Ven a verme cuando termines de limpiar. —le ordenó.


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