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SLR – Capítulo 444

Hermana, en esta vida seré la reina 

Capítulo 444: La gente cree lo que quiere creer

Los miembros de la familia Bartolini se movían juntos en perfecta armonía. En un instante, las muñecas y los tobillos de Isabella estaban atados con una cuerda y la empujaron al suelo de la sala de situación provisional de la galería del primer piso.

—¿Por qué empujaste a Clemente?

Ante esta severa pregunta del conde Bartolini, Isabella gritó histérica.

—¡Yo no la empujé! —mientras hablaba, seguía examinando la habitación y su lengua se adelantó a su cerebro. El instinto hizo acto de presencia—. ¡De hecho, fue ella quien me empujó!

—¡Eh! —Ottavio replicó inmediatamente en tono enfurecido—. ¿Por qué demonios te empujaría una buena persona como mi hermana? —sacudió el dedo hacia la contenida Isabella; estaba claro que no la consideraba su esposa ni la madre de su hija—. Ella te aceptó en su casa cuando no tenías adónde ir. Si de verdad te odiara tanto, te habría echado a patadas en lugar de dejarte entrar. Lo que dices no tiene sentido.

Isabella cerró la boca durante un breve instante. Incluso ella tenía ciertos reparos a la hora de contarle a su marido con desparpajo que ‘yo le había robado al compañero sentimental al que amaba de verdad’. Sin embargo, un excelente pretexto pronto se acumuló en su pequeña mente como una densa nube. 

—Porque sé de su infidelidad —respondió de manera bonita y adorable, con los ojos fijos en el conde Bartolini.

—¡Por favor! ¡Como si alguien fuera a creer eso! Ottavio se apresuró a reanudar el acoso, pero un diminuto tic se hizo notar en los ojos de Bartolini.

Isabella vio que ésta era su salida. Ignoró a Ottavio para mirar directamente al viejo conde. 

—Y Clemente no nos aceptó por la bondad de su corazón. ¡Siempre he sido una espina en su costado porque sé de sus engaños!

El conde Bartolini frunció los labios. Su silencio infundió confianza a Isabella, que miró con resentimiento a Clemente. 

—Le prometí una y otra vez que guardaría su secreto, ¡pero nunca me creyó! Por eso me quería cerca, para no perderme de vista.

Clemente, sintiéndose amenazado, intentó detenerla. 

—...¡deja de decir cosas tan ridículas! 

Ahora que estaba con su marido, volvía a hablar con su habitual tono tranquilo. Tenía una figura refinada, el modelo mismo de una dama aristocrática de la capital, mientras miraba a Isabella como si estuviera contemplando algo sucio.

Pero Isabella se obstinó en arremeter contra ella. 

—¡Siempre has querido librarte de mí! Y pensaste que tenías la oportunidad de tu vida, ¡la ocasión de silenciarme para siempre! ¡Perdiste el equilibrio cuando intentabas empujarme y luego me echaste la culpa a mí! Incluso me callé esa parte para protegerte. 

Aunque en apariencia se estaba peleando con Clemente, su verdadero destinatario era el conde Bartolini.

Clemente fue un poco más obvia al respecto. Miró directamente al conde Bartolini mientras hablaba, como diciendo que no valía la pena discutir con Isabella. Era descarada y estaba segura de sí misma. 

—Le dije que debería cuidar mejor de Giovanna, y... se enfadó mucho y me empujó.

Optó por esta vía en lugar de contar a todo el mundo que había sorprendido a Isabella intercambiando apasionados besos con el conde DiPascale. Tampoco quería que esa historia saliera a la luz porque una investigación en profundidad de la misma revelaría inevitablemente también su infidelidad.

—Ya sabes cómo es —añadió disimuladamente.

Fue un buen desvío. La reputación de Isabella ya estaba por los suelos; nadie cuestionaba la idea de que fuera de las que empujan a alguien por las escaleras por criticar su educación. La gente de la casa Bartolini también estaba familiarizada con ella.

‘Eso es definitivamente algo que podría hacer.

Hubo una vez en que todas las criadas huyeron del anexo y se negaron a seguir trabajando allí porque ella tiraba cosas.

Ese pobre bebé.’

Pero Isabella, en lugar de tratar de ocultar su agresividad, salió el doble de fuerte. El acto lastimero y patético era una máscara que se había puesto durante su educación con su madre. Lo que mostraba ahora era su naturaleza innata, la que compartía con Ariadne: la jugadora que subía la apuesta drásticamente cuando estaba en peligro. 

—¡Deja de mentir! Intentas culparme de todo.

Una voz anciana la interrumpió. Era el viejo Conde Bartolini. 

—...¿Sobre qué ha intentado inculparte?

La pregunta hizo que Isabella se sintiera segura de que saldría viva de esta situación. 

—Su infidelidad.

Levantó la cabeza con aire confiado, sólo para ver algo que le hizo temblar los ojos.

‘Así no es como se supone que debe ser.’

Los labios de Bartolini eran una línea fina y apretada; evidentemente, intentaba sobrellevar el dolor. La piel alrededor de los ojos estaba arrugada. Su rostro era el de un hombre que no quería saber la verdad.

Isabella había llegado a un punto sin retorno. No podía dar marcha atrás, no cuando la habían arrinconado. No había nada que pudiera hacer excepto jugar su carta de triunfo. 

—Clemente, mi cuñada... —respiró hondo—... Lo engañó con el marqués Campa hace 5 años...

Una voz decidida la interrumpió. 

—Esa fuiste tú, criatura repugnante.

Pertenecía al conde Bartolini. La cara de Isabella se arrugó de pánico.

A decir verdad, Bartolini sabía que su mujer no era totalmente inocente. Sólo le había preguntado a Isabella sobre el engaño porque no quería ser un tonto que hacía la vista gorda a pruebas definitivas cuando estaban a punto de ser reveladas. Eso era todo. No había preguntado porque realmente quisiera saber.

¿Pero el marqués Campa? Aunque su mujer hubiera disfrutado con hombres jóvenes, estaba seguro de que nunca se metería en la cama con una escoria como Campa.

—¿Tienes alguna prueba? —exigió.

Isabella empezó a tartamudear. Si hubiera tenido pruebas, ya las habría dado en lugar de cargar con toda la culpa, ser rechazada por Césare y quedar atrapada en un convento antes de acabar aquí.

Cuando vio que ella sólo podía poner los ojos en blanco aquí y allá en lugar de aportar pruebas, el viejo conde empezó a sentirse cada vez más enfadado. 

—¿Tienes algo más que decir?

—Yo... yo los vi... en 1122, en la mascarada en palacio... —balbuceó confusa, sabiendo que estaba condenada.

Sólo consiguió agravar la ira del conde. ¿El baile de máscaras? Aunque admitiera que la condesa Contarini no era una mentirosa descarada, había una enorme posibilidad de que estuviera equivocada, dado que el incidente había ocurrido en una mascarada. Ella había lanzado una granada a su familia sin siquiera considerar la posibilidad.

—¡Tú! —gritó—. ¡Atad todos los miembros de esa malvada mujer! Nos apiadamos de ella y la aceptamos en nuestro hogar, ¡y sin embargo no duda en gastarnos estas sucias bromas para encubrir sus propias faltas!

El conde había olvidado en su furia que Isabella ya estaba atada, pero una orden era una orden. Unos fornidos sirvientes de su casa se abalanzaron sobre ella y acabó en el suelo, indefensa.

—¡No fue sólo el marqués Campa! —gritó furiosa a pesar de su apuro—. ¡También el conde DiPascale...!

El conde Bartolini, sin embargo, había perdido la predisposición a escucharla. —¡Cállate! —le gritó; alguien le metió un trapo sucio en la boca.

—¡Mmph! ¡Mmmph!

Hizo fuerza contra sus ataduras, emitiendo un gorgoteo en lo más profundo de su garganta. Los sirvientes se apresuraron a atarla de nuevo con el método utilizado con criminales confirmados: sus muñecas habían estado frente a ella, pero ahora estaban dobladas bruscamente a su espalda y atadas con fuerza, dándole el aspecto de un camarón. Una vez más, buscó desesperadamente a su alrededor.

‘¡Agosto!’

Lamentablemente, su esclav* de piel oscura, la única persona a su lado, no aparecía por ninguna parte. Su vestido había sido tirado de un lado a otro, dejando al descubierto su carne, pero nadie se lo ajustó ni le dio algo con lo que cubrirse. No cabía duda de que no la trataban como a una noble, sino como a una prisionera.

—...Ottavio.

—¿S-sí? —Ottavio respondió con extremo nerviosismo cuando el conde Bartolini pronunció su nombre. Afortunadamente, el motivo de la obertura resultó ser positivo, al menos para él.

—Me gustaría tratar con ella según las reglas de mi familia, pero esa mujer no pertenece a ella.

—¡Oh... por supuesto!

—¿Cómo manejaría esto la familia Contarini? 

Isabella pertenecía a la familia Contarini, y había intentado matar a Clemente, que una vez había pertenecido a la familia Contarini. Mientras el conde, cabeza de la familia Bartolini, diera su permiso, ella podría ser castigada enteramente según las reglas de los Contarini sin implicar a ninguna otra parte.

Ottavio enérgicamente se puso en posición de firmes. 

—En mi familia... aquellos que cometen o intentan asesinar pagan por ello con sus vidas.

—¡Mmph! ¡Mmmph!

Por mucho que Isabella luchara, Ottavio se negaba a mirarla. Todo el afecto que sentía por su esposa había desaparecido. Vendería su alma al mismísimo diablo, sin importarle la existencia de Giovanna, con tal de poder retroceder en el tiempo hasta antes de conocer a Isabella. Así de harto estaba de estar casado y vivir con Isabella de Mare.

‘Un nuevo comienzo, una nueva vida’. Hizo caso omiso de los remordimientos de conciencia y recitó las reglas—: De acuerdo con nuestras reglas, un asesino puede ser golpeado hasta la muerte con un garrote. Dicho esto, mi ex mujer hizo sólo una tentativa de asesinato.

Para él Isabella ya era su ex mujer. Creía tener toda la razón; ella se lo había buscado.

—A los asesinos en grado de tentativa no se les puede golpear hasta la muerte. En su lugar, son ahorcados o decapitados.

—No tenemos una horca preparado.

—Entonces llamaremos a un verdugo por la mañana para decapitarla. ¿Qué te parece? —Ottavio preguntó, frotándose las manos.

El Conde Bartolini asintió lentamente. 

—Haz lo que quieras.

—¡Gracias! Necesitaré que me prestes tu calabozo por un tiempo.

A una señal del conde, los criados de los Bartolinis se abalanzaron sobre Isabella para arrastrarla al sótano. El trapo que le tapaba la boca se cayó en la refriega.

—¡Quiero un juicio público! —gritó a pleno pulmón.

Clemente frunció el ceño. Un criado de la casa Bartolini se apresuró a devolverle el trapo sucio, pero Isabella forcejeó tanto que no pudo dirigirlo hacia su boca. 

—¡Soy inocente! Quiero ser juzgada ante Su Majestad el Rey. 

Al final, otro criado que estaba cerca se quitó uno de sus calcetines, lo hizo una bola y se lo metió en la boca.

El hedor era horrible. 

—¡Mmmph! —gritó y se retorció—. ¡Mmmph! ¡Uummph!

El conde Bartolini apoyó una mano temblorosa en su bastón para levantarse, y luego lanzó una mirada llena de desprecio a Isabella. 

—¡Investiga y encuentra un verdugo en cuanto amanezca! Tampoco hace falta que sea experto. Todo lo que necesitamos es alguien que pueda llegar rápidamente.

Isabella protestó en vano mientras la arrastraban al sótano de la mansión Bartolini.

¡Clank!

El espacio se utilizaba para encarcelar a delincuentes; lo único que cubría el gélido suelo de piedra era una capa de paja.

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